Del libro Cuba a la carta (Editorial Hypermedia, 2019).
Imagen de cubierta Alberto Morales Ajubel.
Combinativo José Raúl Capablanca y Graupera:
A mí también me gustan las aperturas. Me vuelven loco. Yo es que veo una apertura y siento un bombo, mamita, me están llamando. Yo no sé cómo no le pueden gustar las aperturas a alguien, que los hay… con toda la imaginación, la adrenalina, la gelatina filosófica que despiertan.
¡Y la alegría que dan las aperturas! Mira, te lo estoy diciendo y es que me erizo, me pincho, me pincho y no sale sangre. Nada, parece que nací así, aperturista, lleno de gambitos.
Antes me fascinaba la apertura de las damas. Pero ahora tengo más años y, entre la bobería del colesterol, la dieta blanda y el no leerme determinadas cosas, ya lo de las damas lo dejo para el medio juego. Que uno suple con trucos la humareda del carburante en el arranque.
Yo fui como tú, un niño que miraba a su padre jugar ajedrez con los amigos y así aprendí a mover las manivelas. Si me hubiera quedado solo en eso habría terminado la carrera de sapo. Pero mi natural participativo me llevó rápido de la quimbumbia al tablero.
Y claro, no te conocía, y me decían: “¿Tú quieres ser Capablanca?”. Y yo que no, que aspiraba más a Capanegra, por lo del Zorro, pues confundía eso con la elección de las piezas. Y te confieso que, de niño, inocente criatura, yo padecía cierta influencia de García Caturla, sin saberlo, y dejaba salir a los otros.
Entonces gozaba cantidad jugando con las negras, a la riposta, en clara demostración del gran ripostero que llevaba por dentro, y armaba verdaderos merengues batiéndome con la India del Rey y la variante Najdorf del Dragón siciliano.
A mí me hacían solamente un P4R y ya empezaba yo a gritar y a manotear, por dentro, por supuesto, que el ajedrez lo inventó un sordo. O un mudo o alguien de la ANCI, que ahora con lo del colesterol se me ha olvidado.
Porque el ajedrez refleja la vida humana cantidad. Es un teatro. Un verdadero carnaval humano, sin quioscos ni vasos pergas ni el arrempujen pujen.
Yo me fui dando cuenta de que el ajedrez refleja la personalidad con los repollos que se me armaban en el medio juego. Ahí yo armaba tantas complicaciones, tanto suspense, tanta jugada apuntalada, que hubiera sido un arquitecto eficaz en Centro Habana. Había que ver cómo piafaban los caballos de los demás cuando mis obispos andaban a la viva, y le serruchaban un peón al pinto de la paloma.
Así fue que empecé a comparar peligrosamente el ajedrez con mi vida. Me sorprendí yo mismo el día que metí mi alfil de Luanda para Monakimbundo, pasando por Kibala, y no me complació mucho la jugada. Rectifiqué a tiempo y cambié de palo pa’ rumba porque estaba metido en la diagonal equivocada. Y ya del otro lado mi alfil se movía mejor, con más libertad y, sobre todo, sin peligro de que le dieran tafia en cualquier momento.
Parece que también en esa alfilería mental empecé a valorar la verdadera catadura del Rey que defendía, y era una clase de puntal, de sinvergüenza desquiciado, que no valía la pena andar paseando por el filito de la navaja Astra. ¿Astra cuándo?, me dije, mirando la amenaza de los mismos peones de mi color que estaban locos por meterme zancadillas. Total, lo que me esperaba al final, si seguía en esa dirección, era una sombría torre y no precisamente de marfil.
Si las aperturas me desquician y si el medio juego me pone la sangre a parir, imagínate tú la cumbancha de los finales. Ahí sí hay que hilar fino, majarete con leche pero sin masarreal, que emboronilla el tablero. Esa tensión que da ir arrimando al Rey contrario a la casilla perfecta, sin darle un chance de que se ahogue, ni se haga el bobo meneando el esqueleto. Irlo llevando obligado al pimpampúm, un jaque por aquí, un conteo de protección por acá, un pasillito más acá.
Eso es delicioso, Capa. Y ahí sí te volviste un experto.
Déjame decirte que al crecer entendí lo que era parecerme a Capablanca. Esa serenidad y ese porte y esa profundidad analizando la perfecta. Creo que los cubanos debiéramos estudiar tu vida y tus estrategias desde chiquitos. Entenderíamos más.
Si solo aprendiéramos a simplificar en el tablero, no nos meteríamos en medios juegos raros, que huelen a triquitraque y pólvora. Valoraríamos más el chenche por chenche que despeja, y nadie nos engolosinaría con la esperanza de los peones, que se van a meter toda la vida esperando para coronarse en octava fila si no te destarra antes un caballo desbocado o te pasan la chaveta y te sacrifican a la una mi mula en nombre de una estrategia brillante.
Claro, que lo tuyo fue en otra época, mi hermano, y pudiste desarrollar tu juego sin darle el taller que le di yo. Ni haciendo tantas comparaciones.
Si es ahora, y le ganas a Marshall, te tuvieran de tribuna en tribuna, y uno que detesta las aperturas te cogería de palito barquillero. Y solo porque Marshall es el Campeón de “ellos”, aunque el pobre hombre haya sido un tipo estupendo, un amigo leal y un padre de familia de esos de estuche, de los que ya no vienen. Le tocó perder siendo el Campeón de “allá”. Y si tú le ganas, a ese que yo me sé le importa un pito la innovación que hiciste en la jugada once de la Ruy López, que lo que hiciste fue ganarle al Campeón de los malos, con todo lo que representa.
Y si le llegas a ganar con negras, ahí la matraca se pone a echar humo, porque no quieras tú imaginar las explicaciones que se le pueden dar, ni las implicaciones que tendría, ni las maravillas que harían ciertos bufones letrados con el símbolo.
Y se me pone la carne de pollo de dieta solo cerrando los ojos y pensando que, si en vez de en 1921, le hubieras ganado el título mundial al doctor Enmanuel Lasker en La Habana de ahora.
Lo primero que hubiera sucedido es que tendrías la concentración por el piso, porque jugaron en abril, y ese mes le gusta especialmente a uno que yo conozco, el que te dije que las aperturas le asustan y le resbalan. No se podría jugar un campeonato Mundial contra un alemán cuando la calle está llena de guampampiros gritando cosas contra el enemigo, yendo de aquí para allá, y de allá para acá, como en un largo enroque que se desenroca, que terminarías más desubicado que un pulpo en una rueda de casino.
Por supuesto, que hay quien haría zafra vendiéndole Cohibas a ese alemán tan callado que está frente a ti, pero irías perdiendo los nervios, viéndolo chupar la breva, intentando ingenuamente sacarle humo al tallullo que le vendieron legalmente en plena calle.
Hubieras perdido los estribos, si de pronto llega un edecán con safari, como si fuera a dirigir el tránsito en una calle de Barbados, y te pide amablemente que le entregues por escrito la apertura que vas a hacer al día siguiente, porque el Partido está interesado en aprobarla.
Y el zimbombazo mayor lo darías si se te apean diciendo que todo está bien, que una comisión ha dado el visto bueno a la estrategia pero que, por favor, te olvides de sacrificar el caballo en la sexta jugada, que el caballo es sagrado y el enemigo se aprovecharía.
Y si te sugieren que en vez de salir, como siempre, con el clásico P4R que tan bien se te daba, si salieras en esta ocasión con el peón dama harías un homenaje estremecedor a las heroicas mujeres cubanas, porque se acerca el ocho de marzo, y desde que a la viejita Clara Zetkin el aburrimiento le dio por inventar ese día para las mujeres (que era un pretexto para que se acordaran de ella, tan feíta, la pobre), todas las cubanas lo celebran haciendo el doble de lo que hacen normalmente, pero sus compañeros le regalan cosas y ellas son como felices al menos una vez al año.
Y nada de perder el campeonato, José Raúl. Nada de dejarte ripiar por el alemán tan serio y bigotudo ese, que a un cubano no se le puede salir la veta en su patio, delante de su pueblo que lo apoya y que es capaz de sonarle un pescozón a ese europeo cabezón si se pone gallito con un jaque fuera de pico.
“Nunca olvides”, te dirán al oído, “que naciste en el Castillo del Príncipe, y allí se puede volver aunque ya no funcione como tanque, gritando palo mayimbe, me llevan pa’la loma”.
Pero, por suerte, eso no pasó y estoy haciendo una croqueta mental solo porque me gustan las aperturas y descubrí lo que se parece la vida al ajedrez.
Y me gustaría tenerte a tiro ahora que presiento que estamos llegando al final, aunque sea un final complicado, porque tú en eso eres un hacha.
Y el final lo juega precisamente el hombrín del que te hablé antes, el que detesta las aperturas, y que ha enmarañado demasiado el medio juego.
Pero a todo aguacate le llega su ventolera. Este, que se creía dueño del tablero, es un jugador muy tramposo. Fíjate que lo que más le hace disfrutar es el jaque. Tener en jaque constante a las piezas. Jaque y jaque.
Y entre eso y lo que manotea y grita provoca jaqueca. Y no es legal, campeón, porque es dueño de la artillería y ha tenido en jaque perpetuo mucho tiempo. Reglamentariamente eso provoca tablas. Pero la gente agarra las tablas y se echa con ellas al agua, buscando un tablero donde puedan desarrollar mucho mejor sus piezas.
Aunque también los hay aprendiendo cómo jugar un buen final. La cosa es acordarse de ti, respirar con calma y dejar que se le acaben las casillas al rey este o que las pierda.
Muy alfilado como siempre,
Ramón.
Librería
Ramón Fernández-Larrea decidió reinventarse el humor. Reírse de cosas de las que los cubanos no estábamos acostumbrados a burlarnos. Y entre las tantas cosas a las que los cubanos no estábamos acostumbrados a burlarnos estaban la Historia y la Cultura cubanas. Con Mayúsculas.
Enrique Del Risco
El hombre que amaba las cartas
Lo que hace grande a un humorista es enseñarnos a reírnos de lo que antes nos parecía asunto serio. O enseñarnos un nuevo modo de reírnos de cosas de las que ya nos reíamos. Pasa el tiempo y nos parece lo más natural del mundo reírnos de ciertos asuntos, mientras nuevas generaciones de humoristas buscan otros modos de burlarse de nuevos temas.