El arte de respirar

ÁNGEL

Exhalar… que no quede nada del aire acumulado. Se siente como carencia pero es exceso. El mismo amontonamiento de aire nos asfixia. Ahora inhalar… (el pecho es una vela hambrienta de viento, de oxígeno). ¿Y si este aliento que entra es el último que me toca? Somos aparatos con caducidad programada, pero creemos que nunca nos vamos a romper. 

No se preocupe todavía. Falta la TAC y para estar seguros, una broncoscopía y esperar el resultado de la bioxia– dijo la doctora sin levantar la vista. 

No se preocupe usted… La muerte no me asusta. 

Entonces alzó esos ojos grandes, la línea del párpado caída hacia el pómulo, en un rictus de tristeza. Y en sus pupilas pardas vi más que curiosidad: ganas de no ser parte de la incertidumbre, de saberen lugar de memorizar nombres raros y decir frases de alivio. 

–Uno se consuela cada noche pensando que mañana algo va a cambiar… 

¿Quién dijo eso? Ah, esa mujer… 

–Pero amanece y te encuentras con lo mismo. Ir a comprar ese pan al que le falta todo, que no llega a ser un desayuno. ¿Y luego qué le pones? Hasta la mantequilla es un lujo en este país. No nos cobran el aire porque no pueden. 

Su cara me parece conocida. ¿Pero de dónde? Esa mirada que cuestiona, que no se conforma… ¿Dónde, dónde la he visto? ¡Sí, era ella…! En la parada, frente al Capitolio, una y otra vez corrían hacia la guagua, miraban aturdidas a la gente empujar, forcejear, insultarse. Entonces pasó un Chevrolet despacio: ¡Alamar a veinte!, gritó el chofer. Y sentí tantas ganas de poder decirle: “Por favor, no se ofenda, la invito a Ud. y a la niña”

Ella me habría lanzado primero una mirada de asombro, de gratitud después. Habría montado en el auto viejo como en un carruaje que la salva del calor grosero, de la multitud. Hasta imaginé el trayecto, yo a la derecha, ella en el medio, la niña pegada a la ventanilla, mirando el mar…

–Tanta agua alrededor y ahora desde arriba, para completar. A veces me parece que estoy en una cárcel de alta seguridad. 

También yo lo pensaba, pero ¡hace tanto! Cada tarde subía a la azotea, dejaba perder la vista en esa extensión azul que parecía infinita, aspiraba con toda mi fuerza el aire cargado de sal, de distancia, de más allá…¡Parecía tan posible, tan real! No por Damara, que en seis meses dejó de escribirme, sino porque un montón de madera, unos neumáticos, un motor viejo, nos convencen de ser un camino. Uno no imagina cuán frágiles somos sobre ese espacio líquido. Luchar contra el viento, el ardor en la piel, la desorientación, el pánico como una cuchilla giratoria en el plexo. Y cuando la fatiga te vence y llega el sueño, las olas escupen, zarandean sin piedad. Despertar asustado, tomar conciencia de dónde estás. No tener para llenar la vista y la esperanza más que soledad, la eterna soledad del horizonte y esa sensación de haber transgredido un límite. No el de tu país sino el de tu propio elemento. 

–Antes me sentía orgullosa de vivir en una isla. No pensaba en lo que significaba esa palabra “aislar”, separar del mundo. 

Otra vez la tos… como si arrasara con una herida interna, justo entre el pecho y la espalda.

–Abuela, ¿cuánto falta? –la niña sacude los pies con impaciencia.

–Ay Elisa, no empieces. Primero debe entrar la muchacha… 

Señala a la joven que pasea la vista por el mural: Practique sexo seguro, use condón… Que cada niño que nazca sea un niño deseado. Prevenir el cáncer de útero. Guerra al Aedes Aegypti y al SIDA.

–Después debe entrar el señor.

Me señala a mí. No parece reconocerme, pero por los ojos de la niña pasa una nube, ahora un destello… sí, se acuerda. De pronto pregunta:

–¿Y al muchacho, cuándo le toca?

–¿Cuál muchacho?

–El que está en la puerta. 

Todos volteamos la cabeza a la vez. El rectángulo se abre hacia el piso de granito, un charco al filo del portal donde unos árboles invertidos se funden en el gris del cielo. Pero no hay nadie.

–¡Elisa! No juegues con la credulidad de las personas. Un día… –alza el índice en señal admonitoria– Tú verás, no te van creer cuando más lo necesites.

Llega una ráfaga fría, me envuelve la nuca, desciende por la abertura del cuello lamiéndome la espalda. Me contraigo. El dolor se expande al tórax en raíces punzantes.

–Abuela, ¿dónde se puede sentar el muchacho? Los asientos que quedan están rotos…

Como si no la oyera, la mujer descansa la mirada en el vacío. Junta una exhalación y un  suspiro, hace oscilar la cabeza con desaliento. 

–De verdad que los cubanos hemos perdido la vergüenza. Miren esto, si se rompen las persianas las tapamos con tablas, si se cuela el agua corremos los bancos, estos mierderos bancos llenos de comején. ¿Qué haremos cuando se caigan? Nada, en este país no se hace nada, esperaremos de pie.

–Oí que van a reparar los consultorios… –se me escapa, pero qué rara suena mi propia voz. 

–¡Cómo no! –también la voz de ella ahora es distinta, ronca, casi salvaje– ¡¿Pero cuándo?! Fíjese en ese techo, esas persianas, da una patada y se cae el ventanal completo. ¡¿Y cuándo arreglarán mi edificio, que han tenido que apuntalarlo?! ¡Un edificio de solo treinta años! 

¡Ya, vive en el edificio apuntalado, frente al policlínico…! Ella capta mi distracción y le chispean los ojos:

–¡Todo se está cayendo a pedazos! ¿No se enteró del último derrumbe? ¡Una familia  entera aplastada por el techo de su propia casa! Edificios con valor histórico que se pierden… Pero qué rápido levantan una tienda, un hotel, ¡ah!, para eso sí tienen…

Baja la vista, hunde la mano en su bolso, revuelve. Con dedos trémulos saca un cigarro.

Se pone de pie, hace un semicírculo con la mano apuntando alrededor. 

–Aquí también va a pasar, y esto no aguanta lo que ha aguantado la Habana Vieja. En todos los edificios hay filtraciones… 

No se me había ocurrido, pero es cierto. La lluvia se suma al mar que nos rodea. Repiquetea en los techos, pudre la madera de las ventanas, inunda las calles sin drenajes. 

Se siente en la respiración y en los huesos, y hasta desciende del interior de las paredes en una marea tácita, amenazante.  

Sí… es el agua lo que nos está invadiendo. Más que el aire. 

El arte de respirar. Verónica Vega

Ya disponible en Amazon

Presentación oficial: viernes 7 de junio de 2019. 20:00 h. Centro de Arte Moderno. Calle d

CLAUDIA

Siempre con lo del sexo seguro… Como si eso existiera.  

–Yo no entiendo qué nos pasa. ¡¿Por qué sentimos que hay que aceptarlo todo?! 

La mujer camina a la derecha, a la izquierda. Le dice a la niña: 

–No te muevas de aquí. 

Sale al portal. Ahueca la mano sobre el encendedor hasta que arde el extremo del cigarro. Lo aspira casi con desesperación, expele el humo con alivio.   

Qué raro. No tiene miedo de hablar… Debería apoyarla pero, ¿para qué? Nada va a cambiar de todos modos. De pinga, perder la mañana en este consultorio. Y menos mal que la lluvia espantó a las viejas. Vienen todos los días, se asustan por una fiebre, una tos, un cólico. ¿Para qué se esfuerzan tanto en no morir? Como si realmente vivieran, cuando solo se arrastran…

–Cuántas generaciones se han ido o han muerto, esperando un cambio que no llega –la mujer echa la cabeza atrás, expulsa aire entre círculos de humo.

Sostiene el cigarro con el brazo extendido, entre la punta de los dedos. Para ser abuela se ve joven. La piel pálida contrasta con el vestido negro, sobre todo en los muslos. Cuántas manos habrán acariciado esas piernas, manos que presionan para separarlas… 

Me dolió, todavía me duele –le dije a Elio. Él solo me miró a los ojos y dijo: 

Love hurts.

Pero, ¿la doctora está atendiendo a alguien?pregunta de repente el viejo.

Tampoco vale la pena contestar. Más allá del límite del portal, la lluvia bate todo lo que está debajo: los charcos que la tierra no ha logrado absorber, desperdicios esparcidos, las plantas dobladas  por el peso del agua. 

Hace como veinte minutos que entró una embarazada responde tardíamente la mujer. Lanza a la tierra empapada el resto del cigarro. Viene hacia la puerta y suspira antes de entrar, sentarse otra vez junto a la niña que le dirige una mirada distraída y se sumerge en su juego, mueve los labios en un diálogo imaginario. 

¿Qué edad tendrá? Tal vez doce… Los ojos de un marrón verdoso, idénticos a los de su abuela. También heredó sus  piernas, pálidas, bien torneadas. ¿Le dolerá la primera vez? Dicen que no siempre duele. 

–¿Es que no va a escampar nunca? –pregunta el viejo y parece percatarse ahora mismo de la lluvia.

–Hay una depresión tropical, –la niña lo mira desconfiada– lo han dicho por la televisión. 

–¡Ah! No tengo televisor. Tengo un radio pero tampoco me interesa oírlo.

Sí, parece que no va a escampar nunca, que la consulta se tragó a la embarazada. Toda esa mierda de pruebas, medirle la barriga, tomar la presión arterial, ordenar el ultrasonido… Ella sentirá que le aprietan contra el vientre la gelatina fría. En la pantalla el oleaje de puntos se alza, se desplaza… Tiene bien el corazón y los pulmones, le aseguran. Pero, ¿saben qué piensa? Esoque se está formando, ¿ya tiene conciencia? ¿Presentirá si está a salvo, o si van a arrancarlo con una aspiradora, despedazarlo con un bisturí, a ciegas?

–Cuando era más chiquita mi abuela me ponía un programa de radio. Me gustaban los cuentos, imaginar las cosas por los sonidos.

El viejo le sonríe. Parece cansado porque ahora sujeta lo que tiene en el regazo (unos papeles envueltos en nailon), y cierra los ojos.

Ah… imaginar a través del sonido. Elio leía despacio, con esa voz grave y sofocante que parecía salir en espiral de un pozo. Se me acalambró la mano de sujetar tanto tiempo el teléfono. Desde el piso, veía el cielo cortado en franjas por las persianas.

–Para un momento.

–¿Pasa algo?

–No, estoy mirando una estrella… Brilla de un modo extraño, como si me dijera algo.

–¿La estrella? 

–Sí. Es como si… me avisara de un peligro.

Élsiguió leyendoy hacía girar las palabras dentro de la boca, antes de dejarlas salir. Tal como hablan en Londres, donde vivió siendo adolescente, mientras su padre fue embajador.  

… Because I do not think 
Because I know 
I shall not know…

Cuando llegó al último verso, el punto luminoso en el cielo parpadeaba sobre mí, como si me mirara a los ojos.  

–Se me ocurre una cosa.

–¿Qué?

–Ve pasando la mano por el poema, pero no la dirijas. 

Aquel silencio tenso, mientras la estrella apuntaba su luz hacia mí, desde el mismo centro de la franja.

–Estoy pasando páginas completas… 

Una pausa larga. Me arriesgué a cambiar de mano el teléfono. 

–¡Ya!

(Y algo me golpeó por dentro, contra el ombligo) 

–¿Qué dice? 

Del otro lado, la voz enronqueció. Y la espiral atravesó el auricular en una marejada negra:

… A single rose  
is now the garden   
where all loves end.

–Abuela, ¿por qué no nos vamos?–La niña toca por el brazo a la mujer. 

Bajo la tela azul del vestido, se insinúan, nacientes, los pezones. Un día, cuando espere a alguien que prometió venir, a alguien que no llega, desaparecerá de su cara esa expresión confiada, de niña consentida. 

La abuela no parece oírla. Ella se muerde el labio inferior, inclina hacia adelante el torso tierno y sólido, patea con los dos pies juntos. Sí, alguien morderá esos labios inocentes, besará la piel fina, casi transparente en las sienes. Cómo cambiará esa mirada cuando la noche se convierta en una carga de ruidos lejanos que no alcanzan tu puerta, que no son para ti. 

Si Elio la conociera… la seguiría de cerca, esperaría unos años. Y un día por fin, fingiendo que coincidieron en la calle, la convencerá de ir a la costa, a ver las estrellas. Allí, bajo su voz grave y tórrida, ella sentirá aflojarse sus muslos en un extraño vértigo. La abuela, que ahora se inclina, le acaricia la cara, le acomoda el pelo, ni sospecha que un día su niña sentirá algo entrarle, romperla, quemarla… (como si no existiera el hueco, como si hubiera que hacerlo), y en lugar de esos dulces gemidos que se oyen en las películas de amor, un grito de animal saldrá de su garganta mientras él le sonríe y susurra: “El amor duele”.

CARIDAD

Esta lluvia no para… y yo con un paraguas roto. Menos mal que Gabi le mandó una buena capa a Elisa. Esperar, siempre esperar. Es todo lo que se puede hacer en este puñetero país. Ay, el mareo otra vez… Un solo gesto y el mundo se corre, se disloca. Dejar fija la cabeza, evitar los movimientos bruscos, laterales. Respirar… cada vez más suave. Aflojar los músculos, sentir que floto… 

Ese hombre ahí al frente, ¿lo conozco? Tiene los hombros altos y el pecho hundido. Sí, es asmático. Debe estar por los sesenta… Bajo el abrigo negro (un impermeable con gorro, de cuando había rusos en Alamar), la camisa muy limpia, hasta planchada. Las manos de  dedos largos, menguadas junto a las uñas. Señal de inteligencia, espiritualidad… Pantalón remangado para evitar salpicaduras de fango. Zapatos que evitaron charcos, que frotó contra el cartón del portal antes de entrar.

–Abuela, vámonos…

–Hace falta la remisión, ya te lo dije, y tengo que pedir unas recetas. 

Qué incómodo es ver el paisaje dividido, especialmente el cielo. Nunca me gustaron las persianas, siempre quise una ventana de verdad, como las de las casas viejas, un espacio abierto. 

–Anda abuela…

¿Estará Daniel en el cielo? No, no debo pensarlo al lado de Elisa. Los pensamientos irradian, se contagian. Ella sentirá esta tristeza y verá a su padre tirado en la calle, sobre un charco de sangre. La policía, Gabi abriéndose paso entre la gente que reclama su derecho a mirar, disfrutar el show. Ay, estas lágrimas que inundan, van a salir… rápido el pañuelo, ¿dónde lo puse?

Elisa hace un gesto al hombre con la cabeza antes de levantarse, ir hacia la puerta. Sí, que se aleje un rato… Es tan difícil ocultar, fingir. Gabi estaba destruida, me dio miedo y le dije: no vayas a hacer un disparate, te lo pido por tu hijita, Gabi, piensa en tu hijita, sabes que es menor de edad, pronto estará contigo. Ella lloraba sin poder hablar, hasta que logró decirme: Por primera vez me alegré de haber venido, aún al precio de dejar a Elisa. Mami, él me necesitaba tanto.Ay, esta garra en el cuello, necesito aire, aire…

–Por Dios, esta lluvia me va a volver loca. Y este maldito país… En ningún lado se dice pero han subido los índices de alcoholismo y de suicidio.

La jovencita se vuelve y me mide con sus ojos negros, refulgentes. El pelo negro también, recogido en un nudo. Sí, la dureza de los miembros, la energía tan parecida al poder… No solo el de la autonomía del cuerpo sino de su destino. De los acontecimientos. De todo lo que venga desde afuera o desde adentro. ¿Así era yo hace treinta años? 

Como si sopesara un pensamiento, entorna los ojos, duda… se decide por fin:

–Hace unos días vi a una mujer que se quería tirar de un edificio.

–¿Aquí, en Alamar?

–No, en la Habana Vieja.

El hombre hace un ademán de desaliento.

–¿Cuál es la diferencia?

Tiene razón, pero aquí podría ser alguien conocido. Y eso sería peor, nadie puede negar que sea peor, al menos para uno.

En el repentino silencio, la lluvia suena a estática, a algo que se dejó olvidado, abandonado. Quiero saber pero me espanta la imagen que está cobrando forma… 

–¿La mujer se tiró?

–No sé, yo me fui.

–¿Viste a alguien intentando salvarla?

–Sí… un bombero trataba de llegar adonde ella estaba, aunque no era fácil.

–Supongo que había mucha gente mirando.  

–Mucha. La calle estaba repleta, hasta pararon el tráfico.

–¿Y qué comentaban? 

Otra vez tarda en responder. 

–La mayoría se reía. Otrosse quejaban de que solo estaba alardeando, que no se iba a tirar. La filmaban con los celulares.Hasta oí a uno decir: ¡Parece que hay que  empujarla!  

–¡Dios mío, ¿qué nos está pasando?!

El hombre va  a decir algo pero se lo impide una explosión de tos. Coge aire como un pez que boquea sobre la arena. La jovencita vuelve la vista al mural. 

Elisa, allá en la puerta, no deja de susurrar. Es el efecto de esas series japonesas. Personajes que tienen superpoderes, cruzan mundos paralelos, invisibles, con otras leyes… Mundos donde la regeneración es posible. Al menos ella tiene la opción de escapar, huir de tanta decadencia. Yo también sabía cómo, pero ¡hace tanto! ¿Realmente fui niña una vez? ¿Y si lo que llamamos vivencias,son solo escenas de una película? Las impresiones, una vez archivadas, son tan semejantes. 

Pero qué bien veo la palangana azul, llena de ropa de sucia… Mima doblada por el peso de las sábanas, toallas, frazadas ajenas. Yo junto al muro mecía a Suok, mi muñeca. La trenza gris de mima se doblaba junto a su espalda, mientras frotaba, retorcía, ahogaba bultos en el agua espumosa. Y la humedad atrofiaba sus falanges, ¡siempre la condenada humedad, como si la que respiramos no fuera bastante! Luego arrastraba la palangana repleta, desplegaba las sábanas en las cuerdas de alambre. Las telas se agitaban, retumbaban. Parecían fantasmas amarrados, condenados a luchar contra el aire. Yo miraba a los ojos de Suok, plástico azul con líneas imitando el temblor del iris: No tengas miedo, vendrá a buscarnos un príncipe montado en un caballo blanco, y nos llevará al país que hay detrás del arcoíris, donde las casas flotan, y no hay gente mala, donde todo es dulce como en aquel sueño… 

La voz de Elisa rompe el silencio. Recostada al marco de la puerta, con el rostro hacia el portal, está diciendo: 

–¿Y por qué no sueltas sangre?