Rusia es un «acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma.
Pero tal vez haya una clave. Esa clave es el interés nacional ruso».
Winston Churchill, 1 de octubre de 1939.
Un fénix geopolítico
Para llevar a cabo su política de poder, el Kremlin recurre a conceptos geopolíticos arraigados en la milenaria historia de Rusia y se apoya en los recursos de un país de dimensiones continentales. El espacio-tiempo ruso no se reduce a los vaivenes de la actualidad; se define por el tiempo prolongado y los vastos territorios. Descifrar el regreso de Moscú a los asuntos internacionales requiere, por tanto, una mejor comprensión de los fundamentos territoriales y conceptuales de la gran estrategia rusa.
Rusia-Eurasia en el corazón de la geopolítica mundial
En junio de 1988, la Unión Soviética celebró con gran pompa el milenio del «bautismo de Rusia». La magnitud de las celebraciones y el entusiasmo inesperado que generaron marcaron la derrota del marxismo-leninismo frente al resurgimiento de la identidad rusa. Este evento señaló el inicio de un importante renacimiento de la ortodoxia, en un movimiento que combinaba una búsqueda tanto identitaria como espiritual tras 70 años de ateísmo internacionalista. Este retorno de elementos históricos, nacionales y religiosos reprimidos resultaría fatal para el país de los soviets, que colapsó dos años después con estrépito.
La crisis multifacética que afectó a Rusia durante la década de 1990 fue de tal magnitud que se llegó a hablar de un nuevo «Tiempo de los trastornos», en alusión a la época de graves trastornos que vivió el Estado ruso a principios del siglo XVII. No es casual, por tanto, la decisión de las autoridades rusas de restablecer como fiesta nacional el Día de la Unidad del Pueblo, que conmemora la liberación de Moscú de la ocupación polaca en 1612. Esta festividad simboliza el fin de los Trastornos y recuerda, de paso, que las relaciones entre Rusia y Polonia no son tan unilaterales como a menudo se percibe en Europa occidental. Sin embargo, la verdadera fiesta nacional, que reúne a todas las generaciones y capas sociales rusas, es el Día de la Victoria sobre la Alemania nazi, celebrado el 9 de mayo. Elevado al rango de festividad casi sagrada por el régimen, se sustenta en la memoria cultivada por los rusos en torno a la «gran guerra patriótica», considerada tanto el episodio más trágico como el más glorioso de su historia.
La intención de Vladímir Putin de reconciliar a los rusos de todos los sectores con su historia —aunque implique silenciar los episodios más oscuros— se refleja en la nueva constitución rusa adoptada en 2020, que define a la Federación de Rusia como el «sucesor de la Unión Soviética». Este hecho envía un mensaje ambiguo a las demás repúblicas surgidas del colapso de la URSS, que Moscú sigue considerando dentro de su esfera de influencia. Así, los dirigentes rusos extraen de la historia del país conceptos geopolíticos con orígenes a menudo muy antiguos. Aunque estos se emplean con fines pragmáticos en el marco de una política de poder, no se limitan a su dimensión instrumental y están profundamente arraigados en la visión del mundo (mirovozrenie) del pueblo ruso.
Una investigación cuidadosa sobre el poder de este país-continente. Hélène Richard
En este libro descubrimos una Rusia moderna, capaz de una gran flexibilidad técnica, económica y social; en definitiva, un adversario al que hay que tomar en serio. Emmanuel Todd
Conceptos geopolíticos e identitarios heredados
Moscú, la «Tercera Roma»
El evento fundacional de la historia rusa, por sus implicaciones culturales, identitarias y geopolíticas es, sin duda, la adopción oficial del cristianismo por el Gran Príncipe Vladímir, en el año 988. El soberano decidió convertirse y alentó a sus súbditos a hacer lo mismo mediante bautismos colectivos en las aguas del río Dniéper. Este «bautismo de Rusia» tuvo un impacto considerable en el desarrollo de la civilización rusa. La adopción del cristianismo oriental permitió a la Rusia medieval (Rus’) acercarse al Imperio Romano de Oriente (denominado posteriormente «bizantino» por los occidentales), un Estado dotado de una brillante civilización que no experimentó rupturas con la Antigüedad grecorromana, a diferencia de Europa Occidental. Al adoptar la «religión griega», los rusos no solo tomaron una decisión civilizacional, sino que también entraron en la historia al adoptar simultáneamente el alfabeto cirílico, creado por monjes griegos para evangelizar a las poblaciones eslavas.
Las crónicas rusas, que presentan como un acto deliberado la elección del Gran Príncipe Vladímir entre las grandes religiones monoteístas (judaísmo, islam y cristianismo), colocan el cristianismo «alemán» al mismo nivel que las demás confesiones, como si el catolicismo y la ortodoxia fueran religiones distintas. Esta percepción está ligada al contexto histórico de la cristianización de Rusia, que tuvo lugar en pleno cisma de la cristiandad (1054), lo que desde el principio inscribió a la cultura rusa en una forma de oposición al Occidente latino. La elección del cristianismo oriental afirmó progresivamente la singularidad de Rusia frente al conjunto de sus vecinos, especialmente después de la caída de Constantinopla, cuando Rusia se convirtió en la única potencia ortodoxa independiente.
De hecho, a partir del siglo XVI, Moscú se consolidó como un centro espiritual y civilizacional autónomo mediante el desarrollo del concepto de la «Tercera Roma». Esta teoría encontró su expresión más célebre en 1508 en una carta del monje Filoféi al Gran Príncipe de Moscú Basilio III: «Recuerda que todos los imperios pertenecientes a la religión cristiana están ahora reunidos en tu imperio y que después esperamos el Imperio que no tendrá fin… Dos Romas cayeron, pero la tercera está de pie y no habrá una cuarta». Esta visión se basa en la idea de que Roma cayó dos veces: perdió su estatus de capital del imperio con las invasiones bárbaras y de capital de la cristiandad con el cisma de 1054 entre ortodoxos y católicos. La caída de Constantinopla también es doble: no solo fue conquistada por los otomanos en 1453, sino que esta caída política fue precedida por una cesión religiosa, cuando el emperador y el patriarca bizantinos aceptaron la unión con la Iglesia católica en el Concilio de Florencia de 1439.
Aunque esta unión no se concretó, encontró una fuerte oposición en Moscú, que aprovechó la oportunidad para convertirse en autocéfala de facto mediante la elección de un metropolitano ruso sin consultar a Constantinopla. La teoría de Moscú como «Tercera Roma» tiene una dimensión escatológica junto con implicaciones políticas muy concretas. El debilitamiento y la caída de Constantinopla coincidieron con el ascenso de Moscú. Desde el bautismo de Rusia, Constantinopla había sido el centro político y religioso de referencia para los rusos, quienes la llamaban Tsargrad, literalmente la ciudad del emperador (César). Con la caída de la segunda Roma, Moscú se convirtió en la única potencia ortodoxa: el príncipe ruso podía reclamar el Imperio y asumir el título de zar. El líder de la Iglesia rusa se convertiría lógicamente en patriarca, título que ostentaría a partir de finales del siglo XVI.
El concepto de Moscú como «Tercera Roma» también tiene una dimensión mesiánica que difiere notablemente de su equivalente occidental. Se trata menos de una pretensión proselitista y universalista que de una afirmación de la posesión de la verdadera fe (la ortodoxia), que se busca conservar tal como fue transmitida por los griegos, reflejada en la noción de la «Santa Rusia». Esta actitud conservadora, y a la vez paradójicamente tolerante, se verificará durante la incorporación de pueblos musulmanes desde el siglo XVI, así como de poblaciones animistas y budistas de Siberia.
Moscú como «Tercera Roma» también remite a una forma de soberanismo que se expresó tempranamente frente a Occidente. El zar ruso es un autócrata (samoderjets), lo que significa que no reconoce ninguna autoridad superior salvo Dios, siendo el jefe de la Iglesia ortodoxa, en el mejor de los casos, su alter ego en el ámbito espiritual, según la concepción bizantina de la sinfonía de poderes. En este contexto, los intentos de Roma por incluir a los soberanos rusos en la jerarquía occidental, con el papa como autoridad suprema, estaban destinados al fracaso, al igual que lo están los intentos europeos actuales de someter a Moscú a normas establecidas en Bruselas. Sin embargo, el concepto de Moscú como «Tercera Roma» se debilitó seriamente en el siglo XVIII debido al cisma (raskol) dentro de la ortodoxia rusa y, además, por las reformas de Pedro el Grande, quien suprimió el Patriarcado[1] y subordinó la Iglesia a la burocracia imperial, trasladando la capital a San Petersburgo. Además, aunque mantuvo el título de zar, Pedro I también se coronó como emperador, lo que refleja su voluntad de europeizar Rusia, pero también un desafío al sistema europeo que, en principio, contaba con un único emperador: el del Sacro Imperio Romano Germánico.
En el siglo XX, la Unión Soviética llegó a liderar la Tercera Internacional, que tuvo un carácter mucho más proselitista que la «Tercera Roma» ortodoxa, mientras Stalin imponía el comunismo dentro de las fronteras nacionales y reconstruía un imperio de carácter continental tras la Segunda Guerra Mundial. La Federación de Rusia perdió una gran parte de su imperio bajo la estructura soviética (disolución del Pacto de Varsovia y desintegración de la URSS), pero a partir de 1993 retoma los símbolos imperiales en el escudo del nuevo Estado ruso: el águila bicéfala, que mira simultáneamente hacia Oriente y Occidente, sostiene un cetro y un orbe, lleva una imagen de San Jorge venciendo al dragón y está coronada con tres diademas rematadas por una cruz que simbolizaría «el pueblo ruso trinitario»: los grandes rusos, los pequeños rusos (ucranianos) y los rusos blancos (bielorrusos), según la concepción zarista.
Este símbolo, ahora omnipresente en Rusia y reproducido en los escudos de todos los grandes cuerpos del Estado, puede interpretarse como la señal de una Rusia que no ha renunciado a su vocación imperial y sigue reivindicando su papel como un polo civilizacional autónomo en el escenario internacional contemporáneo. De hecho, Vladímir Putin busca posicionar a Rusia como guardiana de los valores tradicionales, mientras que el Patriarcado de Moscú (restablecido en 1917), que ha logrado reunir a toda la ortodoxia rusa fuera de sus fronteras bajo su jurisdicción, reivindica de facto una especie de magisterio sobre el mundo ortodoxo.
La «Tierra rusa»: entre postura defensiva y expansión
El texto ruso más antiguo que se conserva, titulado La Crónica de los Tiempos Pasados, tiene como objetivo explicar «De dónde viene la tierra rusa», según su subtítulo. Redactado por el monje Néstor, en Kiev, en la década de 1110, ofrece una visión esclarecedora sobre los fundamentos de la identidad rusa: describe una Rusia medieval mayoritariamente habitada por pueblos eslavos (divididos en tribus) y, al mismo tiempo, multiétnica, con la presencia de poblaciones ugrofinesas, bálticas, escandinavas, entre otras. Esta característica de diversidad étnica ha sido una constante en la historia rusa. La expresión «tierra rusa» (russkaya zemlia), que aparece en este texto, es un concepto polisémico que abarca dimensiones etnoculturales, territoriales y geopolíticas con fronteras cambiantes. Sin embargo, ha estructurado la identidad y el pensamiento estratégico ruso desde sus orígenes. Este concepto refleja un vínculo profundo e íntimo del pueblo ruso con la tierra como sustento, conocida afectuosamente como «madrecita», al igual que algunos ríos, como el Volga. Este apego ha sido uno de los pilares del patriotismo ruso en la defensa de la «tierra rusa» frente a las sucesivas invasiones.
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A partir del siglo XIV, no obstante, el concepto fue utilizado por los soberanos moscovitas para justificar su política de expansión bajo el pretexto del «reagrupamiento de las tierras rusas» que habían perdido su unidad tras la invasión mongola. En un primer momento, el Gran Príncipe de Moscú se dedicó a anexar los distintos principados rusos mediante un proceso similar a la expansión del dominio real en Francia. Entre los siglos XVI y XVII, los soberanos rusos legitimaron las conquistas a costa del Gran Ducado de Lituania y posteriormente del Estado polaco-lituano, alegando la necesidad de reunificar la «tierra rusa» y liberar a los eslavos ortodoxos de la dominación católica. Este proceso culminó a finales del siglo XVIII con las particiones de Polonia, que superaron con creces el objetivo inicial, ya que condujeron a la desaparición del Estado polaco.
En el siglo XX, la Unión Soviética retomó implícitamente esta política al final de la Segunda Guerra Mundial, ampliando los territorios bielorrusos y ucranianos a costa de la Gran Polonia de entreguerras, bajo una lógica etnolingüística y religiosa. Aunque Vladímir Putin no utiliza oficialmente este concepto para justificar su política hacia Ucrania y Bielorrusia, la Federación de Rusia ha elevado al nivel de prioridad en su política exterior la defensa de los rusos y hablantes de ruso presentes en el llamado «extranjero cercano», que según el Kremlin conformarían el «mundo ruso» (russky mir). El presidente ruso aprovecha cada ocasión para afirmar que considera a rusos, ucranianos y bielorrusos como parte de un mismo pueblo. En julio de 2021, incluso dedicó un extenso artículo sobre la historia de las relaciones ruso-ucranianas titulado «Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos».
Al afirmar que lo ideal para Ucrania sería desarrollar una integración con Rusia siguiendo el modelo de la Unión Europea, y al denunciar lo que considera un proyecto occidental para convertir a Ucrania en una «Anti-Rusia» nacionalista, Vladímir Putin advierte que la continuidad de la política actual de las autoridades ucranianas podría tener graves consecuencias: «Y nunca toleraremos que nuestros territorios históricos y las personas que allí viven y nos son cercanas sean utilizados contra Rusia. A quienes intenten hacerlo, quiero decirles que destruirán su propio país».[2] Esta declaración, de tono enigmático, alude a una posible intervención rusa en Ucrania, que el líder del Kremlin justifica de antemano no solo por la presencia de rusos y rusoparlantes, sino también por la pertenencia histórica de estos territorios al Estado ruso.
La expansión de la Rusia imperial
Fuentes: Channon J., Atlas histórico de Rusia, Autrement, 1997; Marchand P., Atlas geopolítico de Rusia, Autrement, 2007; «Rusia en 1914, un imperio de 22 millones de km²», L’Histoire, septiembre de 2021.
Rusia histórica, historia milenaria
Los nazis pensaban que en pocas semanas
podrían apoderarse de la Unión Soviética,
de la Rusia histórica y milenaria. No funcionó.[3]
Vladímir Putin, 9 de mayo de 2019.
En 1862, el emperador Alejandro II inauguró con gran pompa un monumento que celebraba el Milenio de Rusia, en referencia al establecimiento en Nóvgorod en el año 862 del príncipe varego Riúrik, fundador de la primera dinastía rusa, que gobernó desde el siglo IX hasta el XVII, primero en Kiev, luego en Vladímir y finalmente en Moscú. Este acto buscaba reafirmar la continuidad entre las dos dinastías que habían presidido los destinos de Rusia y subrayar la antigüedad de la historia rusa en un contexto de intensos debates sobre la identidad rusa frente a la europeización. De hecho, destacar una historia milenaria refleja el deseo de las élites rusas de reivindicar la profundidad histórica de la cultura rusa y establecer una continuidad entre la Rusia de Kiev, el Imperio ruso y la Rusia contemporánea.
Este énfasis se dirigía, en primer lugar, a contrarrestar a una parte de los occidentalistas rusos que argumentaban que los rusos eran un pueblo sin profundidad histórica y cultural y que, por tanto, debían adoptar la cultura occidental para entrar en la modernidad. En su obra Apología de un loco, Piotr Chaadáyev escribió en 1837: «Pedro el Grande no encontró más que una hoja en blanco en su tierra, y con mano firme trazó sobre ella estas palabras: Europa y Occidente; desde entonces, fuimos de Europa y del Occidente. […] La verdadera historia de este pueblo comenzará el día en que asuma la idea que le fue confiada y a la que está llamado a dar forma».[4]
Esta perspectiva radical de la tabula rasa se afianzó en 1917 con la toma del poder por los bolcheviques, quienes intentaron reemplazar la cultura rusa por el marxismo internacionalista adoptado de Europa. Esta experiencia se repetiría, en su versión liberal, en la década de 1990, como observan los investigadores canadienses Yann Breault, Pierre Jolicœur y Jacques Lévesque:
Al igual que sus predecesores de finales del siglo XIX y principios del XX, los occidentalistas radicales que rodeaban a Yeltsin […] buscaban hacer tabla rasa del pasado soviético, así como de la vieja Rusia, para que la nueva pudiera integrarse plenamente en los «rangos del mundo civilizado» […]. Mostraban un idealismo desmedido, típico de situaciones revolucionarias y que rara vez se encuentra en la cúpula de un Estado, y por periodos breves. Consideraban que, sobre la base de la democracia y la economía de mercado, ya no existían divergencias fundamentales de intereses entre Rusia, Europa y Estados Unidos. Parecían querer dar la razón a Francis Fukuyama en su teoría del «fin de la Historia» […]. En su visión del mundo, la geopolítica y sus cálculos prácticamente habían desaparecido.[5]
De hecho, dos visiones de la identidad rusa se enfrentan en Rusia desde el siglo XIX: los occidentalistas (zapadniki), que buscan transformar la sociedad rusa inspirándose en modelos europeos, ya sean socialistas o liberales, y los eslavófilos, que sostienen que Rusia debe encontrar su propio camino de desarrollo basado en la ortodoxia y una organización social específicamente rusa (como la comuna campesina). Estas dos opciones han perdurado en diferentes formas hasta la actualidad (la oposición entre liberales prooccidentales y conservadores eurasiáticos) y tienden a debilitar la cohesión de las élites rusas y su capacidad para implementar una estrategia coherente a medio y largo plazo.
La movilización de la historia rusa por parte del Kremlin es, evidentemente, una reacción de las élites rusas actuales al episodio occidentalista de los años 1990, interpretado como un periodo de debilitamiento de la potencia rusa. De hecho, la reivindicación de la continuidad histórica es un tema central en Vladímir Putin, quien lo hizo incluir en la nueva constitución de 2020: «La Federación de Rusia, unida por una historia milenaria, preservando la memoria de los ancestros que nos transmitieron los ideales y la fe en Dios, así como la continuidad en el desarrollo del Estado ruso, reconoce la unidad estatal históricamente establecida» (artículo 67.1).
El presidente ruso también ha retomado el concepto de «Rusia histórica», desarrollado en la emigración rusa, que designa a Rusia dentro de sus fronteras imperiales y sugiere que esta representa una suerte de ideal en su desarrollo territorial. En julio de 2021, escribió:
La Ucrania moderna […] fue creada en gran medida a expensas de la Rusia histórica. Basta con comparar las tierras que se unieron al Estado ruso en el siglo XVII con los territorios con los que la República Socialista Soviética de Ucrania abandonó la Unión Soviética. Los bolcheviques consideraban al pueblo ruso como un material inagotable para sus experimentos sociales. Soñaban con una revolución mundial que, según ellos, eliminaría por completo a los Estados nacionales. Por eso trazaban fronteras de manera arbitraria y hacían generosos «regalos» territoriales. […]. Se puede debatir sobre los detalles o la lógica de esta o aquella decisión. Pero hay algo que es seguro: Rusia fue, en realidad, despojada.[6]
Como puede observarse, al pasar de la historia milenaria rusa a la Rusia histórica, Vladímir Putin desliza su discurso hacia el cuestionamiento de las fronteras establecidas tras la disolución de la URSS.
Rusia: una geopolítica encarnada
En 2020, Ursula von der Leyen anunció su intención de presidir una Comisión Europea «geopolítica», lo que fue interpretado, a menudo con escepticismo, como el deseo de la Unión Europea de consolidarse como una potencia por derecho propio frente a Estados Unidos, China y Rusia. El uso deliberado del enfoque geopolítico, tradicionalmente un tema tabú en Alemania, es una nueva muestra del liderazgo sin complejos de las élites alemanas en Europa. Por su parte, las élites rusas redescubrieron la geopolítica en el contexto muy diferente del colapso del Imperio soviético. Durante la década de 1990, liberadas del yugo marxista-leninista y posteriormente desilusionadas con el liberalismo occidentalista, retomaron a los pensadores rusos del siglo XIX, se familiarizaron con las teorías eurasiáticas y exploraron el pensamiento geopolítico occidental, principalmente anglosajón.
Una investigación cuidadosa sobre el poder de este país-continente. Hélène Richard
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Este interés tenía como objetivo, tanto reconectar con la tradición estratégica rusa como apropiarse de las aproximaciones occidentales, para intentar comprender las razones del colapso de la URSS, que Vladímir Putin calificó como «la mayor catástrofe geopolítica del siglo», y para analizar el lugar de la nueva Rusia en el mundo posterior a la Guerra Fría. Este renovado interés por la geopolítica por parte de las élites rusas refleja su intención de dotarse de herramientas conceptuales capaces de reconstruir un proyecto de poder. A diferencia de la Unión Europea, que en gran medida sigue siendo un espacio con poca reflexión geopolítica, Rusia, descrita como el «arquetipo de la potencia continental»[7], puede considerarse una geopolítica encarnada, dada su posición central en las grandes teorías geopolíticas.
Génesis de la oposición ruso-estadounidense en la geopolítica
Fue un francés quien realizó la primera mención de Rusia como una potencia con vocación mundial en oposición a la potencia estadounidense. Alexis de Tocqueville, un gran precursor del pensamiento geopolítico, que aplicó magistralmente al análisis de los procesos de expansión estadounidense, profetizó ya en 1840 el reparto del mundo entre Rusia y Estados Unidos en términos sorprendentes:
Hoy en la Tierra existen dos grandes pueblos que, partiendo de puntos diferentes, parecen avanzar hacia el mismo objetivo: son los rusos y los angloamericanos. Ambos crecieron en la oscuridad; y mientras las miradas de los hombres estaban ocupadas en otro lugar, ellos se colocaron de repente a la cabeza de las naciones, y el mundo conoció casi al mismo tiempo su nacimiento y su grandeza. Para alcanzar su objetivo, [el estadounidense] confía en el interés personal y deja actuar, sin dirigirlas, las fuerzas y la razón de los individuos. El [ruso] concentra, en cierto modo, toda la fuerza de la sociedad en un solo hombre. Uno tiene como principal medio de acción la libertad; el otro, la servidumbre. Sus puntos de partida son diferentes, sus caminos son diversos; sin embargo, cada uno de ellos parece llamado por un designio secreto de la Providencia a sostener un día en sus manos los destinos de la mitad del mundo.[8]
Si bien el carácter profético de este pasaje de La democracia en América, que anticipa el mundo bipolar con 100 años de antelación, resulta espectacular, la comparación entre Estados Unidos y Rusia —un país que Tocqueville no conocía— es cuestionable en varios aspectos. Por ejemplo, la afirmación de que ambas naciones se revelaron al mundo casi al mismo tiempo es, como mínimo, exagerada. En el momento en que Tocqueville escribe estas líneas, el Imperio ruso, cercano a su apogeo territorial, es considerado el «gendarme de Europa», gracias a sus victorias en las guerras napoleónicas que llevaron a sus soldados hasta París, constituyendo la intervención militar más occidental jamás realizada por el país. En cambio, Estados Unidos, con apenas cincuenta años de existencia, estaba aún ocupado en gran medida en la conquista y explotación de su territorio.
Por lo tanto, las dos potencias distaban mucho de ser comparables en términos de «antigüedad». En este caso, Tocqueville cede a la tradición del eurocentrismo, que conlleva la subestimación del papel del mundo no occidental en la Historia, una tendencia que sigue presente entre las élites occidentales. Sin embargo, en lo que respecta a Estados Unidos, Tocqueville logró identificar los grandes elementos que definirían su poder en el siglo XX: una posición geográfica y un territorio privilegiados, un notable dinamismo demográfico y económico, y una capacidad para proyectarse en el espacio mundial gracias al dominio de los océanos: «[Estados Unidos] se convertirá algún día en la primera potencia marítima del mundo. Están impulsados a adueñarse de los mares, como los romanos a conquistar el mundo».[9]
Alexis de Tocqueville reconoció la importancia del poder marítimo y predijo que Estados Unidos desempeñaría un papel principal en este ámbito, cincuenta años antes del almirante estadounidense Alfred Mahan, considerado el verdadero teórico del Sea Power. Mahan subrayó la necesidad de que Estados Unidos controlara los puntos neurálgicos esenciales para dominar el espacio marítimo mundial. Para alcanzar este objetivo, propuso una alianza estratégica con Gran Bretaña, poseedora de la mayoría de estos puntos clave, como los estrechos de Gibraltar, Ormuz y Singapur, el cabo de Buena Esperanza y el canal de Suez. De hecho, Estados Unidos se posiciona como el continuador geopolítico de Gran Bretaña a nivel mundial. Así, el rápido crecimiento de la expansión estadounidense debe considerarse en el contexto de la historia pluricentenaria de la expansión anglosajona en el mundo.
Sin embargo, la visión de Tocqueville sobre un reparto del mundo entre las potencias rusa y estadounidense también se abrió camino en la incipiente geopolítica rusa. El eslavófilo Nikolái Danilevski, considerado en Rusia como el auténtico teórico del concepto de civilización y fundador de la escuela geopolítica rusa, escribió en 1869: «Los dos nuevos obstáculos que son los únicos capaces de frenar a Europa en su camino hacia la hegemonía mundial y de establecer un verdadero equilibrio mundial son los Estados Unidos de América y Rusia».[10]
No obstante, esta idea de un entendimiento ruso-estadounidense para garantizar la estabilidad global fue rechazada por Konstantín Leóntiev, un pensador ruso antimodernista que defendía el establecimiento en Rusia de un socialismo monárquico con el objetivo de «congelar» al país para sustraerlo de las influencias liberales de Occidente. En 1889, Leóntiev también anticipó una oposición entre Rusia y Estados Unidos, incluso cuando el principal adversario de Rusia seguía siendo Gran Bretaña en el contexto del Gran Juego.[11] En una carta a un allegado, Leóntiev expresó esta oposición en términos que sugieren que esta tendría raíces ideológicas antiguas, no limitadas únicamente al periodo soviético:
Cuando pienso en la Rusia del futuro, considero como condición indispensable la aparición de pensadores y dirigentes que sean capaces de aplicar ese tipo de odio hacia toda esa América que ahora solo yo siento en el fondo de mi corazón impotente. ¡Mi sentimiento me profetiza que llegará un día en el que el zar eslavo-ortodoxo tomará las riendas del movimiento socialista y, con la bendición de la Iglesia, establecerá un modo de vida socialista en lugar de la burguesía liberal! […] ¡Y toda esa América… al diablo![12]
Tocqueville y Mahan presentan a Estados Unidos como la futura potencia marítima mundial; Danilevski anticipa que tanto Estados Unidos como Rusia cuestionarán la hegemonía europea; mientras que Tocqueville y Leóntiev coinciden en identificar una dimensión ideológica en la futura oposición entre Rusia y Estados Unidos.
Rusia-Eurasia, el «heartland» de la geopolítica mundial
Es necesario esperar hasta principios del siglo XX para que Rusia ocupe un lugar central en las principales escuelas geopolíticas. Fue un académico y político británico, sir Halford J. Mackinder, quien situó la potencia continental en el centro de sus teorías. Mackinder conceptualizó la existencia de un «pivote geográfico de la historia»[13] que ubicó en el corazón de Eurasia. Este espacio, al que llamó heartland, sería, para la potencia que lo controle, una especie de fortaleza inexpugnable desde la cual podría lanzarse a la conquista del mundo. Para Mackinder, la evolución del planeta se explica por la relación de fuerzas entre el heartland y las potencias marítimas. Aunque no lo menciona explícitamente, Mackinder teoriza, de hecho, la confrontación entre las potencias anglosajonas y Rusia, el Estado que domina el heartland.
Sin embargo, Mackinder no fue solo un teórico; también influyó directamente en el curso de la geopolítica mundial. No solo formó parte de la delegación británica que negoció el Tratado de Versalles, sino que también aplicó su teoría en la práctica como Alto Comisionado británico en el sur de Rusia (1919-1920), participando activamente en las intervenciones extranjeras durante la guerra civil rusa.
Una investigación cuidadosa sobre el poder de este país-continente. Hélène Richard
En este libro descubrimos una Rusia moderna, capaz de una gran flexibilidad técnica, económica y social; en definitiva, un adversario al que hay que tomar en serio. Emmanuel Todd
Estas cruciales décadas en la historia del siglo XX parecen confirmar por primera vez las teorías de Mackinder. De hecho, tras la confusión de los primeros años de la guerra civil, el territorio controlado hacia 1920 por los bolcheviques corresponde precisamente al heartland. No solo la nueva potencia comunista logra, desde una posición central, derrotar a sus enemigos coaligados, lo que confirma las ventajas inherentes al heartland, sino que los espacios periféricos que Mackinder había excluido de su «pivote geográfico de la historia» se pierden o son ocupados por tropas extranjeras: al oeste, Finlandia, Polonia y parte de Europa Central obtienen su independencia; al sur, las tropas alemanas ocupan una parte de Ucrania, mientras tropas anglo-francesas controlan las costas del mar Negro; y al este, Siberia Oriental es ocupada por Japón y Estados Unidos. Además, puede observarse que los territorios perdidos, aunque de manera más o menos temporal durante la guerra civil, corresponden aproximadamente a los que se convirtieron en repúblicas exsoviéticas independientes a partir de 1991.
Ya a principios de la década de 1920, el alemán Karl Haushofer, influido por Mackinder pero con objetivos completamente distintos, defendió la formación de un gran «bloque euroasiático del futuro»[14] para contrarrestar a las potencias anglosajonas. Con esta visión, celebró la firma del pacto germano-soviético en 1939, asociado al pacto de no agresión entre Japón y la URSS. El geopolítico alemán desarrolló a su manera la idea euroasiática en una época en la que el eurasianismo se estaba configurando en la emigración rusa del período de entreguerras. Sus principales exponentes fueron el lingüista Nikolái Trubetskói, el geógrafo Piotr Savitski y el historiador George Vernadski. Para los eurasianistas, Rusia-Eurasia constituye un continente-civilización completamente distinto y autónomo.
Al igual que Mackinder, pero sin referirse explícitamente a él, los eurasianistas consideran que Rusia-Eurasia ocupa una posición central en el corazón de la geopolítica mundial:
Rusia tiene mucho más fundamento que China para llamarse a sí misma «el Imperio del Medio» […]. Rusia-Eurasia es el centro del Viejo Mundo. Si eliminamos este centro, todas las demás partes, todo el sistema de márgenes (Europa, Oriente Próximo, Irán, India, Indochina, China, Japón) se transforman en una suerte de «templo en ruinas». Este mundo, situado al este de las fronteras de Europa y al norte de la Asia «clásica», es el vínculo que los une a todos. Esto es evidente en los tiempos modernos, y lo será aún más en el futuro.[15]
En contraposición a la historiografía tradicional, que se refiere al yugo tártaro-mongol para describir el periodo de dominación mongola, los eurasianistas consideran a Rusia como heredera del imperio de Gengis Kan. Aunque reconocen el origen eslavo de la población rusa y la influencia cultural de Bizancio, insisten en la especificidad de la cultura rusa, que definen como «eurasiática». Esta es la gran originalidad del eurasianismo: en lugar de destacar un único legado etnocultural, prefieren la continuidad histórica y geográfica de un imperio multiétnico. Así, la «Rusia-Eurasia» sería la heredera de los escitas, los hunos y los mongoles.
Estas concepciones llevan a los eurasianistas a defender la tolerancia interétnica y religiosa como condición indispensable para la cohesión de un imperio euroasiático. No obstante, una de sus motivaciones también es demostrar la absoluta extrañeza de Occidente para Rusia.
En esta perspectiva, y aunque percibe a la URSS como un imperio euroasiático heredero de Rusia y, antes de ella, del Imperio mongol, Nikolái Trubetskói sostiene que el gobierno comunista simplemente continúa, a su manera, la europeización de Rusia iniciada por Pedro I, «destruyendo los fundamentos espirituales de la vida rusa, su especificidad nacional, e introduciendo en Rusia las concepciones materialistas que son, de facto, dominantes en Europa y América».[16]
De hecho, los eurasianistas no solo reinterpretan la historia rusa, sino que también buscan elaborar un programa para Rusia una vez liberada del comunismo. En 1925, Nikolái Trubetskói escribe:
En las relaciones internacionales, la futura Rusia, consciente depositaria del legado de Gengis Kan, no buscará convertirse en una potencia europea, sino que intentará mantenerse alejada de Europa y de la civilización europea. Aprendiendo las lecciones del pasado, seguirá el desarrollo de la técnica europea y adoptará los elementos que le sean necesarios, pero se protegerá por todos los medios de las ideas europeas, de la visión del mundo europea y del espíritu de la cultura europea.[17]
El pensamiento geopolítico desarrollado por Mackinder y los eurasianistas a principios del siglo XX sigue influyendo en las concepciones de las élites tanto en Rusia como en Occidente. En El gran tablero mundial, publicado en 1997, Zbigniew Brzezinski, exasesor del presidente de Estados Unidos e influyente miembro del establishment estadounidense, hace referencia directa a estas ideas. Gran parte de su análisis es, por lo demás, un desarrollo adaptado a las condiciones geopolíticas contemporáneas de las teorías de Mackinder y de su discípulo estadounidense, Spykman. En el sistema de Brzezinski, al igual que en el de sus predecesores, Eurasia ocupa el centro de la geopolítica mundial, y Rusia sigue siendo el principal adversario de las potencias anglosajonas.
Esto resulta aún más notable, porque el autor escribe a mediados de la década de 1990, un periodo en el que Rusia atraviesa una crisis sin precedentes, lo que lleva a la mayoría de los analistas a considerar que Moscú no puede aspirar más que al rango de potencia regional. Brzezinski no comparte esta visión. No solo prefiere a Rusia antes que a China como adversario estratégico para Estados Unidos, sino que, también, propone continuar el acercamiento con esta última para contrarrestar un probable resurgimiento de Moscú:
En el conjunto de Eurasia, solo un fortalecimiento del entendimiento estratégico entre Estados Unidos y China podría consolidar el pluralismo. En consecuencia, una política destinada a incluir a este último país en un diálogo estratégico serio […] representa el primer paso necesario para incentivarlo a interesarse en un acuerdo con Estados Unidos, un acuerdo que refleje los intereses geopolíticos comunes de ambos países (particularmente en el noreste de Asia y Asia Central).[18]
Según Brzezinski, uno de los principales objetivos de Estados Unidos en el espacio postsoviético es impedir cualquier acercamiento entre Rusia y Ucrania, ya que, según él, sin Ucrania, Rusia dejaría de ser un imperio. Esto demuestra que, a diferencia de las élites liberales rusas de los años 1990, que parecían creer en el fin de la historia y de la geopolítica, las élites estadounidenses continúan pensando en términos de relaciones de poder y no ven en la Rusia de Borís Yeltsin a un socio en proceso de democratización, sino a un adversario potencial cuyo regreso a la escena internacional Brzezinski ya anticipaba:
Rusia, huelga decirlo, sigue siendo un jugador de primer nivel. Esto, a pesar del debilitamiento del Estado y del prolongado malestar del país. Su sola existencia ejerce una influencia significativa sobre los nuevos Estados independientes de la ex-Unión Soviética. Rusia tiene altas ambiciones geopolíticas que expresa de manera cada vez más abierta. Tan pronto como recupere sus fuerzas, todos sus vecinos, tanto al este como al oeste, tendrán que contar con su influencia.[19]
El escenario de un regreso de Moscú a la escena internacional, pronosticado por Zbigniew Brzezinski en los años 1990, se basa en precedentes históricos que prueban la capacidad del Estado ruso para superar fases de graves dificultades internas. También se fundamenta en el hecho de que Rusia conserva, debido a su posición geográfica y su tamaño territorial, el potencial necesario para llevar a cabo una política de gran potencia.
Una investigación cuidadosa sobre el poder de este país-continente. Hélène Richard
En este libro descubrimos una Rusia moderna, capaz de una gran flexibilidad técnica, económica y social; en definitiva, un adversario al que hay que tomar en serio. Emmanuel Todd
En las fuentes del poder
A pesar de las considerables pérdidas territoriales derivadas de la disolución de la URSS, Rusia sigue siendo un país continental cuyas dimensiones son difíciles de comprender más allá de los superlativos. La Federación de Rusia sigue siendo el Estado más extenso del planeta, con 17 millones de km², lo que equivale a 33 veces el tamaño de Francia y el doble del de Brasil. La superficie del territorio ruso es comparable a la de todo el continente sudamericano. La distancia en línea recta entre Kaliningrado y Vladivostok es de 7350 km, mientras que Moscú está a solo 2500 km de París, lo que ilustra tanto las vastas extensiones bajo el control ruso como las proximidades físicas que contrastan con realidades políticas muy distintas.
La inmensidad del territorio ruso es sinónimo de abundancia en recursos naturales, cuya riqueza ha influido profundamente en el desarrollo del país. Rusia es también un Estado multinacional, donde Moscú debe gestionar una diversidad etnonacional y religiosa que lleva consigo el peso del legado soviético en esta materia. Tres cuartas partes de sus 145 millones de habitantes residen en la Rusia europea, mientras que la parte asiática del país (Siberia y el Lejano Oriente) alberga apenas un cuarto de la población, distribuidos en tres cuartas partes del territorio, donde las densidades demográficas son particularmente bajas.
Recursos abundantes
No es casualidad que un ruso, Dmitri Mendeléyev, haya sido el creador en 1869 de la tabla periódica de los elementos, muchos de los cuales se encuentran en mayor o menor proporción en el subsuelo del país. Rusia ocupa el primer lugar mundial en reservas de gas y el segundo en reservas de carbón. También posee las cuartas mayores reservas de uranio y las quintas de petróleo convencional. El gas, el petróleo y el carbón representan por sí solos cerca de dos tercios de las exportaciones rusas.
Rusia, el segundo mayor productor mundial de diamantes, también produce una considerable cantidad de metales no ferrosos (níquel, platino, oro, entre otros) y sigue siendo un importante productor de acero y aluminio. Ya en el siglo XVII, Moscú se apoyaba en estos recursos para desarrollar una industria orientada principalmente a satisfacer las necesidades armamentísticas del país, una tradición que fue retomada y sistematizada por la Unión Soviética, que convirtió la industria pesada en el núcleo de una economía fuertemente militarizada.
El país también desarrolla la producción de minerales estratégicos utilizados en las nuevas tecnologías industriales. Es el primer productor mundial de paladio y ha comenzado a invertir en tierras raras, de las cuales posee abundantes reservas, aunque su producción está completamente dominada por China. Sin embargo, más allá de la riqueza del subsuelo ruso, la importancia de las reservas es muy desigual según el tipo de mineral, y su explotación depende de fuertes inversiones, que pueden ser más o menos rentables. Por esta razón, Rusia importa ciertas materias primas necesarias para su industria, como la bauxita o el uranio.
Además, aunque existan yacimientos conocidos, el acceso a los recursos suele ser complicado debido a las condiciones climáticas y a las dificultades derivadas de la lejanía de las infraestructuras de transporte, un fenómeno que tiende a agravarse a medida que los nuevos yacimientos se localizan cada vez más al norte (regiones árticas) y al este (Siberia oriental y Lejano Oriente).
Rusia es también un país de altas latitudes, lo que implica condiciones de vida y explotación difíciles en una parte importante de su territorio. Más del 90% del territorio ruso se encuentra al norte del paralelo 50, una situación comparable a la de Canadá. Además, la gran masa euroasiática coloca al espacio ruso en una posición de hipercontinentalidad debido a su lejanía de los «mares cálidos»: «en su configuración territorial actual, el 91% de su superficie y el 88% de su población están a más de 500 km de un litoral “accesible para la navegación durante todo el año”»[20], una situación inversa a la del resto del mundo, donde la población y las actividades se concentran mayoritariamente en las regiones costeras.
Sin embargo, la abundancia de recursos no se limita al subsuelo. A pesar de la extensión de zonas climáticas difíciles y ecosistemas inhóspitos (tundra, taiga, zonas pantanosas y montañosas), Rusia sigue estando bien dotada de tierras agrícolas, con una superficie agrícola útil que representa el 13% de su territorio. Las tierras arables constituyen aproximadamente el 8% del total, lo que equivale a 0,9 hectáreas de tierras arables por habitante, frente a 0,3 en el caso de Francia. Con sus grandes ríos, el país también cuenta con un importante potencial de producción hidroeléctrica, en parte aprovechado en la región del Volga y en el sur de Siberia. Además, Rusia es conocida por sus bosques, que cubren aproximadamente la mitad de su territorio: con el 20% de las superficies forestales mundiales, posee la mayor extensión de bosques del mundo, superando a Brasil. Es un importante exportador de madera hacia la Unión Europea y China, aunque el Kremlin está endureciendo progresivamente su control sobre el sector para fomentar su transformación dentro de Rusia.
De hecho, aunque esta abundancia de recursos garantiza importantes ingresos al Estado ruso, el principal desafío radica en la mejora de las industrias de transformación, así como en la diversificación y modernización de la economía. La ordenación de un territorio tan vasto también plantea un reto significativo, especialmente debido al alto costo de las infraestructuras de transporte necesarias para conectar núcleos de población relativamente poco habitados.
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Un país multiétnico
Más allá de la diversidad de recursos y paisajes, la inmensidad del territorio ruso también implica una notable diversidad etnolingüística y religiosa. Es cierto que, tras la pérdida de las periferias con la caída de la URSS, los rusos étnicos se han convertido en una amplia mayoría dentro de la nueva Rusia, representando cerca del 80% de la población total. Sin embargo, el país cuenta con más de 190 nacionalidades (etnias) distribuidas de manera desigual en el territorio, con cifras que van desde unos pocos cientos hasta varios millones de habitantes.
Además de los rusos étnicos, los tártaros constituyen el principal grupo nacional, con más de 5 millones de personas (es decir, el 3,7% de la población total), seguidos por los ucranianos (aproximadamente 2 millones), los baskires (1,6 millones) y los chuvasios (1,4 millones). La región donde los no rusos son proporcionalmente más numerosos es el Cáucaso Norte, aunque su población está dividida en una gran variedad de grupos étnicos, algunos de los cuales cuentan con una república epónima (Chechenia, Ingusetia, Osetia, entre otras).
Las principales confesiones religiosas históricas, que cuentan con el estatus privilegiado de «religiones tradicionales» reconocido por la legislación rusa, son la ortodoxia (75%), el islam (menos del 10%), el budismo y el judaísmo.
La estructura administrativa de Rusia, heredada de la gestión soviética de las nacionalidades, refleja esta diversidad a través de la organización federal del país. Tras la disolución de la URSS, la Federación de Rusia estaba compuesta por 89 sujetos (regiones) con diferentes estatus: 46 oblast y 9 kraï que corresponden a simples divisiones administrativas, mayoritariamente habitadas por rusos étnicos; dos ciudades federales (San Petersburgo y Moscú), que también son los dos «sujetos» más poblados; 21 repúblicas y 10 territorios autónomos creados bajo una lógica étnica.
En la década de 1990, esta compleja estructura administrativa sirvió de telón de fondo a las fuerzas centrifugas que se manifestaron abiertamente gracias a la crisis multiforme en la que se encontraba sumido el Estado ruso. El conflicto checheno fue su expresión más grave, aunque las demandas de autonomía de otros territorios también rozaron el independentismo, como en el caso de Tartaristán. El gobierno central estaba entonces tan debilitado que se vio obligado a firmar tratados de reparto de competencias con la mitad de los sujetos de la Federación, en el marco de un «federalismo a la carta».
A principios de la década de 2000, Vladímir Putin emprendió la tarea de restablecer la «vertical del poder» y agrupó a todos los sujetos federales en siete distritos federales, encabezados por un superprefecto encargado de alinear las constituciones de las repúblicas y las leyes regionales con la Constitución y las leyes federales. Además, los gobernadores perdieron su estatus de senadores (y, por lo tanto, su inmunidad parlamentaria), y, en 2004, el Kremlin recuperó el derecho de destituirlos de sus funciones.
El gobierno ruso aprovechó la oportunidad para reformar la recaudación fiscal a favor del gobierno federal, lo que le permitió recuperar su capacidad de redistribución. De manera más amplia, Vladímir Putin consideró inaceptable que ciertos sujetos federales (las repúblicas) disfrutaran de un trato privilegiado en comparación con otros. Por ello, impuso una uniformización en las relaciones entre el centro y las regiones, aunque los territorios étnicos (repúblicas y territorios autónomos) conservaron una mayor autonomía en el ámbito lingüístico y cultural.
Sin embargo, en más de la mitad de las repúblicas y territorios autónomos, los rusos étnicos son mayoría, y menos de una decena de repúblicas de pequeño tamaño tienen una mayoría no rusa significativa, lo que limita considerablemente los riesgos reales para la integridad territorial del país, con la posible excepción del Cáucaso Norte. La fusión de algunos territorios autónomos con sus regiones de origen a principios de la década de 2000 redujo el número de sujetos a 83. Sin embargo, la anexión de Crimea en 2014, aunque no reconocida por la comunidad internacional, condujo a la creación de dos sujetos adicionales (la República de Crimea y la ciudad federal de Sebastopol), integrados a marchas forzadas en el marco jurídico ruso.
Por un lado, la recentralización promovida por Putin puso fin a una situación cercana a la anarquía, unificó el espacio legal y normativo ruso y limitó los excesos derivados de la colusión entre gobernadores y sectores económicos regionales. Por otro lado, la rotación de gobernadores sin vínculos locales, combinada con la centralización de los ingresos presupuestarios, ha restringido significativamente la capacidad de los ejecutivos regionales para invertir en el desarrollo estructural de sus territorios.
Rusia europea: Moscú y el desierto ruso
Con aproximadamente 3,8 millones de km², la Rusia europea representa un poco menos de una cuarta parte de la superficie total del país, pero abarca un tercio del continente europeo y es equivalente a siete veces el tamaño del territorio francés. Esta región se extiende desde las fronteras occidentales del país (con las Repúblicas Bálticas, Bielorrusia y Ucrania) hasta la cordillera de los Urales, y desde el mar de Barents en el norte hasta las cadenas montañosas del Cáucaso en el sur.
La Rusia europea cuenta con una población de aproximadamente 110 millones de habitantes, lo que representa más de las tres cuartas partes de la población total de Rusia. Además, en esta región se encuentran la gran mayoría de las principales ciudades del país, consolidándola como el núcleo demográfico, económico y político de la Federación Rusa.
La nueva Rusia
Fuente: Compilación del autor.
La concentración de riquezas y servicios en las capitales rusas —San Petersburgo y, especialmente, Moscú y su región— genera un potente flujo migratorio desde todo el territorio ruso, sobre todo desde las periferias (Cáucaso, Siberia y el Lejano Oriente), lo que agrava ciertos desequilibrios demográficos y territoriales preexistentes. Así, aunque Rusia enfrenta una crisis demográfica desde la caída de la URSS, Moscú y su región han experimentado un crecimiento demográfico constante gracias al flujo migratorio procedente del resto de Rusia y de las repúblicas exsoviéticas. Si la megalópolis moscovita ya contaba con 15,6 millones de habitantes en 1990 (menos del 11% de la población rusa), para 2020 alcanzó los 20,4 millones (el 14% del total).
De hecho, Moscú forma parte de las grandes metrópolis mundiales por su concentración de actividades de mando político (gobierno federal ruso, parlamento, etc.), económico (sedes de casi todos los grandes conglomerados rusos) y de flujos financieros internos y externos. A pesar de la caída de la URSS, la capital rusa sigue proyectando su influencia más allá de las fronteras de la Federación de Rusia, gracias a los considerables recursos financieros, la influencia de Rusia en su entorno inmediato y la ausencia de competencia en su espacio de referencia. La aglomeración moscovita es la más poblada del continente europeo y, sobre todo, el único centro urbano de nivel global en toda Eurasia septentrional.
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Moscú también ejerce una notable influencia cultural y mediática (el show-business moscovita cuenta con recursos financieros significativos) sobre toda la Eurasia postsoviética y las diásporas rusohablantes (Israel, Alemania, entre otras). Sin embargo, aunque esta situación permite a Rusia integrarse en redes globales y refuerza su influencia en el extranjero cercano, también contribuye a los desequilibrios territoriales que enfrentan Moscú y el «desierto ruso», así como la parte europea de Rusia frente a la asiática. Estos desequilibrios se ven amplificados por las deficiencias en las infraestructuras sociales y de transporte.
La Rusia central que rodea a la capital sufre una auténtica desertificación como resultado combinado de la atracción ejercida por la aglomeración moscovita y de un medio rural marcado por una agricultura en crisis. Sin embargo, en los últimos años se observa un renacimiento en las ciudades medianas de la región, impulsado por el desarrollo del turismo interno y la llegada de neo-rurales que huyen de la megalópolis moscovita.
No obstante, otros dos polos contribuyen a un cierto reequilibrio territorial dentro de la Rusia europea.
En primer lugar, San Petersburgo, la «segunda capital», cuenta, al igual que Moscú, con el estatus de ciudad federal y una población de 5,3 millones de habitantes (más de 7 millones si se incluye el extenso oblast de Leningrado). Situada en el golfo de Finlandia, San Petersburgo ha retomado su papel como la ventana de Rusia hacia Europa tras la independencia de los Estados bálticos. Las autoridades rusas han implementado una política de redireccionamiento de los intercambios comerciales hacia San Petersburgo y su región, con la construcción de nuevos puertos en las costas del golfo de Finlandia, y han incentivado a las grandes empresas rusas a invertir allí, como hizo Gazprom al trasladar su sede a esta ciudad (véase capítulo 3).
Por otro lado, al sur del país, el krai de Krasnodar, tercera región de Rusia por población con 5,6 millones de habitantes, es un territorio atractivo que se beneficia del desarrollo portuario (como el puerto de Novorosíisk para exportaciones de petróleo y cereales) y turístico en su costa del mar Negro, además de contar con una agricultura dinámica y diversificada. La ciudad de Sochi, un importante centro turístico con su riviera y sus estaciones de esquí, se ha consolidado como la tercera capital rusa debido al aprecio que le tiene el presidente Putin, quien la visita regularmente y recibe allí a sus invitados de alto nivel.
El sur de Rusia y su fachada del mar Negro han ganado importancia con la anexión de Crimea y Sebastopol, lo que ha llevado a las autoridades federales a realizar importantes inversiones en infraestructura, como el puente de Crimea, beneficiando a toda la región.
Más al este, las ciudades de Kazán (capital de Tartaristán), ubicada en la región del Volga, y Ekaterimburgo, considerada la capital de los Urales, destacan por su dinamismo gracias a una industria diversificada, infraestructuras relativamente desarrolladas y conexiones internacionales. Suficientemente alejadas de Moscú como para no verse afectadas por su competencia, estas ciudades actúan como puntos de enlace entre la capital rusa y las regiones productoras de materias primas situadas más al norte y al este.
Algunas otras ciudades también de más de un millón de habitantes se encuentran en la región del Volga, como Nizhni Nóvgorod, Samara y Volgogrado. En teoría, deberían contribuir a la cohesión territorial actuando como polos regionales, pero enfrentan dificultades para consolidar su papel debido a problemas económicos recurrentes y a la falta de una adecuada estructuración funcional del sistema urbano.
El Cáucaso Norte, de mayoría musulmana, es una de las pocas regiones con un saldo natural claramente positivo, pero también es una de las más pobres de la Federación Rusa, con altas tasas de desempleo que van acompañadas de tensiones sociales y etnorreligiosas, además de una fuerte emigración hacia los grandes centros urbanos del país. Para atender mejor las particularidades de esta región, el Kremlin creó un distrito federal específico para el Cáucaso Norte en 2010.
Rusia asiática: el «hinterland» del poder ruso
«El poder ruso se desarrollará en Siberia y en el océano Ártico».
Mijaíl Lomonósov, 1763.
La Rusia asiática, que incluye Siberia y el Lejano Oriente ruso, se caracteriza por la inmensidad de su territorio, contribuyendo significativamente a que la Federación de Rusia siga siendo un país-continente. Con 13,2 millones de km², la parte asiática de Rusia representa algo más del 74% del territorio ruso, una superficie mayor que la de cualquier otro país del mundo: solo su territorio asiático hace de Rusia el país más extenso de Asia, muy por delante de China (9,6 millones de km²). La Rusia asiática, que ocupa toda la parte septentrional del continente asiático, es una vasta unidad que se extiende de este a oeste a lo largo de 6000 km (desde los montes Urales hasta el océano Pacífico) y de norte a sur a lo largo de 2000 km (desde el océano Glacial Ártico hasta las fronteras con China y Mongolia). Con menos de 33 millones de habitantes, equivalente a la población total de Canadá, es un espacio marcado por una densidad poblacional extraordinariamente baja (2,3 habitantes por kilómetro cuadrado), aunque esta densidad varía considerablemente entre las regiones septentrionales, de asentamiento disperso, y las zonas meridionales y occidentales, relativamente más densas.
El asentamiento de la Rusia asiática ha sido históricamente impulsado de manera voluntarista por un Estado central interesado en controlar mejor estos espacios y asegurar una fuerza laboral suficiente para explotar sus recursos. Sin embargo, con el fin de los beneficios sociales proporcionados por el sistema soviético, los flujos migratorios se invirtieron bruscamente, resultando en un masivo movimiento de personas hacia el oeste y el sur de Rusia. En total, la Rusia asiática perdió 2,6 millones de habitantes entre 1989 y 2006.
Ante esta situación preocupante, las autoridades rusas han emprendido la reintegración del desarrollo de las regiones orientales en una estrategia global, implementada a través de un ministerio específico para el desarrollo del Lejano Oriente ruso, creado en 2012. Las autoridades están modernizando las principales rutas de transporte y construyendo nuevas infraestructuras energéticas. Además, Moscú ha retomado una política de incentivos financieros, incluyendo beneficios fiscales y la subvención de conexiones aéreas entre el Lejano Oriente ruso y la Rusia europea. Finalmente, el Kremlin parece estar considerando más seriamente las especificidades regionales de sus vastas posesiones asiáticas.
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La Siberia occidental está profundamente integrada en la economía de la Rusia europea, a la que suministra materias primas. La producción de petróleo y gas de esta región es un pilar central de la prosperidad económica de la Rusia contemporánea: a pesar de las condiciones de extracción particularmente complejas, la Siberia occidental aporta dos tercios de la producción petrolera rusa y más del 90% de la extracción de gas. La industria extractiva se concentra en la parte septentrional de la Siberia occidental, especialmente en los distritos autónomos de Yamalo-Nenets y Janty-Mansi, que dependen del oblast de Tiumén. Aunque la mayor parte de los ingresos es absorbida por el centro federal, esta región es la más rica de Rusia después de Moscú. La parte meridional de la Siberia occidental, menos próspera, se caracteriza, no obstante, por una economía más diversificada. Con 1,5 millones de habitantes, Novosibirsk, la tercera ciudad más grande de Rusia, se presenta como la verdadera «capital» de Siberia.
La Siberia oriental está emergiendo gradualmente como un nuevo centro de producción de hidrocarburos. Su posición periférica respecto a las grandes regiones de consumo de Rusia y Europa, junto con el fuerte crecimiento de la demanda asiática, ha llevado a las autoridades rusas a fomentar la construcción de oleoductos orientados hacia el Lejano Oriente ruso y China, como es el caso del oleoducto Siberia Oriental-Pacífico. En las cercanías del ferrocarril Transiberiano, la aglomeración de Krasnoyarsk alcanzó el millón de habitantes en 2012, lo que confirma un resurgimiento de dinamismo ligado, en particular, a su función como base de operaciones para los frentes pioneros en la cuenca inferior del Yeniséi.
El Lejano Oriente ruso, a diferencia del resto del territorio del país, está dominado por grandes cadenas montañosas que cubren cerca de nueve décimas partes de su superficie y separan la Siberia oriental de la costa del Pacífico. Los costos y las dificultades técnicas asociados con la construcción de infraestructuras en vastas áreas montañosas prácticamente deshabitadas han frenado la creación de un espacio económico unificado y coherente. Así, la construcción de la línea ferroviaria del BAM (Magistral Baikal-Amur) comenzó en la década de 1930 y se prolongó durante más de medio siglo, generando gastos significativos en las décadas de 1970 y 1980. Con cerca de 4300 km de longitud, el BAM atraviesa el norte del lago Baikal y llega hasta el estrecho de Tartaria, frente a la isla de Sajalín.
Actualmente, las autoridades rusas están invirtiendo en aumentar la capacidad del BAM, que se utilizará prioritariamente para el transporte de materiales pesados (como la exportación de carbón), mientras que el Transiberiano se destinará principalmente al transporte de pasajeros y contenedores. En Transbaikalia, también se completó en 2010, casi un siglo después del Transiberiano, el último tramo de la autopista que conecta Moscú con Vladivostok.
La parte meridional del Lejano Oriente, situada en la costa del Pacífico, es la más poblada y mejor desarrollada: más de tres cuartas partes de la población del Lejano Oriente y casi la totalidad de su actividad agrícola están concentradas allí. En esta región se encuentran las dos principales aglomeraciones, Jabárovsk (570.000 habitantes) y Vladivostok (620.000 habitantes), ambas situadas a unas decenas de kilómetros de la frontera con China. Es precisamente en esta área donde las preocupaciones rusas sobre la presión demográfica china parecen más justificadas. Sin embargo, con una población estimada en unas 150.000 personas en todo el Lejano Oriente ruso, la presencia china sigue siendo relativamente modesta e incluso inferior a lo que era a principios del siglo XX. Además, el noreste de China es la única región del país que está perdiendo población debido a la emigración hacia las regiones más prósperas del sur. Por lo tanto, la presión demográfica china está sobreestimada y es cada vez menos relevante, ya que China también enfrenta importantes problemas de envejecimiento y déficit de nacimientos.
En cualquier caso, el Primorie y su capital, Vladivostok, se han abierto significativamente al comercio con sus vecinos asiáticos, y las autoridades rusas intentan convertir esta apertura en una ventaja para integrar a Rusia en la dinámica económica de la región Asia-Pacífico.
El Gran Norte ruso: un espacio estratégico
El Gran Norte ruso fue objeto de una política de desarrollo y asentamiento planificado durante la Unión Soviética. Inicialmente, esta política se caracterizó por métodos mayoritariamente coercitivos, como el trabajo forzado en los Gulags. Posteriormente, estuvo acompañada de una serie de medidas de incentivo, entre las cuales destacó la emblemática «prima del norte».
El colapso de la URSS puso un abrupto fin a esta política, dejando a las poblaciones de estas regiones a su suerte. Esto provocó un declive demográfico mucho más pronunciado que en el resto de Rusia, acompañado de una mortalidad extremadamente alta debido a problemas socioeconómicos agravados. Sin embargo, aunque la fuerte emigración que afectó al Gran Norte se presentó a menudo de manera negativa, describiéndola como un retroceso del ecúmene ruso, en muchos casos estas salidas masivas representan un ajuste necesario. Este éxodo corrigió décadas de asentamiento planificado que, aunque muy costoso, no siempre estuvo justificado desde un punto de vista económico ni humano, dadas las duras condiciones de vida en las altas latitudes.
De hecho, uno de los paradojas de la situación heredada de la era soviética es que el Gran Norte ruso aparece como relativamente «sobrepoblado» en comparación con otros territorios en latitudes similares, como Alaska o el Gran Norte canadiense.
A finales de la década de 2000, el Estado ruso emprendió un retorno al Gran Norte con el objetivo de reafirmar gradualmente su control sobre una periferia estratégica en términos de recursos. Esta «reconquista» se formalizó en 2008 con la adopción por parte del Kremlin de los «Principios de la política estatal de la Federación de Rusia en el Ártico», que definieron los territorios de la «zona ártica» en continuidad con las definiciones establecidas durante la Unión Soviética, y establecieron programas específicos de desarrollo que trascienden la división administrativa regional.
Se destacan dos ejes complementarios de desarrollo: la intensificación de la explotación de recursos mineros, en particular de hidrocarburos, destinada a consolidar los ingresos derivados de su extracción y exportación; y el desarrollo de la Ruta Marítima del Norte (sevmorput’), con la ambición de convertirla en una vía de tránsito clave entre Asia y Europa.
La gran mayoría de los hidrocarburos rusos ya se explotan en el Gran Norte (Siberia occidental). Sin embargo, el subsuelo de las regiones árticas contiene también otras riquezas mineras, algunas de las cuales comenzaron a ser aprovechadas durante la Unión Soviética. En este contexto, la ciudad de Norilsk es un caso paradigmático. Considerada como la aglomeración más septentrional del mundo, con aproximadamente 180.000 habitantes, acumula superlativos asociados al complejo metalúrgico para el cual fue construida por prisioneros del Gulag en los años 1930. El complejo produce el 35% del paladio a nivel mundial, el 25% del platino y el 20% del níquel global.
Los ingresos generados son tan significativos que permiten al complejo, ahora controlado por un grupo de oligarcas, ofrecer incentivos importantes para atraer a trabajadores cualificados, a pesar de las extremas condiciones de vida derivadas de la latitud y de una contaminación de gran magnitud.
Concebida ya en el siglo XVIII por Lomonósov como un eje de desarrollo del poder ruso, la Ruta Marítima del Norte fue desarrollada durante la Unión Soviética con el objetivo de disponer de un corredor marítimo independiente que permitiera romper el aislamiento de las regiones septentrionales del país. Con el cambio climático, que ha alargado el periodo de navegación, las autoridades rusas ahora promueven esta vía como una alternativa para las conexiones marítimas entre Asia y Europa. En la práctica, aunque el tráfico ha aumentado de manera constante desde principios de la década de 2010, este incremento se debe principalmente a la exportación de recursos rusos al mercado mundial.
El tráfico internacional aún enfrenta numerosas limitaciones: necesidad de embarcaciones con cascos resistentes, escasez de infraestructuras portuarias y de navegación, dependencia de rompehielos, noches polares, entre otros factores. No obstante, las autoridades rusas han comenzado a invertir en infraestructuras portuarias, dotándolas de centros de rescate, y a construir una flota, única en el mundo, de rompehielos con propulsión nuclear.
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Además, Rusia se basa en la Convención de la ONU sobre el Derecho del Mar para sustentar sus reivindicaciones territoriales sobre la cuenca ártica. Moscú busca extender su frontera marítima hasta el Polo Norte, lo que incluiría una zona de aproximadamente 1,2 millones de km². Este proyecto no solo persigue la explotación de inmensas reservas potenciales de recursos minerales y energéticos en el lecho marino, sino también el fortalecimiento de su control sobre la Ruta Marítima del Norte en un contexto de deshielo del Ártico. En 2001, Rusia presentó una solicitud oficial ante la ONU para que se reconociera la extensión de su plataforma continental, argumentando que las dorsales Lomonósov y Mendeléiev son extensiones naturales del territorio ruso.
La importancia estratégica de este espacio para el poder ruso explica la reactivación de infraestructuras militares a lo largo de los 22.600 km de costa que conforman la fachada ártica rusa. Este esfuerzo busca tanto controlar un área estratégica para la economía rusa como consolidar la capacidad de disuasión nuclear del país, basada especialmente en los submarinos nucleares construidos en Severodvinsk, cerca de Arcángel, y estacionados en el mar de Barents y la península de Kola.
Los fundamentos del poder ruso están definidos por la inmensidad de su territorio y su posición geográfica en el corazón de Eurasia (heartland). La vastedad del territorio es sinónimo de abundancia en recursos naturales y de profundidad estratégica, mientras que la posición geográfica de Rusia le permite establecer relaciones directas e independientes con un gran número de Estados y regiones situados en la periferia del continente eurasiático. Esta condición de potencia continental central le proporciona una especie de protección frente a las potencias externas (marítimas) y, por lo tanto, una cierta libertad de acción. Estos elementos, bien conocidos en la tradición geopolítica anglosajona, permitieron a Zbigniew Brzezinski predecir el retorno de Rusia (al tiempo que proponía hacer todo lo posible para evitarlo) en un momento en que muchos la consideraban fuera del juego de manera duradera.
Sin embargo, estas mismas características son fuente de limitaciones, entre las que se encuentran las dificultades para controlar su territorio (distancias, diversidad de entornos y poblaciones, continentalidad), un relativo aislamiento (dificultades de acceso al océano global) y la presión de las potencias vecinas sobre sus márgenes. De hecho, la Rusia contemporánea es vecina de las principales grandes potencias económicas: la Unión Europea, China, Japón y Estados Unidos, al tiempo que lidia con regiones inestables pero estratégicas (Medio Oriente, Cáucaso, Irán, Asia Central/Afganistán, entre otras).
La posición «central» de Rusia parece reforzada por la situación geopolítica contemporánea, lo que le permite avanzar en el reequilibrio de sus relaciones económicas con Europa, favoreciendo un mayor activismo en sus vínculos con Asia-Pacífico. Sin embargo, al mismo tiempo, la expansión de las estructuras euroatlánticas en el oeste y el dinamismo chino en el este amenazan con relegar a Rusia a un espacio periférico dominado por las potencias europeas y asiáticas. Esta dialéctica entre centralidad geopolítica y el riesgo de marginalización económica y demográfica, aunque no es nueva en la historia rusa, ejerce una influencia significativa en el comportamiento de las élites políticas rusas contemporáneas.
* Capítulo del libro: ‘Rusia: el regreso de la potencia’, de David Teurtrie (Edición en español, Hypermedia, 2024).
Sobre el autor:
David Teurtrie, doctor en Geografía Política, es profesor titular y director del Máster en Políticas Públicas en el Institut Catholique d’Études Supérieures (ICES). También es director del Observatorio Francés de los BRICS y profesor en el Institut National des Langues et Civilisations Orientales (INALCO) y en el ISIT (París). Sus investigaciones se centran en la geopolítica y la geoeconomía de Rusia y Eurasia, así como en las organizaciones posoccidentales (OCS, BRICS). Miembro del Instituto de Estudios Eslavos, David Teurtrie ha ocupado cargos en Rusia y en el Cáucaso del Sur dentro de la red cultural del Ministerio de Asuntos Exteriores de Francia. Su libro Russie : le retour de la puissance (Dunod, 2024) ha sido galardonado con el premio Albert Thibaudet de la Academia de Ciencias Morales y Políticas.
Notas:
[1] En la ortodoxia, el patriarcado es una iglesia autocéfala sometida a la autoridad de un patriarca, el título más alto en la jerarquía eclesiástica. En 1700, Pedro I prohibió la elección de un nuevo patriarca para someter a la Iglesia Ortodoxa Rusa al Estado.
[2] V. Putin, «Статья Владимира Путина “Об историческом единстве русских и украинцев”» («Artículo de Vladímir Putin “Sobre la unidad histórica de rusos y ucranianos”»), kremlin.ru, 12/07/2021.
[3] «Путин: безнаказанность застилала глаза нацистам, но подмять СССР не вышло», РИА Новости («Putin: la impunidad cegó a los nazis, pero no lograron someter a la URSS», Ria Novosti), ria.ru, 09/05/2019.
[4] P. J. Tchaadaïev, Œuvres et correspondance, Moscú, éd. M. Gerchenson, 1913, p. 224-225, citado en A. Bourmeyster, L’Europe au regard des intellectuels russes, Toulouse, Privat, 2001, p. 53.
[5] Y. Breault, P. Jolicoeur y J. Lévesque, La Russie et son ex-empire, París, Presses de Sciences Po, 2003, p. 26-27.
[6] V. Putin, op. cit., 2021.
[7] J.-S. Mongrenier, «Poutine et la mer. Forteresse “Eurasie” et stratégie océanique mondiale», Hérodote, 2016/4, p. 61-85.
[8] A. Tocqueville, De la démocratie en Amérique, París, Librairie Philosophique J. Vrin, 1990, p. 313-314.
[9] Ibid., 1990, p. 310.
[10] N. Y. Danilevsky, Европа и Россия (Europa y Rusia), DeLibri, 1869, p. 609.
[11] En el siglo XIX, el Gran Juego se refiere a la rivalidad diplomática y geoestratégica entre los imperios ruso y británico en Eurasia.
[12] А. Н. Леонтьев, Письмо К. А. Губастову (Leontiev A. N., Carta a K. A. Gubastov), 17/08/1889.
[13] Ver Mackinder, H. J., «The Geographical Pivot of History», The Geographical Journal, 170(4): 298-321.
[14] Haushofer, K., Der Ost-Eurasiatische Zukunftsblock, Z.f.G., 1925, no 2, p. 81-87, citado en Korinman, M., Quand l’Allemagne pensait le monde, París, Fayard, 1990, p. 230.
[15] П. Савицкий, Географические и геополитические основы евразийства (Savitsky P., Los fundamentos geográficos y geopolíticos del eurasianismo), 1933.
[16] Н. С. Трубецкой, Vzgljad na russkuju istoriju ne s zapada, a s votoka, in Klassika Geopolitiki, XX Vek, Izdatel’stvo «Ast» (Trubetskoj N., Una mirada no occidental sobre la historia rusa, en Clásicos de la geopolítica, Ediciones «Ast»), Moscú, 2003, p. 212.
[17] Ibid.
[18] Brzezinski, Z., Le Grand Échiquier: l’Amérique et le reste du monde, París, Hachette Pluriel, 1997, p. 262.
[19] Ibid.
[20] Marchand, P., Géopolitique de la Russie, París, PUF, 2014, p. 17.
La globalización: motores, microchips y más allá
Por Vaclav Smil
Si los bajos costos laborales fueran la única razón para ubicar nuevas fábricas en el extranjero, entonces el África subsahariana sería la opción más evidente, e India casi siempre sería preferible a China.