Excitada la curiosidad de Creso por este discurso de Solón, le preguntó
de nuevo a quién consideraba después de Tello segundo entre los felices,
no dudando que al menos este lugar le sería adjudicado. Pero
Solón le respondió: ‘A dos argivos, llamados Cleobis y Bitón’.
Herodoto, Los nueve libros de Historia, I, XXXI.
Incluso para los otros peregrinos, acostumbrados a esa especie de circo de las maravillas en que se transforma la calzada el día del Santo, el espectáculo del carromato tirado por una yunta de dos negros forzudos resulta inusual.
El día amanece fresco, propicio, aunque desde la noche anterior el camino al templo ya está abarrotado con santones y mendigos: el viejo sin camisa, con un mocho de tabaco en la boca, que se arrastra de espaldas con un bloque de piedra colgándole del pie, como una estampa medieval, y una pequeña caja de cartón donde lleva comida y bebida para el trayecto. Los pagadores de promesas traen consigo su picaresca, y hay figuras que se repiten todos los años: el joven que avanza de rodillas, cargado de collares con los colores de Babalú Ayé, ayudándose con las manos embadurnadas de colores simbólicos; el mulato vestido con un traje mal cortado de yute; la mujer que resopla mientras avanza a gatas tratando de conservar intacto su manojo de girasoles; todo tipo de desahuciados, desarrapados, descalzos, y gente que camina, cojea o avanza serpenteando sobre el asfalto hasta la iglesia mientras unos devotos intentan limpiarles el camino con ramas y haces improvisados a manera de escobas.
El carromato, entretanto, prosigue su marcha hipnótica, esquivando a los peregrinos que se arrastran demasiado cerca de las ruedas, y a otros con bastones o llevados casi en volandas. Los manchones de cera derretida se multiplican a medida que se acercan a la pequeña capilla. Hay muchos ciegos, mancos, cojos: todos enseñan orgullosos su manera de pagar por algún favor recibido. Exhiben los retazos de su felicidad pasada, expiándola. Sobre el carretón, arrodillada y envuelta en un ropón color lila, va la sacerdotisa de rostro plácido, rodeada de bultos en los que cualquier creyente puede reconocer lo necesario para el rito. A cada rato, su mirada se posa sobre los cuerpos sudorosos que sustituyen a los animales de carga. Hay en esos ojos una mezcla de ternura y orgullo, pero también el temor a un desmayo o un accidente, quién sabe. Se adivinan también ráfagas de posesión y celos, un deseo oscuro y negado, saturado de cautelas.
Llevan casi treinta kilómetros desde la ciudad, y han visto caer a varios por el camino. Enseguida vienen otros a llevárselos, bajo la mirada ceñuda de los militares, omnipresentes. Entre el improvisado público que se agolpa a ambos lados de la vía dolorosa corren susurros, frases aspiradas, de boca en boca: “Son los hijos, que vienen arrastrando el carro desde La Habana”. Y de la multitud, como un enorme coro, empiezan a llegarnos fragmentos de la historia, animados contrapuntos de la escena principal: el paso lento y sin pausa de la carreta: “Ha criado a los dos a pulmón”, “le salieron buenos”, “el mayor estuvo en las Olimpiadas”, “tienen nombres rarísimos, de esos que se usan ahora”.
Un cielo perfecto diluye el rumor de las habladurías, mientras la tarde, lenta y gloriosa, va cayendo sobre las horas de esfuerzo. Marcando el ritmo, con la testuz baja, van los dos corpachones, de músculos trenzados y tendones fibrosos, con un extraño resplandor en los ojos. Cada hora que pasa los acerca más al campanario, ya casi presienten la llegada y la fiesta.
Y llegan, y reciben aplausos, y se hacen ver entre la multitud, con sonrisas generosas de dientes blanquísimos. El crepúsculo parece pensado para ellos y su júbilo; hasta el límite se mantiene una tersa claridad, una belleza sacada de operáticas arias desconocidas por esa muchedumbre, o ciertos colores del mar irrepetible, que irrumpe en la fiesta bajo la figura de un gigantesco pez asado sobre una bandeja brillante y aceitada. Felicidad del pobre, que hace su mejor festín en las afueras del templo.
Comen, bailan, beben, juegan. Flota entre ellos el aura de lo escaso compartido y, aún exhaustos, los dos hijos transmiten una sensación de dicha casi dolorosa. Minutos antes de que se acurruquen a dormir entre las reliquias del patio, la madre se acerca a la glorieta, a hablar con el Santo. Pide por sus hijos: que se los premie concediéndoles la mayor dicha que pueda tocar a unos mortales. Así dice: la mayor dicha, antes de pronunciar otras palabras que parecen sacadas de un misal tan antiguo como los ritos que ha venido a cumplir. Hace los debidos sacrificios, y poco antes de abandonar el templo, cree ver en la sonrisa del divino leproso una respuesta. Se retira, abandona la escena con esa mezcla de satisfacción y soberbia propia de quien habla o cree estar en tratos con los dioses.Y ambos cuerpos, tendidos al ocaso, ya nunca despiertan.
Un fetiche robado
¿Qué es exactamente un boli?
Miren bien ese animal primero e impreciso, convertido en mascota de sangre. Una criatura que parece moldeada por un niño.