En la eterna lucha entre la belleza y la crueldad,
la crueldad ganaba terreno día a día en todo el mundo.
Los versos satánicos, Salman Rushdie.
Tú también eres parte. Sabiéndolo o no, habitas en una turba digital.
Cuando aún no existía internet, los cubanos libres ya soñábamos con internet. Necesitábamos una herramienta de resistencia antitotalitaria, un vehículo de emancipación, un shortcut para recuperar nuestra voz.
El Partido Comunista de Cuba y las Fuerzas Armadas Revolucionarias y el Ministerio del Interior, tan analógicos a la hora de la ideología y la represión, no podrían sostenerse en pie —pensábamos con ilusión—, toda vez que los ciudadanos ejerciéramos la libertad de expresión.
Una ilusión que entrañaba ingenuidad.
Una ingenuidad que entrañaba ignorancia.
Una ignorancia que entrañaba idiosincrasia.
Cuando nos permitieron asaltar internet, muchos nos atrincheramos en una guerrilla de clics. Copiando píxeles y pegando hiperenlaces, socavábamos la solidez retórica del socialismo insular.
Con un maratón de likes y shares, exponíamos la naturaleza obsoleta de la Revolución. De comentario en comentario, redujimos al régimen de La Habana a la obscenidad de una dictadura latinoamericana.
Parecía que la Seguridad del Estado no podría pararnos, excepto a patadas. Sus agentes secretos tendrían que venir a sacarnos de nuestras casas. Decomisar pantallas y memorias flash. Golpearnos con sus puños profesionales, sin que quedaran marcas. Arrastrarnos a una confesión en cámara. Incluso eliminarnos en un hospital, una carretera, una cárcel.
Dejamos al castrismo sin más alternativa que la violencia física, su esencia original desde los carnavales de 1953. Desenmascaramos su arcaica aura de utopía de izquierda. Los uniformados de verde oliva no eran más que una mafia de matones impunes. Una gerontocracia anquilosada en un poder a perpetuidad.
Teníamos la guerra casi ganada.
Ese casi nos costó el precio más caro.
Había más tiempo que tiranía. Había más cómplices que contestatarios. Hubo más aplausos que patíbulos. Hubo más ruido que reivindicación. Habría más olvido que horror. Habría más dólares que delirios libertarios. Hasta que perdimos aquel intento de ser protagonistas de nuestra historia.
Quedamos a solas con nosotros mismos. Un pueblo ávido de venganza. Insatisfechos por nuestra insuficiente insubordinación. Mirando la danza de los dictadores desde la barrera, en su comunión de capitales sin capitalismo.
Entonces sacrificamos nuestra identidad a la tentación de la tribu. Nos aglutinamos en la grosería del ghetto. Del apátrida forzoso al paranoico voluntario. De la víctima del sistema a la chusmería del verdugo. De la lucidez cívica al analfabetismo incivil. Del teatro de la democracia a una turba digital.
La tuya, en la que yo no tengo cabida.
La mía, en la que no tienes cabida tú.
Entre cubanos, nunca fue más invasiva que hoy nuestra vigilancia de vecinos. Nunca fuimos tan militantemente combativos entre contemporáneos. Ni con tan poca empatía humana.
Nuestro prójimo vuelve a ser el odio al otro, como en los años de gloria de la Revolución. Pero ahora en una película de espionaje donde la privacidad es el primer pecado. La opinión opuesta nos radicaliza al instante. La vida de los demás nos da rabia. De la internet, nadie está a salvo. Como en un expressway de dos sentidos y un solo carril.
Soy parte y eres parte. Sabiéndolo o no, se nos fue la vida sin habernos conocido de corazón. Sin encarnar ni un nimbo de esperanza, a las puertas de un país a la espera de su resurrección.
Serás parte y seré parte. Mientras no rompamos la continuidad congénita de nuestro Castro interior.










