Vilma Espín lo delató a la policía de Batista.
Había querido ser su novia. Lo que implicaba, para el joven bautista, que él nunca se había acostado con ella.
Vilma, que venía del Massachusetts Institute of Technology con una genitalia voraz, solo por esa carencia de carne odiaba celosamente al pastorcito no promiscuo. Por lo demás, para entonces ya ella se estaba templando a Raúl Castro, en las noches sin tabús de la Sierra Maestra.
Vilma era, por supuesto, un agente a sueldo del comunismo internacional. Aunque, en honor a la verdad, en este asesinato específico ella no cumplía órdenes de Moscú, sino de Fidel Castro en persona, otro celoso radical. Para colmo, no pocos santiagueros resentidos con el cristianismo, odiaban a ritmo de conga comunitaria cada uno de los principios puritanos de Frank País.
Muchos lloraron al mártir a la hora del velorio y de usar su cadáver como un trofeo castrista de la Revolución. Pero muchos más se alegraron de que Batista lo hubiera reventado a tiros en plena calle cubana. Era otra manera de matar a Dios en Cuba. Y ese trabajo sucio era mejor que lo hiciera un mulato y no una partida de blancos con cuantiosas cuentas de banco.
De hecho, Frank era un peligro que aterrorizaba a nuestro pequeño país. Los gigantes morales siempre lo han sido: un peligro que nos apenca en tanto nación. La decencia y el coraje siempre lo serán: una luz imperdonable a ras del fanguero insular. Nuestra cubanidad deforme no tolera mirarse en el espejo excelso de la virtud.
Vilma Espín llamó por teléfono a la casa donde Frank País estaba escondido. Ella misma alertó a los chivatos del BRAC en la compañía de teléfonos, para que circularan la llamada que estaba a punto de hacer.
―Frank, ¿estás bien? ―le dijo―. Cuídate mucho, por favor. No dejo de rezar por ti.
Fue una de las pocas veces que el veinteañero revolucionario perdió su compostura de gentilhombre civil. Le colgó de inmediato y comenzó a dar puñetazos contra la pared, escandalizando a sus vecinos de Santiago de Cuba.
Frank la llamó “puta” a gritos. No una, sino al menos tres veces. Las frases exactas que ningún libro de historia va a recoger fueron:
―Puta.
―Puta de mierda.
―Puta criminal.
Entonces se arrodilló y pareció pedirle perdón a Vilma. Él era un hombre. Ella era una mujer. Frank no iba a permitir que, minutos antes de su calvario, la flojera de alma (y de patas) de una dama corrompiera la integridad de su caballeroso corazón (y de sus dos descomunales cojones).
El resto es harto conocido.
Los sicarios de Fulgencio Batista, que sin saberlo también actuaban para el comunismo internacional, rodearon la cuadra donde Frank había recibido la llamada telefónica de Vilma Espín.
Frank salió a la calle a vender cara su vida, pero no lo consiguió. No pudo ni herir a un solo uniformado de aquella operación. Le pusieron el rostro como un guiñapo, de culatazo en culatazo. Los pendejos son pandilleros. Luego, cuando estaba indefenso como el niño puro que Frank aún era, lo acribillaron a ráfagas de metralleta. No se atrevieron a matarlo mientras Frank País tuviera mirada.
Todos los vecinos vieron esta escena obscena. Ni uno solo movió un dedo. Ni siquiera dejaron escapar un ay audible. Se retiraron a sus aposentos a esperar que Fidel Castro les trajera la justicia a perpetuidad.
Aquel 30 de julio de 1957 moriría, junto con Frank, todo un país.
El cancerbero de la Revolución
Es posible que la Revolución Cubana no hubiera existido sin la figura secundaria de Raúl Castro.