Todas las películas cubanas son la peor película cubana, sí. ¿Y qué? Todas son también la más tierna, un síntoma de esa tristeza arqueológica tan propia de las utopías.
El brigadista se estrenó en 1977. El guion ―que por entonces se escribía con acento, guión― era de Wichy “Cabeza de Zanahoria” Nogueras, un poeta en ascenso meteórico en medio del llamado Quinquenio Gris.
En realidad, fue una década más bien luminosa. Había tanto sol sobre las cabezas. Nos habían convencido de que los seres humanos eran seres hermanos. Cualquier violencia de Estado palidecía ante semejante revelación. Al crimen de Estado le llamábamos, con cariño científico, necesidad histórica.
Nuestra generación recién llegaba al planeta Cuba. Estábamos felices y además lo sabíamos. Los mayores nos miraban con envidia. Un futuro delicado como una nueva flor nos esperaba de par en par en el año 2000, para cuando muchos de ellos serían ya ancianos o estarían muertos.
Nosotros, no. Nosotros por entonces íbamos a ser inmortales. Y lo fuimos.
Al menos por un tiempo, le robamos esa ilusión al dios Cronos de aquella epoquita atea, donde cada palabra y cada pensamiento solo cobraba sentido si era estrictamente propiedad social.
El capitalismo no es una sociedad. Es el totalitarismo lo que nos relaciona a los unos con los otros.
El brigadista fue un exitazo de taquilla en Cuba. Pudo ser el primer Premio Oscar local, pero al gobierno cubano le repugnaba la simple idea de participar en algo comercial, mucho menos en los Estados Unidos, país del que habían desgarrado a la Isla a golpe de misiles nucleares, apenas una década atrás.
Tampoco era necesaria la ceremonia, en realidad. Porque ahora esa peliculita es para siempre nuestro premio de la academia del corazón. Ese organismo que no miente, aunque se equivoque cada vez que nos involucra. Ese que todo lo espera, desesperándonos. Y ese que es el único órgano que puede modificar el pasado, gracias a su función fisiológica llamada perdón.
Perdóneme, brigadistas. Maestricos adolescentes de La Habana, Orlando Luis Pardo Lazo en nombre del pueblo cubano les perdona.
En 2023, no quedan ni trazas fósiles de la ideología de 1961 o 1977. La Revolución es hoy una sala a oscuras, con su pantalla grande convertida en un agujero negro en la bóveda vacía del socialismo sideral.
No hay luz que escape de allí. Los cosmonautas Fidel Castro y Wichy El Rojo y el director Octavio Cortázar y hasta tu padre el actorazo Salvador Wood no pudieron escapar a la gravitación de sus tumbas en tiranía.
Tal vez, no quisieron.
Como tampoco escaparon los diálogos, ni los argumentos, ni la perspectiva, ni la atmósfera, ni el contexto, ni la banda sonora de un Sergio Vitier que, de filme en filme, creó antes de morirse lo que horas y horas de oratoria castrista nunca lograron: la poesía de un mundo posible, pertenecible.
El brigadista duerme sobre la cama de un camión. Parece una muchacha dormida sobre la cama de otro camión. Virgen él, virgen ella. Por el momento, el velo breve del sueño los protege a ambos de la violación.