Parábolas para los intelectuales

Si digo algo, tendré frío en los labios.
Basho

Arrancas a un ser vivo de su espacio. Lo fragmentas. Lo desuellas. Mueles su cuerpo hasta convertirlo en pasta. Luego, lo sumerges en ácido para borrar todo vestigio de vida y color. Ya blanqueado e inerte, lo prensas, lo secas, lo cortas y empaquetas. 

Ese ser vivo es un árbol, millones de árboles que terminan en láminas para fabricar cajas, servilletas, confeti, banderitas desechables, rollos de impoluto papel: esa blancura inerte con que te limpias, ese cuaderno donde ―¿irreflexivo?― apuntas tus delirios.

Piénsalo: la fibra de un árbol, un bosque hecho pulpa para que millones de humanos jueguen a ser dioses. Seres que nacen y mueren para ser masa, soporte de signos e ideas. ¿Qué ideas?

Piénsalo: ideas que arrancan a un ser vivo de su espacio, que lo engatusan y enredan. Millones de lectores que terminan en confeti: molidos, borrados, prensados, teñidos en serie con el intenso color de una doctrina, mansos rebeldes empaquetados en su orgullo de guetos, rabiando delirantes y desechables en torno a una voluble banderita que alguien ―¿irreflexivo?― sopla con fuerza, jugando a ser dios.

*

Cuando el viento sopla a la vez, con fuerza, desde todos los confines, el árbol no se balancea. Ni una rama se quiebra, ni una hoja cae. 

Si es flexible, se contrae y aprende. Si duro, permanece inmóvil. Si poroso, el viento entra hasta su centro y se acumula.

Cuando el viento deje de soplar desde todos los confines, soplará hacia fuera con idéntica fuerza.

Si el árbol es flexible, volverá a ensancharse. Si duro, permanecerá inmóvil. Si poroso, el viento llevará hacia todos los confines su voz.

Si es elástico y permeable, su voz dará testimonio de su crecimiento. Si rígido, será solo queja o silencio.

¿Puede el árbol elegir su naturaleza? ¿Puede el viento escoger desde o hacia dónde soplar?

*

La gota de sangre se posa sobre el asfalto a meditar. Un minuto atrás era feliz, llevaba oxígeno a un músculo que ahora cimbra adolorido. Un minuto atrás fluía por su cauce, rauda, enérgica, atizada por un ímpetu indomable. Ahora es libre, aunque comienza a coagularse.

La gota mira en derredor sin entender: ¿qué sentido tiene ser sangre en el asfalto, expuesta al aire, ajena ya a la ira y el dolor de ese cuerpo que se esfuma corriendo en el tropel, sin rumbo? ¿Qué sentido tienen la ira, el dolor, la obcecación ardiente de los músculos que dejan tras sí un rastro rojo?

El cuerpo corre en el tropel, sin rumbo.

El tropel corre, se desintegra en laberintos.

El aire endurece a la gota, que observa y medita en momentánea libertad sus preguntas coaguladas: ¿de qué sirve ser libre ―se pregunta―, qué sentido tiene cuajar sin cauce, hacerse oscura costra sobre el asfalto, bajo los pies de un tropel iracundo y dolorido, errático?

En silencio, la libertad se posa junto a la gota a meditar: ¿cuál cauce, cuál rumbo, cuál rienda sujeta y guía al tropel ―cavila―; y qué sueño, suyo o ajeno, lo inflama o civiliza? ¿Hacia qué incierto horizonte lo espolean el dolor y la ira, de qué horizonte lo alejan?

―¿Qué somos? ―dudan la sangre y la libertad, mientras la lluvia cae sobre ellas, disolviéndolas, arrastrándolas hacia el desagüe―, ¿qué recuerdo de nosotras queda en el asfalto?

Luego, el tropel regresa. Risueño y amnésico, posa para una selfie sobre el piso limpio donde antes cayó la sangre, e irreflexivo habla de libertad.

―¿Qué libertad? ―se pregunta el asfalto.

*

Yo soy el viento, el neuma, el hálito. Yo esparzo el frenesí de los tambores y la avidez del polen. Tenso las cuerdas e hincho el velamen de los barcos. No hay fuego sin mí en el pecho, ni en la hierba. No hay torbellino sin mí. Ni guerra, ni poesía. 

Todo cuanto se me resiste, erosiono. Lo que no arraiga, arrastro. Y aun lo arraigado bato, hasta doblarlo. Yo impelo el esmeril del polvo contra la solidez más terca y hago polvo de ella para allanar mi paso.

―¿Adónde vas? ―reclamas cuando vuelo frente a ti.

―¿Adónde me llevas? ―reclamas cuando te pego en la espalda.

No hay cordillera que me frene, ni voluntad que me embride. No hay océano que permanezca sereno ante mi empuje, ni flecha que alcance su diana sin mi anuencia.

Yo hago ondear altivos los estandartes en sus mástiles y luego quiebro sin piedad los mástiles. Vigorizo tus huesos, tus pasiones, tus proyectos, para después astillarlos contra el suelo. 

Y tú preguntas por qué. Y en mi lengua de tormentas rujo mi respuesta: nada fue que fuese eterno; la libertad es tornadiza y atroz como el fluir del tiempo, espeluznante, pero sin ella ―sin mí― no hay novedad posible.

Así que no pretendas fijar el pasado, ni el presente. No traces un camino demasiado recto, ni aspires a la exactitud. Por mucho que calcules al tensar tu arco, por asequible que se te antoje la diana, la flecha está en mis manos y no hay forma de domarme.

Sin embargo, no dejes de intentar. Porque también tú eres viento, neuma, hálito; aunque seas flecha en la tempestad.

*

Sentado en su cabaña, Basho humedece la punta del pincel en la tinta y dibuja un ideograma sobre el papel. 

Es el invierno de 1688. La nieve se acumula en el techo y junto a las paredes. En la lámpara, una llama brilla estable, ajena a los rigores de la intemperie.

Afuera ulula la tempestad. Dentro, Basho describe la inmovilidad circular del movimiento: “Los mismos copos que vimos otros años, caen de nuevo”, apunta.

El devenir es cíclico. Advertirlo es empezar a trascender el tiempo.

Sentado en su biblioteca, Arthur hunde la punta de su pluma en el tintero y escribe una frase en el papel. 

Es el otoño de 1815. La brisa apenas agita la niebla en el valle. Los tejados de la ciudad parecen flotar, mientras el río fluye denso entre los robles, denso y oscuro como los trazos con que el joven Arthur describe la inmovilidad circular del movimiento: “El gato que ahora juega en el patio es el mismo que hace trescientos años brincaba y hacía allí las mismas travesuras”, escribe.

El tiempo es un río. Su caudal ―decía Heráclito― es siempre nuevo. Sin embargo, todos los ríos son un único río que baja oscuro y denso hacia el mar, cantando la indisoluble canción del agua. 

Cada nevisca reproduce en el vórtice del devenir la misma fría nevisca. Y cada mano que cifra su lucidez o su locura en las superficies del mundo, abre a través de ellas la misma puerta por donde cruza sin pausa ni memoria de sí, hacia su propia eternidad, el mismo ser.

Por eso, cuando miras tu rostro en el espejo, no es tu rostro lo que ves, ni eres tú quien mira. Esa curiosidad, ese temblor, esa extrañeza ancestral, son la humanidad reconociéndose frente al caudal de lo efímero. No hay tú, entonces.

*

El arquero tensa su arma y apunta contra el espejo.

Del otro lado del cristal, su reflejo aguarda imperturbable el disparo. Ha renunciado a ser mera reproducción de su adversario. Se hartó de la parodia, de la mímica, del juego fatal de su destino.

El arquero contiene la respiración. Mide la distancia, calcula la fuerza del viento, anticipa la dureza quebradiza del espejo. Siente la rigidez de sus músculos sosteniendo la flecha y exhala despacio, imaginando la trayectoria del proyectil, el impacto fatal en el pecho de su diana, la dispersión del azogue, la fragmentación del reflejo.

El reflejo espera inmóvil, desarmado, casi en calma. Sabe que ha dejado ya de ser reflejo.

El arquero dispara. La flecha dibuja en el aire su parábola, atraviesa sin ruido el cristal e impacta contra el pecho de lo otro. 

Es un golpe leve, efímero, tierno quizás, como la caricia de la luz sobre la piel: un destello apenas, un fulgor, un estremecimiento.

El arquero baja su arma. Respira. Siente como la rigidez de sus músculos vuelve poco a poco a suavizarse.

No hay ya reflejo de aquel lado del cristal. No hay cristal, ni flecha, ni arco en sus manos. Sin embargo, la conmoción persiste: lo inquieta el recuerdo de un enemigo casi idéntico a sí mismo, insumiso, desafiante; y la sensación de que una luz rozaba leve su piel: un destello apenas, una claridad que ahora ya tampoco está.

Inmóvil, desarmado, el arquero no sabe qué hacer con el recuerdo de su estremecimiento. Pero no puede olvidar. ¿De qué sirve ser libre ―duda―, qué sentido tiene vivir sin (ser) reflejo?

*

El tirano añora ser libre. El prisionero sueña que es libre. El asesino implora en el altar de su alma la oportunidad de revertir el tiempo y volver a ser libre: liberar de su golpe al caído, salvarlo para liberarse.

El tirano es prisionero de su víctima y es víctima de sus propios miedos: miedo a verse tal cual es, miedo a despertar de ese sueño donde estrangula su frente una corona amarga. 

El tirano es su propio asesino: en sueños implora ante el altar de su alma. Pero al despertar vuelve siempre a hallarse en la prisión del miedo: miedo a asomarse al espejo.

Es más tolerable ser prisionero que tirano; pues, aunque cada tirano sea invariablemente un prisionero, no todos los cautivos son víctimas de sí mismos.

Liberarse es soñar y despertar a un tiempo. Hay quienes no tienen valor siquiera para intentarlo y van por ahí blasonando de su nimio poder, oprimiendo todo cuanto los aterra, matando en los demás y en sí el deseo de ser libres y llorando ante su propio rostro en el espejo.

Pero, incluso el tirano, el asesino, el prisionero, son la humanidad reconociéndose, altiva y astillada en torno a sus volubles banderitas, arrastrada sin rumbo por un tropel de reflejos ―delirios, dogmas, ideas; ¿qué ideas?― y, sin embargo, jugando todavía a ser dios.

¿Puede el hombre elegir su naturaleza? ¿Puede escoger de qué lado del espejo se encuentra?

*

La flecha mira de frente a su objetivo. Lo ve acercarse raudo, indiferente quizás, ante la inminencia del impacto. Desprevenido.

Quisiera advertirle, dejarse notar, descubrir la reacción que provocaría en su víctima la proximidad de la muerte. Quisiera saber si intentaría esquivarla o si, por el contrario, la dejaría llegar, romper su piel, sacar a la luz el géiser de su sangre.

Pero una flecha no se anuncia. Es ojo filoso que corta el aire, una punta definitiva hendiendo lo que existe. Instrumento del cambio, de la discontinuidad. Una flecha es frío, furtivo heraldo de lo fatal, destino que vuela hasta su presa y la sorprende.

Sorprender es su virtud y, sin embargo, la flecha siente, duda, imagina el haz de posibilidades que su impacto va a segar. Y piensa que tal vez, si pudiese gritar, decir, al menos insinuarse, todo enmendaría su curso.

Pero no: ser flecha es hender, ya sin otros recursos, la inercia. Es libertad, derrame de lo inexorable ante el atasco del acontecer. 

Y lo inexorable es ese géiser, ese manantial de sangre ardiente, esa consumación que quizás parezca injusta. Como injustos pueden ser también el sismo, el quiebre de los témpanos que a la deriva se lanzan, y el rayo, el ocaso, la fisura en el cascarón del huevo que empieza a eclosionar.

Ser flecha es abrirse cauce, a través de una estación que se hizo roca. Y aunque incluso en lo pétreo haya belleza, ninguna piedra escapa a la erosión.

La flecha mira de frente a su objetivo. Lo ve acercarse raudo, indiferente quizás, desprevenido. Y duda si no hubiese sido mejor darle a la piedra un poco más de tiempo.

Es justo dudar, mas no por eso dejará la flecha de abatir su presa.

―¿Qué es la libertad? ―se pregunta mientras viaja en manos del viento hacia un destino que no eligió.

Su objetivo siente la inminencia. Quisiera esquivarla, huir del tiempo, perpetuarse. Se afana en durar, todavía blasona ante el espejo. Pero sabe que es en vano: como la flecha que furtiva se acerca, incapaz de cambiar su rumbo, tampoco puede él cambiar.

*

Arrancas a un ser vivo de su espacio. Lo fragmentas. Lo desuellas. Mueles su cuerpo y sus anhelos hasta convertirlo en masa.

Sin embargo, la masa torna siempre a recordar su esencia: es neuma, flecha, tempestad, estremecimiento ante la muerte, palabra y témpano que a la deriva se lanzan. 

Es puerta hacia sí misma y meta. Y pasará a través de todo, hasta encontrarse. No hay cordillera que la frene, ni voluntad que la embride.

―Si digo algo ―piensa ante el espejo―, tendré frío en los labios. Pero si callo, tendré fría el alma.





cuba-tradicion-e-imagen-i-el-mar-es-nuestra-selva-y-nuestra-esperanza

Cuba, tradición e imagen (I): El mar es nuestra selva y nuestra esperanza

Por Reinaldo Arenas

El mar es lo que nos hechiza, exalta y conmina. La selva, como el mar, es la multiplicidad de posibilidades, el misterio, el reto. El temor a perdernos y la esperanza de llegar”.



Print Friendly, PDF & Email
1 Comentario

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.