Un día después de mañana… y otro… y otro…, mientras exista ayer.
Erik se fue, pero quedaron sus recuerdos. Los fragmentos de su memoria estaban por todas partes. Erika se atrevía a asegurar que podría rearmarlo como a un Frankenstein.
Una mañana salió de casa a caminar por el barrio. Santiago es un reparto pequeño de tan solo ocho cuadras. Fue creado por transportistas en la segunda mitad del siglo XX. La casa era una herencia de la familia materna. Antes de emigrar, la pusieron a nombre de los gemelos.
Erika tenía una sensación extraña. La muerte de su hermano de algún modo era semejante a su nacimiento… difuso. Aunque llegó después, tenían la misma edad. Nacieron el mismo día, a la misma hora y salieron de la misma vagina. Sus padres aún conservaban los expedientes.
A pesar de haber reventado, Erik reaparecía en aquella caminata matutina. Como un holograma. Lo único distinto era que caminaba hacia atrás, una especie de regresión, hasta que desaparecía la imagen.
¿Hacia dónde se dirigía? Aquella salida nunca quedó clara.
Recuerdo que estaba siendo procesado por rebeldía. Entró en aquel edificio que hoy acoge al Ministerio del Crimen, MCR.
El edificio es moderno. Cerca del mar. De esos diseños que parecen más de un libro de historietas que reales. Ventanas de cristales oscuros. Sin curvas. Una caja cuadrada. Máxima seguridad. Rayos X.
A Erik se le metió en la cabeza entrar con una cámara para poder grabar la forma despótica en la que tratan a los ciudadanos. El guardia lo mandó a sacarse los bolsillos. Traía un botón de los que usan los espías.
―¿Andas con una cámara encima?
―No me acuerdo.
El guardia le ordenó que volviera a pasar por los Rayos X.
―¿Te estás burlando de mí? Esto te puede costar la cárcel. En este lugar no se puede mentir.
―En la ONI tampoco y los políticos mienten todo el tiempo.
Días recientes, la Organización de las Naciones Integradas había hecho declaraciones. Prácticamente autorizaba a matar a los casos más violentos de rabia. Argumentaron que “eran un peligro para la humanidad”.
―Yo te voy a dejar pasar, tú dices que no tienes nada que esconder…
―Yo no he dicho eso ―Erik lo interrumpió―. Yo solo he dicho “que no me acuerdo”. Es su trabajo señalar lo que esté mal. Por favor, dígame, ¿qué tengo que hacer?
El hombre, de aspecto robusto, tenía la cara enrojecida. Estaba airado. Lo miró con indiferencia y lo conminó a pasar.
Debía pagar una fianza. En la pared estaba escrito que “no se aceptan billetes doblados ni rotos”. Sabía, o más bien intuía, que alguno de sus billetes le iba a dar problemas, pero no le preocupó demasiado.
Le llegó el turno. En efecto, un billete viejo de 10 pesos resultó ser el protagonista de la escena en la caja.
―Yo vivo relativamente cerca. Puedo ir a la casa y volver con un nuevo billete.
El cajero lo miró con familiaridad.
―Mira, hacemos algo mejor, entra a tu entrevista, y al salir nos ponemos de acuerdo para que repongas el billete. No pierdas la cita.
Usa el eufemismo de “entrevista”, como si uno no supiera de qué se trata.
Erik se quedó pensando. Daba siempre ese aire de familiaridad. Como el de una estrella de cine al que todos saludan creyendo conocerla, cuando en verdad solo la han visto a través de una pantalla.
―De acuerdo, muchas gracias.
Salió de la zona de la caja. Pasó al “siguiente nivel”, que sería lo mismo que al “siguiente círculo del infierno”.
Allí había toda clase de gente. Aunque lo de menos era la gente. Se protegían sus rostros para evitar los contagios. Marcas en el suelo para mantener la distancia. Habían pasado poco más de seis meses desde que aparecieron los primeros enfermos.
Detuvo su mirada en un hombre calvo. Le hablaba a la oficial por un micrófono a través del cristal. Desde la sala de espera se escuchaban sus voces.
―Yo cumplí quince años de cárcel porque en ese momento el gobierno no quiso aceptar mi inocencia. Yo monté a un barco con un amigo que solamente quería “sacar a su familia”.
―Lo sentimos, pero no podemos darle trabajo en la aduana. Entienda que el tráfico humano es incompatible con el puesto al que usted aspira.
―Es que toda mi vida me he dedicado a ese trabajo. Repito, soy inocente. Está demostrado que el presidio no es la solución, sino una marca. Una marca para toda la vida. Como si la vida en sí misma no fuera un error. ¿Sobre la base de qué juzgan ustedes?
―Es lo que está establecido. No se comprende ningún tipo de excepción. Lo siento mucho.
―No, no lo siente, usted no puede entender lo que se siente.
―Lo siento mucho.
El hombre contuvo la respiración por unos segundos. Exhaló el aire con énfasis. Se levantó de su silla.
―No, no lo siente ―dio la espalda y se marchó.
El siguiente turno era el de Erik.
―Usted está siendo procesado por el uso ilegal de cámaras en espacios gubernamentales. Por acá tenemos varias denuncias nuevas. Ha pagado multas en tres ocasiones. Como puede ver, todo tiene un límite. Coloque los cinco dedos allí, vamos a revisar sus huellas dactilares.
Erik puso con torpeza su mano derecha. La mujer no hacía contacto visual, solamente revisaba su caso en el ordenador.
―¿Puede darme razones, argumentar por qué viola una y otra vez lo establecido?
―Lo he repetido cada vez que me han citado. Trabajo por mi cuenta, independiente.
―¿Independiente de qué o de quiénes, por favor?
―Independiente del gobierno, de todos los gobiernos.
―Ya se le ha dicho que eso no es posible.
―He repetido que sí lo es.
―Tiene que hacer declaración jurada.
―¿Y las empresas oficiales no? ¿Por qué tendría yo que dar el ejemplo? No soy ejemplo ni para mí mismo. Ustedes sí deben ser ejemplo. Yo no. No aspiro a un cargo público.
―Por lo pronto, firme este documento que corresponde al día de hoy. Entienda que se sigue procesando su expediente. Tiene que hacer un resumen de los últimos quince años de trabajo, fuentes de ingreso, viajes al extranjero, si aplica en su caso.
Erik prefería cambiar de forma antes que ceder un ápice de su libertad. Decía que “necesitaba hacer de su próxima muerte un gesto útil”.
Debía reventar algo. Decidió crear un Premio de Acción. Se premiaría la idea más arriesgada. Erika debía ser jurado, pero se negó.
Nueva versión de los hechos
―No es reventar algo por el simple hecho de destruir. ¿Qué hay de edificante en ello? ¿Cuál sería tu aporte a la sociedad? ¿Qué cambiarías?
―De eso va el concurso. La idea es movilizar. Para sacudir al sujeto de hoy no basta con darle una palmadita en el hombro. Hay que darle con una mandarria en la cabeza. Hacer de la violencia un arte ya no es suficiente para mí.
―Lo tradicional, en mi caso, sería el suicidio. Eso lo tengo claro, Erik. Mi humanidad no me permite reventar. Así que la idea que propongo es la de un suicidio público. Para ello necesito que el Ministerio me cite. Creo que lo más trabajoso será el poema. Como un testamento. Quiero escribir el mejor poema de mi vida para morir en paz.
―¿Esta sería tu propuesta para el Premio, Abel?
―No lo llamaría Premio, sino Ofrenda.
―Me gusta. ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en escribir la ofrenda?
―No estoy seguro. No puedo trazarme un plan de escritura. Solo escribo poesía cuando estoy triste.
―Tal vez podamos violentar ese proceso. Infligir dolor.
Erik apresuró su antebrazo y en pocos segundos tenía neutralizado por el cuello a Abel. Abel peleaba para quitárselo de encima.
―Esto va en serio, tu vida dejará de ser una mera representación. Se acabó el tiempo de paz. Llorar de arrepentimiento por tu padre muerto no te hará mejor poeta. Tu poesía comenzará cuando experimentes por largo tiempo el dolor físico.
Ambos fueron Caín y ambos fueron Abel
El hombre llegó a hacer un trabajo en aquellas tuberías de la primera mitad del siglo XX. Erik ya había aparecido. Solo tenían derecho al agua algunas partes de la ciudad. Más próximas al mar. En la periferia la gente se estaba matando.