Todo parece indicar que Daniel Defoe se inspiró en las anotaciones de un tío suyo para escribir su Diario del año de la peste. En 1865, período en que transcurre la novela, Defoe solo contaba cinco años, así que resulta bastante difícil que fuera él mismo el protagonista de esa historia. Probablemente el escritor ni siquiera tenía muchos recuerdos de las tragedias y las dificultades vividas en su niñez; estas siempre poseen gran cantidad de matices que le otorgan los relatos de los otros.
Jorge Ferrer, sin embargo, ha vivido esta nueva pandemia desde el inicio. En su casa en Barcelona recibió la noticia de la llegada de la extraña enfermedad, de origen casi ridículo. Resulta risible pensar que tanta desgracia haya podido originarse porque a un asiático caprichoso se le antojó guisar un murciélago contaminado, o un pangolín, animal misterioso del que muchos nunca habíamos tenido una sola noticia.
Días de coronavirus: un itinerario (Editorial Hypermedia, 2020) es el más reciente título de Jorge Ferrer. El volumen recoge 40 entradas publicadas de forma consecutiva por la revista El Estornudo —desde el primer día de haberse decretado la cuarentena en España, el 12 de marzo, hasta el 20 de abril—, y cuenta con prólogo de Carlos Manuel Álvarez.
Se trata, entonces, de un diario, pero uno verdadero: el de una persona que va viviendo en tiempo real todo lo relativo a una epidemia que nos tomó por sorpresa y se instaló no solo en nuestro planeta, sino también en la mismísima base de la silla turca de sus desconcertados habitantes.
Este libro es un reality. Su protagonista abre las puertas de su casa y de su vida y nos permite asomarnos y olfatear. No deja nada afuera. Nos cuenta sueños, comidas, deseos; describe su trabajo y sus relaciones personales; nos invita a acompañarlo a pasear a Bruno, su blanquinegro bulldog francés, siempre con la mascarilla puesta y una insoportable sensación de angustia y asfixia.
En ocasiones los lectores somos las mascotas del autor, atados al arreo para explorar el territorio que el dueño decida. Él solo nos enseña lo que desea que sepamos, aquello que merecemos saber: dosifica la información, nos oculta señales y pospone los finales de las situaciones, como si se tratase de las subtramas menos importantes de una telenovela.
Allí estamos. En un piso de Ca lʼAlegre de Dalt, leyendo en ruso a Vasili Grossman, para luego transformar las letras del alfabeto cirílico en las de nuestro abecedario. Percibimos entonces los colores hermosos de la lengua; también los recovecos del lenguaje por donde el pensamiento se escabulle y se esconde con delicadeza de la censura, esa a la que no se le escapa un detalle tan significativo como la pobreza de la comida de los protagonistas de la novela Stalingrado.
Así vive Jorge Ferrer su encierro obligatorio; dice que “somos presos sanitarios”, y está en lo cierto. Sostiene que este, el suyo, es el encierro más exhibido que ha existido, y otra vez es verdad. Todos hemos mostrado los detalles de esta prisión sin fin a la vista.
El autor es también un traductor. Eso sí, no uno cualquiera. Jorge Ferrer también nos traduce su vida durante la cuarentena. No es fácil hacerlo, y sin embargo lo logra. Con él visitamos otra vez los textos de Foucault y de Brodsky, y hurgamos en la llaga, aún dolorosa, de una disputa literaria, y por lo tanto supurante, entre José Kozer y Octavio Armand. Caminamos a su lado las calles de Barcelona y también las de Marianao, en La Habana: barrio que compartió alguna vez con Abilio Estévez, y donde transcurre la maravillosa historia de la novela Tuyo es el reino.
En este diario singular, cada jornada encontramos nuevas temáticas. Cabría imaginar que la descripción de cuarenta días de la vida de una persona que debe permanecer en el mismo recinto, sería monótona o repetitiva. Pero no es así: Jorge Ferrer se las arregla para reinventarse en estas crónicas, que él mismo califica de itinerario. Fiel a la condición lezamiana del viajero inmóvil, escudriña su mente, se juzga, enseña sus manías y sus gustos, deja que aflore la esencia que lo signa.
Este es un volumen que se deja leer de una sola vez. Si usted fue de los seguidores de las entradas en El Estornudo, debe volver a ellas, ahora compiladas y revisadas, pues resulta que el texto se crece y deviene un cuerpo mucho más fuerte y fluido. Es agradable, además, percibir que este hombre se exhibe sin decoro, en cuerpo y mente, para dejarnos ver por un filo esta parte de su vida y permitirnos, a la vez, compararla con la nuestra: las sensaciones, los miedos, las esperanzas.
Cuba también está en el libro. “Cuba como un virus latente”, porque Jorge Ferrer es cubano y porque a esta condición le ocurre lo mismo que al coronavirus: “los datos se cuelan por todas las rendijas”. Si la epidemia nos recluye, la cubanidad funciona como un punto de mira; suerte de catalejo donde se apareja el confinamiento a la falta de libertad de las ideas, ese espacio infinito y absurdo al que somos empujados, límite que cede y se hace por momentos más delgado.
Dice Jorge Ferrer: “los cercados, asediados o confinados en algún momento comienzan a racionar la dignidad como racionan el pan”. Vale recordar entonces que, en nuestro contexto, hace mucho que el pan se encuentra racionado.
Hemos vivido nuevas experiencias en este tiempo que parece no terminar nunca. Algunas de tonalidad verdaderamente surrealista, como los cumpleaños celebrados vía Zoom, las clases on–line como única opción, y —aguántese a su asiento, si fuera necesario— las procesiones virtuales. El mundo cambia a su antojo y nos obliga a poner todavía más distancia física entre nosotros y el resto de los mortales; para Jorge Ferrer: “la pandemia nos convierte también en delineantes, en geómetras”.
He ahí la gran paradoja: mientras más nos alejamos, más cerca sentimos el aliento del otro. Tenemos la más acompañada de todas las soledades posibles: aquella que expone nuestra miseria humana, de manera que todos pueden saber lo que comemos o la forma exacta que tienen nuestros desechos.
Está también la muerte, dama siempre presente en las páginas perentorias de Días de coronavirus. La muerte de famosos, la muerte de personas cercanas, la muerte de nuestros familiares. Nunca antes la muerte estuvo más latente. Día tras día se cuentan las nuevas víctimas: no solo de la enfermedad sino de muchas otras causas, pero que han tenido la mala fortuna de dejar este mundo ahora, en medio de lo que parece una cruel distopía. La caja registradora de la vida pasa la cuenta, guarda su ganancia y continúa.
El mundo no será igual después de esto, dicen muchos, pero el mundo sigue su curso y en la lectura llega otra vez la primavera y la hora del día en que los españoles salen al balcón para aplaudir a los trabajadores de la salud; los mismos españoles que, en algún caso, no han tenido reparos en pedirle a un enfermero, con muy poca sutileza, que abandone un edificio multifamiliar para que no exponga a todos su aura podrida.
Llegado el 20 de abril termina este viaje al confinamiento más profundo de Jorge Ferrer, y dejamos atrás tremendas frases suyas, como: “la pandemia te enferma de muchas enfermedades al mismo tiempo”; “la peste si no te pudre, te madura”; “las croquetas, el bidé y una cierta idea de la amistad son, probablemente, las tres grandes aportaciones que Francia he hecho a la cultura universal”; o “el confinamiento también es una máquina de suprimir el goce”.
Afuera del apartamento de Ferrer, M. y Bruno, en Barcelona, España, la vida continúa.
Afuera de mi apartamento, muy cercano a la niñez del Marianao de Ferrer y Abilio, en Cuba, la vida también continúa.
Pasados los días de la cuarentena, termina el encierro y el mundo hace un amago de normalidad; pero aún no finaliza la pesadilla, ya que en algunos casos se regresa otra vez al encierro, y con ello a la cuarentena más larga que hemos conocido.
Hoy, meses después de la primera crónica publicada por Jorge Ferrer en El Estornudo, la epidemia no parece remitir, cada día hay más enfermos y las vacunas, anunciadas con un optimismo exagerado e irresponsable, aún brillan por su ausencia.
Solo nos queda, entonces, asomarnos a la lectura, disfrazarnos de otro, asumir la piel de un escritor cubano exiliado que nos conduce, con prosa afilada, por los bordes desfigurados de esta metástasis a la que asistimos y que padecemos todos, en esta doble condición de pacientes observados y observadores pacientes.
Jorge Ferrer: el derecho a la pataleta
Días de coronavirus. Un itinerario (Hypermedia, 2020), la traviesa, estimulante, controversial y provocadora bitácora de Jorge Ferrer, presupone lectores con cerebro. Y con ganas de usarlo para sacarles el jugo a los libros y a la vida. O sea, gente como ustedes.