Es tarde de viernes en El Vedado. Hay un ascensor antiguo, un edificio de los 50, un penthouse portentoso, una bella vista de la ciudad y el espectáculo del sol cuando se esconde lentísimamente en el mar.
Este lugar no se parece a la azotea de Centro Habana en la que él fragua sus historias. No se parece a su mundo cotidiano, a sus atmósferas, a sus personajes, a sus suciedades, a la decadencia que habita en el ecosistema literario que ha creado y, sin embargo, Pedro Juan Gutiérrez habla desinhibido ante un público casi todo joven.
El crítico y escritor Rafael Acosta inicia el diálogo. Está acatarrado y, con la voz ronca, que va y viene, hace el consabido panegírico. A su lado, el escritor Pedro Juan Gutiérrez, el de Trilogía sucia de La Habana y El rey de La Habana, con esa imagen de cualquier cosa menos de escritor, esa imagen de protagonista de sus libros. No se regodea demasiado en loas y, con la misma lozanía de sus intersticios narrativos, no demora más la introducción.
Empieza un diálogo colectivo sobre su literatura.
—Yo soy un poco neurótico y soy absolutamente incapaz de escribir fuera de mi casa.
Hay en los libros de Pedro Juan, en ese escribir contemplando aquello sobre lo que se escribe, una perfecta radiografía de Centro Habana, un inventario del barrio, un estudio antropológico, un estilo de aparente sencillez que vuelve imperceptibles las costuras entre ficción y realidad.
Dice, mientras todos lo escuchan, que eso lo aprendió de Truman Capote, leyendo Desayuno en Tiffany, el libro que fungió como detonante para querer ser escritor.
—Me tomó 30 años aprender a escribir como Truman Capote, fui practicando con el periodismo, fui aprendiendo a controlar el idioma. A veces he sido un poco atorrante por ser tan directo y, lo que no podía hacer como periodista, lo empecé a hacer como escritor.
Mientras cae la tarde, dice:
—La literatura es una experimentación constante —y no será esta la única definición de literatura que aportará Pedro Juan—. La literatura es, ante todo, una memoria del tiempo que nos ha tocado vivir. Si me hubiese ido para Miami hace treinta años, hubiese escrito la Trilogía Sucia de Hialeah. He estado varias veces y sé que ahí hay material.
Hay risas, por supuesto, y este hombre que escribe a mano, haciendo de la literatura un proceso artesanal, define su posición en el vasto universo de las letras:
—Yo soy un escritor de 100 metros, por eso me cuesta tanto la novela y disfruto más el cuento y la poesía. Lo mío es un proceso casi místico, hasta he soñado varias veces que en vidas anteriores fui un calígrafo y mi única función era escribir.
Los libros de Pedro Juan no son fáciles de conseguir en La Habana. Tal vez en algún espacio dedicado a la venta de libros viejos o, como sucede con mucha de la literatura que aquí se consume, a través del pase de mano en mano. O por la generosidad de alguien que, viaje y avión mediante, cuela algún libro en sus ya hinchadas maletas.
Las tiradas que han hecho las editoriales cubanas son pequeñas, con escasas o nulas reimpresiones, como con casi todos los libros no políticos. Los lectores primarios de Pedro Juan son los cubanos, los que conocen su mundo, su jerga, su crudeza, los que saben introducirse sin rémoras en sus atmósferas.
Sucede que su obra ha estado siempre rodeada de prejuicios, tanto políticos como sociales, morales y sexuales. En ella no hay contemplaciones con el tratamiento visceral de la pobreza; con el imaginario de lo marginal; con el erotismo como punto de partida, como vehículo y destino de sus tramas; con el sexo como medio básico para hilar y completar un entorno en el que la pobreza se retrata sin medias tintas ni palabras amables.
—Yo tengo claro que estoy escribiendo una obra de ficción, que no puedo ni rozar el panfleto político.
El sol avanza a su destino inevitable y terminará pronto por hundirse en el mar. Él sabe, claro que sabe, que hay en su obra la carga política inherente a contar la Cuba que no está en las postales, la encomienda de verle las grietas a la realidad y derrumbar el mito construido por la narrativa de la Revolución, ese de una isla perfecta que construye con alegría el socialismo.
Es la obra de Pedro Juan, como la de Leonardo Padura, Jesús Díaz y otros compañeros de generación, un ejercicio de hibridez entre la política por todas partes y la literatura como una vía de respirar en medio de nuestros desafueros habituales.
¿Es posible hacer en Cuba, ahora y en este contexto caótico, una literatura que no sea política?
—Yo escribí ese libro para no suicidarme, borracho en las noches de Centro Habana.
Habla sobre su primera obra publicada, Trilogía sucia de La Habana, sobre su total indisciplina para escribirla, sobre la llamada de Jorge Herralde, director de la prestigiosa editorial Anagrama, y sobre las etiquetas que flotaron en torno a la aparición del libro en Europa.
—La semejanza con Bukowski y Henry Miller fue una etiqueta comercial que inventó Anagrama. Creo que no tengo nada que ver con esos autores. A Bukowski lo había leído poco y Henry Miller me agota. Sí tengo mucho que ver con Truman Capote y con los cuentos de Hemingway, que releo a cada rato.
El éxito de Trilogía sucia de La Habana lo elevó rápidamente en el mercado literario europeo: hubo traducciones, reimpresiones, charlas, cenas y brindis.
Hubo también, por supuesto, el regreso a sus cuatro paredes de creación, a la azotea que le permite inventarse un mundo, una atmósfera y una novela que se convertiría en su segunda obra publicada y en su única obra llevada al cine.
—El rey de La Habana me hizo sufrir mucho, me pasaron cosas muy extrañas con ese salaolibro y no quiero volver a leerlo en mi vida.
Sucede entonces que sí, la novela es diabólica y por momentos terrible, pero tiene, como el resto de la obra de Pedro Juan, un subterfugio para resistir los embates de la trama, una vía para respirar incluso en las vías más duras, un optimismo que de tan raro y diluido parece inexistente.
La adaptación cinematográfica es, sin embargo, un metraje sin alma que busca, y no consigue, filmar la esencia de un libro muy vivo.
—No me sentí complacido. El guion era buenísimo, su director lo hizo aquí, en Centro Habana, pero no se pudo filmar en Cuba. El ICAIC no quiso participar y hubo que hacerla en República Dominicana. Fue ahí donde se perdió toda la fuerza que podría haber tenido la película.
Es el sexo el hilo de Ariadna que enlaza y redondea las obras de Pedro Juan Gutiérrez, el sexo fantasioso y el sexo real, el sexo colmado de erotismo y el sexo que teje escenas que los más sibaritas acusan de pornógrafas.
No hay que leer demasiadas páginas de cualquiera de sus obras para comprender la preponderancia del sexo, de lo carnal, en el entramado narrativo y el estilo de Pedro Juan. Un estilo que algunos prefieren catalogar de sucio y yo prefiero referirme a él como un estilo vivo, que no acepta paños tibios con la realidad, ni esconde la cabeza en la tierra ante las escenas viscerales de sexo y pobreza.
—El sexo es una manera de expresarnos y yo lo disfruté extraordinariamente —y, con una frase certera, diferencia erotismo y pornografía—. El porno tiene un objetivo, verlo para masturbarse. En el erotismo hay más sutilezas, más poesía.
Sutilezas y poesía hay también en la vista que ofrece este penthouse del Vedado. El sol se ha hundido en el mar y regala la noche como escenario para todas las exploraciones.
El escritor, que ya casi termina su conferencia y pronto firmará los ejemplares que han traído los lectores, regala al cierre una frase que define su vida, su literatura, su estilo y su percepción de la realidad:
—Nosotros escribimos para después follar —cuenta que le comentaron unos colegas españoles—: tú has follado para después escribir.
Héctor Onel Guevara: El ‘statement’ muere y nace en el mismo gesto
“El ejercicio del ‘statement’ es de una complejidad cercana a la de una obra en sí”.