I
Juan Ramón Jiménez abre el diario La Prensa y se topa con una noticia atroz: Antonio Machado ha muerto en Collioure, un pueblo del Pirineo francés. Son los meses finales de la Guerra Civil Española y la noticia lo sume en una profunda depresión. Su esposa, Zenobia Camprubí, escribirá por esos días en su diario: “Me parece que a ratos había algo de envidia en los pensamientos de J. R. en cuanto a la muerte de Machado. Lo más probable es que J. R. estuviera muerto o completamente loco de haber seguido su suerte, pero el día en que juntó su destino al mío, cambió ese fin”.
Habían llegado a Miami un mes antes, procedentes de La Habana. Después de tres años de un exilio errante, la pareja arribaba al sur de la Florida con la ilusión de recuperar la estabilidad económica que un día disfrutaron en su país. Por aquel entonces la ciudad se había recuperado del desastre inmobiliario de la década anterior, provocado por el devastador huracán del 26 y el crac bursátil del 29.
Desde el primer día, Zenobia quedó deslumbrada con las bellezas naturales de la “capital del sol” y se dedicó a buscar “un nido propio” en la elegante barriada de Coral Gables. Pero a Juan Ramón le disgustaba todo: la humedad, los techos bajos de las casas y el tendido eléctrico. Junto a las noticias que recibía de España, ahora tenía que enfrentar la trágica realidad de vivir en una ciudad donde casi nadie hablaba español.
El poeta andaluz no solo fue el pionero de los escritores hispanos en Miami. Con sus crisis depresivas y su obsesión con la muerte, su conflictiva relación con el nuevo entorno y la extrañeza que esta presupone, configuró un prototipo de escritor miamense que perdura hasta nuestros días.
Jiménez prefigura a dos autores cubanos de la llamada generación del Mariel —Guillermo Rosales, encerrado en suBoarding Home; y Eddy Campa, extraviado en los versos de sus elegías urbanas— y a algunos personajes de esa literatura, como el Natán Velásquez de Puente en la oscuridad, el protagonista de la novela de Carlos Victoria que vive acosado por los fantasmas de su pasado.
II
DEXTER’S OPENING CREDITS (RUTINA MATUTINA): Dexter se despierta y mata un mosquito (la sangre queda impregnada en su antebrazo); se rasura y se corta (más sangre corriéndole por el cuello); trincha un pedazo de jamón, un huevo frito, una naranja (hay algo sádico en la forma que manipula el cuchillo); se viste y al salir a la calle mira a la cámara con cara de perdonavidas (lo que literalmente no es).
¿Quién no conoce a Dexter Morgan, el protagonista de la serie homónima de Showtime que durante el día trabaja como forense en el Departamento de Policía de Miami y por las noches se dedica a matar gente? La serie es poco creíble, pero se salva por la excelente actuación de Michael C. Hall. Su trabajo resulta tan convincente que terminas convirtiéndote en un hincha incondicional de los “actos justicieros” del protagonista. Y es que Dexter solo se la cepilla a tipos peores que él: otros asesinos en serie, pedófilos, inescrupulosos contrabandistas de cubanos y violadores. Como se diría en la horrible jerga académica, lo suyo es el “metahomicidio”.
Como Dexter, la mayoría de los escritores en Miami llevan una doble vida: por el día trabajan en un oficio cualquiera y en las noches regresan a la página en blanco de una novela que no logran terminar. En sus empleos nadie conoce su secreto, pero los ven comportarse de manera extraña a la hora del almuerzo: se encierran en sus autos y “textean” desde sus artefactos digitales, aunque es evidente que no están escribiendo un correo electrónico ni un tuit.
Los delata esa mirada abstraída que nada tiene que ver con el tecleo rápido y concentrado de la era digital. Esa mirada extemporánea, juanramoniana, la misma que tiene el señor Morgan cuando presiente la cercanía de una de sus víctimas o que debió tener Guillermo Rosales el día que le puso punto final a su magistral novela. Juan Ramón Jiménez, Guillermo Rosales, Dexter: todos tratando de escapar del monstruo que llevan dentro.
Pero hay un hecho que pone en peligro mi alegoría “dexteriana” de la literatura miamense: aunque nadie sabe que Morgan es un asesino en serie, al día siguiente de cometer un crimen todos en la ciudad hablan de lo ocurrido, desde los noticieros de televisión hasta el periódico local, desde los residentes de Little Havana hasta los millonarios de Cocoplum. Con los escritores de Miami ocurre lo contrario.
Ahí está el caso de Lydia Cabrera, la gran narradora y antropóloga cubana que en 1936 se estrenó como escritora en Gallimard y terminó costeándose la edición de sus libros. O los ejemplos de Enrique Labrador Ruiz, Carlos Montenegro y Lorenzo García Vega, subvalorados en los círculos académicos de Estados Unidos y excluidos (Vega y Montenegro) de ese mamotreto inquisitorial que es el Diccionario de la Literatura Cubana.
Además, poco ha contribuido al prestigio literario de Miami el hecho de que Juan Ramón Jiménez se inspirara en su geografía para escribir dos obras capitales de la literatura española del siglo xx: Romances de Coral Gables (1948) y Espacio (1954). El primer título elevaría el romance tradicional a una dimensión metafísica nunca antes explorada en la lírica castellana, mientras que Espacio, un largo poema en prosa, llegó a ser catalogado por Octavio Paz como “uno de los monumentos de la conciencia poética moderna”.
Sin embargo, el carácter innovador y la trascendencia universal que la obra de Jiménez alcanzaría en esta tierra (a la altura de los grandes del modernismo anglosajón) han quedado opacados por la visión parcializada que del autor ha prevalecido hasta nuestros días: la del poeta neorromántico de sus comienzos y el entrañable narrador de la fábula que lo hiciera famoso en el mundo entero: Platero y yo (1914).
III
Dexter lo tiene todo listo para clavarle el cuchillo a su próxima víctima: ha forrado la habitación con cortinas de polietileno y se ha puesto el delantal y la máscara de soldador para protegerse de las manchas de sangre. Levanta el matavacas y cuando se dispone a enterrarlo, su mirada se tropieza con la de un burro que lo observa desde una esquina.
—¿Y tú quién eres? —pregunta.
—Platero —responde el burro.
A Dexter no le sorprende que el burro hable (él habla a toda hora con el fantasma de su padre, que viene siendo algo así como su conciencia). Platero lo mira fijamente, sus ojos son espejo de azabache, y dice:
—Soy la creación de un poeta español que vivió en esta ciudad hace muchos años. Era un genio y ganó el Premio Nobel de Literatura, aunque en Miami ya nadie se acuerda de él. En Coral Gables hay un parque con inscripciones de sus poesías. ¿Y tú quién eres?
—Dexter, el asesino en serie más famoso de Miami. Por las noches me dedico a matar gente, hijos de putas, y por el día llevo una vida ejemplar. Nadie sospecha que soy un criminal.
—No sé, pero tú me recuerdas mucho a los escritores de Miami: las noches las dedican a su arte y por el día trabajan en unos lugares donde se aburren miserablemente.
Dexter se queda pensativo.
— ¿Y de qué parte de Cuba me dijiste que eras?
—No, yo soy andaluz, como mi creador. Aunque él también vivió en Cuba, solo que su mujer se cansó de la chusmería de la Isla.
—Ya.
Dexter vuelve a empuñar con fuerza el cuchillo y dice:
—Déjame terminar con esto, Platero, y si quieres podemos seguir conversando después.
Platero asiente y Dexter le clava el matavacas a su víctima (las salpicaduras de sangre bañan su máscara y el delantal). El cuerpo del borrico, tan blando por fuera que se diría todo de algodón, también termina cubierto de unas gotitas rojas que le dan un inesperado aspecto navideño.
Después se van a dar un paseo por la ciudad. Dexter expresa sus intenciones de seguir matando, pero el burro le sugiere que haga algo mejor con su vida, aunque si va a seguir matando, mejor que se la arranque a un editor o a un escritor de microrrelatos. Terminan la noche sentados en un banco, frente al mar. Un borracho les grita: “¡Maricones!” y Dexter le dice a Platero que cuando deje el serial killing tal vez se meta a novelista. ¿O le parece mejor poeta?
Platero rebuzna ferozmente y su alarido se escucha en toda la bahía, estrellándose contra las dársenas del puerto y sacando del sueño a los vagabundos que se refugian bajo el MacArthur Causeway. Le dice a su nuevo amigo:
—No seas burro, Dexter. No seas burro.
Los tigres y el niño
Fidel Castro le dijo a Marita Lorenz, sin el más mínimo atisbo de pedofilia: A mí no me va a pasar como al tigre ese. A mí nunca nadie me va a enjaular.