En cualquier momento, Silvio cumple 80 años y sin avisarnos. Su antípoda Pablito no pudo llegar allí. Se quedó al borde de esa frontera que, total, para qué la iba a cruzar, hacia dónde y hasta cuándo, con quién.
Hay que saber desaparecer, como predicó José Martí en su carta prepóstuma del 18 de mayo de 1895, cuando la Cuba poética de Manhattan se degradó de repente en la Cuba prosaica del Diario de Campaña.
En una de sus 64 mil milenios de canciones, Silvio dice que creció bajo un cielo lleno de objetos que brillaban como el sol. Entonces la vida era vivir frente a un espejo y no saberlo, hasta poder tocarlo.
Mirarse en él, entre tantas luces en la sala y tanta gente que lo llama, Silvio, al punto de que no se oye nada.
El poeta hizo un esfuerzo por oír, pero de verdad no se oía nada por la estridencia de sus estribillos. No fue culpa suya esta sordera en clave de socialismo mayor.
Fue solo el ruido de nuestro rastro invitando a vivir, nuestra alegría de ser jóvenes en la libertad ilusoriamente ilimitada que ilumina a todo fascismo. Una era entera estaba pariendo una cárcel y un cadalso, al ritmo de las patadas, los paredones y un barredor de poemas.
Semántico Silvio, el asombroso autor de palabras como querube, añil, mordazamor, furibunda y acaso también la que ronde, habiendo necesidad y que recuerda a mí.
Contagió de conceptos inconcebibles a más de una generación de cubanos. Así y todo, su esdrujulez estética nos despertó a la belleza de estar presentes y ser contemporáneos, en medio de la barbarie verde oliva y el tedio de la justicia social.
Silvio hizo potable la historia del horror. Como tal, más de una generación de cubanos le debemos la vida a Silvio.
Silvio, el déspota de la polirritmia en los conciertos locales, mientras en Latinoamérica el público lo aupaba a capella, a golpes de un coro con lágrimas y el cariño a gritos del corazón.
Nosotros, sin embargo, no lo quisimos en Cuba. Silvio tampoco se dejó querer por nosotros. Llegamos empatados al último out. Y no hay derecho a extrainnings para la Revolución.
Tampoco habrá olvido entre los cubanos y Silvio, pero será una memoria desamorada. La tuya tendrá que ser una posteridad sin tristezas, una inmortalidad indolente. Demasiada lucidez siempre es cínica.
Cuando la palabra “dictadura” cayó sin paracaídas sobre nuestra islita, supón que en 1989, Silvio tampoco la oyó.
Medio hemisferio y planeta le daban la bienvenida a la democracia. Mientras el trovador insular se agriaba y se autoagredía el alma, arrastrándose por las calles para que unos exiliados extremistas le arrancasen de cuajo los ojos y hasta el badajo.
Para entonces, su poder palabragenésico ya había caído en desuso. Cuanto Silvio cantó en los años noventa y hasta hoy, nacería obsoleto. Con fecha de expiración abortada. Desafinado en nuestros tímpanos en estampida, mientras Silvio cantaba mejor y mejor.
Su lírica devino falaz, inverosímil como los pasaportes falsificados con que los cubanos huíamos de Silvio hacia cualquier otro género y geografía.
La prueba es que todavía hoy nadie sabe qué significa badajo. Y nunca lo vamos a averiguar.
Tu erudición sin ética la enterraremos contigo: entérate a tiempo, Silvio, ahora que ya casi te estás yendo y sin pedirnos perdón.
Dentro de un pedruco fúnebre, con forma acústica de guitarra, tu profecía de que en la gloria también se está muerto cobrará entonces pleno sentido.
Por hoy, te miramos mirarte en el espejo de este lunes anacrónico. Te conocemos, Silvio, como a una pesadilla de familia que no envejeció muy bien.
Y ese silencio que trae tu muerte somos nosotros, los cubanos que no cupimos en el espejismo.