Apuntes para un poema del Mariel para «Manicero en Nueva York»

Yo vi la sangre en los escalones de la Plaza de la Catedral y la anciana con el brazo
         quebrado por las vecinas que horas antes le tomaban el café.
Yo vi el letrero que decía “PUTA IMPERIALISTA” en la puerta embadurnada de
         excrementos de la señorita Marta, mi maestra de cuarto grado, quien un
         día nos dijo (y ninguno entendió y acaso alguno siga sin entender) que los
         cubanos, además, somos griegos y romanos.
Yo vi a los amigos cambiar de acera para no saludar a los que ya no podían ocultar
         que se iban y caminaban con los hombros trabados en un espasmo por si el
         golpe por la espalda.
Pero yo, que lo vi todo, aún no he escrito el poema del Mariel.
A pesar de haberme prometido que apenas desembarcara en Miami, apenas fuera
         un hombre libre entre los hombres libres y tuviera un lápiz (entonces escribía
         con lápiz) y una hoja de papel, comenzaría a escribir el poema para acabar de
         irme de Cuba, porque de eso se trata al fin y al cabo: alejarte del daño de
         Cuba, saltar sobre su perpetua trampa.
Ahora, el 28 de marzo del 2020, en medio de la plaga del virus chino, Alfredo Triff
         me pide que busque en mis papeles algún poema sobre el Mariel y revuelco
         gavetas y cajas en busca de un texto que no existe o existe en un contexto
         platónico (confiado de no encontrarlo y aterrado de que pueda encontrarlo)
         como si buscara el recibo de la cuenta del gas de un desconocido en una
         desconocida ciudad.
Las tribus viven en sus rituales. Tanto más las tribus en exilio.
Para Alfredo, mi poema debía estar en el ritual, con los poemas, las novelas, los
         cuentos y los ensayos de esa tribu que la crítica llama Generación del Mariel.
         Los fugitivos referidos a la patria por el punto de partida. Oh, cuántas
         tinieblas en esos libros, cuánta desoída advertencia, cuánto suicidio.
Tinieblas, la novena plaga. Libros de una muda renuencia, de un permanente
         desasosiego. La mirada del que ha visto la voraz fractura por donde asoma el
         mal radical. Alfredo y yo lo vimos. El mal que lo mismo incita a tirar un huevo
         contra la ventana del vecino que a patear a una madre frente a sus pequeños.
         El mal que corta el agua y la luz. El mal de quien paga su ocio con obediencia.
         El mal de los parásitos y los mediocres. El mal de la envidia como doctrina de
         Estado. El mal de las taras de la nación infligidas como deberes.
En un poema, lo sé, todo esto debe decirse con límpida cadencia y la distante y
         temprana atención que la madera impone al carpintero. Que el poema tenga,
         como pedía Archibald MacLeish, el silencio de una gastada repisa de piedra
         donde crece el musgo y que evoque el tacto del pulgar sobre viejas monedas.
         O así es que yo concibo ese poema en su forma platónica, en tanto versión
         ideal de la cosa. Tal vez por eso es que no me he atrevido a escribirlo y
         responda con unos apuntes al llamado de la tribu. Todavía la proximidad a la
         fractura (sólo han pasado cuarenta años) corrompe la forma del poema.
Alfredo apreciará la ironía. El poema que se daba por escrito determina los apuntes
         del poema que yo no sé si escribiré. De ese poema debían tomarse unos versos
         para un single con una grabación de 1980 que hemos escuchado en inagotables
         veladas en su casa. Imprescindible a la aproximación del apunte hacia la forma
         platónica del poema es notar esas últimas y saciadas horas de la noche en que
         la velada se estabiliza en una curva de contemplación. Cuando la música se
         hace comunión y los amigos nos pasamos el pan y la sal de la música.
La elección de El Manisero, compuesta en los años 30 por Moisés Simons, es una
         muestra del ritual como provocación. De El Manisero, una de las más obvias
         señas que nos identifican entre nosotros y ante los otros, hemos escuchado
         versiones fundamentales, como la de Stan Kenton, y las innumerables
         degradaciones del mal gusto, la parodia etílica y el choteo. Esta versión avanza
         por nuevo territorio. En tres caminos: la maestría de los ejecutantes, la
         originalidad del tratamiento y la expresión de una sensibilidad particular en lo
         cubano: el Mariel. Marielitos Alfredo, violín eléctrico; Luis Buchillón, piano y
         sintetizador; Ricardo A. Yezarbe, bajo eléctrico; Daniel Ponce, congas y batás;
         Ignacio Berroa, batería; y la voz (la voz señala la persona) de Regino Tellechea.
         Todos, menos Alfredo y Berroa, muertos. Todos ya (Platón y el Tao)
         imperecederos en la Forma.
Cuando le preguntaron a J. C. Ballard por qué había tardado tanto en escribir su
         novela El Imperio del sol (1984), sobre su confinamiento en un campo de
         concentración japonés durante la Segunda Guerra Mundial, dijo que le había
         dolido demasiado olvidar y le había dolido demasiado recordar. Los marielitos,
         creo yo, no olvidan. Mucho menos para recordarlo. En esa dificultad perdura
         esta exploración. No se había oído una versión de El Manisero con todo lo que
         no hemos olvidado.
Si la versión de Stan Kenton y su orquesta es una apotéosis de cómo nos ven los otros,
         esta versión lo es de cómo nos veíamos a nosotros mismos en aquel nuestro
         primer noviembre en Manhattan con temperaturas de seis a trece grados por
         debajo del promedio, perplejos de hambre y nieve. Cada uno atado a su
         partida. Cada uno roto y resucitado. Versión agonista de una composición
         inspirada por esa dulce y generosa alegría, por ese dejarse ir con lo mejor del
         momento que el cubano a veces le arrebata al daño, a la perpetua trampa de
         Cuba.
Este es El Manisero de los que aprendimos a temer la patria, de los que fuimos
         educados en la plaga, de los que vimos una isla desaparecer detrás de la estela
         de un barco, hacia atrás, hacia abajo, tragada por su propia trampa. Los que
         no distinguimos entre horizonte y tierra firme. Los que tuvimos que decir
         graciasbuenos días¡qué bisté empanizado tan grande!, cuando teníamos en
         la garganta el nudo de todo lo que habíamos visto. Los que limpiamos vidrieras
         en las tiendas de la Quinta Avenida y el domingo compartimos el pan y la sal de
         la música en el Parque Central y que después de ver la sangre de John Lennon
         en la acera del Dakota (como yo vi la anónima, ennegrecida sangre en la Plaza
         de la Catedral) cantamos Strawberry Fields en el pedregoso inglés de Babel
         sobre el claro del parque que luego sería bautizado como Strawberry Fields.
         Forma que convoca forma.
Y yo, que lo vi todo, vi al mismo Ponce sacándole a los tambores con sus grandes
         manos de cedro algo que los transeúntes y los vecinos asomados a los vetustos
         ventanales del Dakota nunca habían escuchado y probablemente nunca
         volverían a escuchar. Algo que exige una respuesta y es, a la vez, un
         manifiesto. Ese algo, también, es inherente a esta versión de El Manisero.
Digamos, a manera de apuntes, que ese algo es el espíritu feroz, errante, incómodo,
         de la gente del Mariel.

Manicero en New York, 1980


Los 6 Marielitos

Alfredo Triff: arreglo, producción, violín eléctrico, coros.
Regino Tellechea: solista.
Luis Buchillón: piano, Fender Rhodes, coros.
Ricardo A. Yazarbe: bajo eléctrico, coros.
Daniel Ponce: congas.
Ignacio Berroa: batería.
Grabado en Latin Sound Studios, Nueva York, noviembre 1980.


También

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Diseño gráfico: © Luis Soler