Para Jamila Medina Ríos,
que vino de Holguín hasta Providencia
para dormir menos lejos de mí.
Vi años en que tú no habías nacido. Pude haberme quedado solo en el mundo, pero tú naciste después.
Vi a un pueblo cubano que no llevaba ni quince años de “Revolución triunfante en el poder”.
Vi ancianos de los años setenta que ya eran ancianos cuando Cuba comenzó a pronunciar, entre la fascinación y el terror, esa palabra: Fidel.
Vi a mi madre joven, y todavía no me recupero.
Vi a mi padre con la edad que yo tengo ahora. Y, como yo, parecía no pertenecer del todo a ninguna familia. Me regaló dos misterios que por fin hoy comprendo que nunca llegaré a descifrar: la lengua inglesa y el ajedrez.
Vi vecinos de una risa esplendente, muchos a punto de morir reventados de cáncer o de un derrame cerebral.
Vi a otros que llegaron vivos hasta mi adolescencia, y fue mucho peor. Para entonces me miraban con pánico de sí mismos, pues recordaban que me habían visto crecer y, sin embargo, no se acordaban de quién yo era.
Vi un cosmos resuelto desde la esquina de Fonts y Beales, vocablos tan foráneos como el nombre mismo del barrio, Lawton. Un trío de extrañezas que me hicieron escritor, siglos antes de descubrir la escritura, en una escuelita primaria con nombre de extraterrestre: Nguyen van Troi.
Vi la verdad de la vida y me negué a verla desde el inicio, protegido por los barrotes de una “ventana de hojas” que solo se abría los sábados en que se baldeaba mi casa.
Vi esa “casa de madera” desde todos sus recovecos. Entre aquellas tablas machihembradas no había intemperie. No, todavía. Tomó unas tres décadas para que el afuera irrumpiese y no quedase nada, dejándolo todo en pie.
Vi mi cara en los espejos de dos escaparates y un chiforrober. También en el azogue de la coqueta, la vitrina y el botiquín, esos arcaísmos del corazón.
Vi mi vida como una cosa inconcebible, inacabable. Pero no tenía a nadie a quien confesárselo. Tampoco quería preocupar a mis padres.
Vi a los animales escapados del matadero junto a las líneas del ferrocarril. Corrían para que no los matasen pero, para la canalla infantil de mi generación, aquellas escapadas eran cómicas y un motivo más que justificado para nuestra crueldad.
Vi un accidente de tránsito. Un camión mató a un amiguito. Ambos iban en sentido contrario.
Vi la calle convertida en estadio de béisbol. Nunca hubo en Cuba tanta expansión vital, tanta garantía de existencia, tanto bullicio en libertad.
Vi mi cuerpo de niño. Ligero como una hoja, con el centro de masa del planeta Tierra estabilizando mi euforia a ras de esternón. Nunca creí en ese crimen llamado crecer. Y nunca lo creeré, a pesar de esta enfermedad degenerativa llamada ingravidez.
Vi mis tardes, con radios de transistores galvanizando el amarillo colectivo del sol. Las tardes eran tediosas, pero eternas. El cielo reverberaba como una carpa de circo descomunal. Bajo aquellos azules lánguidos, nada malo nos podía ocurrir. Y no nos ocurrió.
Vi el teléfono de la esquina, ávido de las monedas llamadas “medios”.
Vi perros que el vecindario cuidaba como a familiares del alma.
Vi gorriones destrozar con impunidad los aleros de mi casa.
Vi las primeras niñas del mundo, con sus uniformes pulcrísimos de poliéster estatal y pañoletas de nailon, lamiendo un ‘frozen’ mixto de vainilla y mantecado, dos sabores paupérrimos que solo ahora extrañamos.
Te vi a ti, en un sueño de exilio con ocho o nueve años. Desde entonces te esperé, sabiendo que no vendrías. O, peor, que ya viniste y por seguir dormido yo no te vi.