La versión de ʻSumertimeʼ por Janis Joplin
En los campos de algodón, hombres y mujeres ven el amanecer, los espera una jornada difícil. Se abanican el sudor con las manos, las piernas se mueven como máquinas recién engrasadas.
El opio es el mejor desayuno para no sentir el impulso de llorar por la luz que no ha llegado. Janis Joplin era una buena cantante, se le daban ciertas sonrisas a cambio de columpiarse sobre ellos, con su voz ronca de piedra-musgo. Y la gente la oía sobrecogida, como si todo el frío hubiera arribado y no tuvieran zapatos para caminar.
El arcoíris solía estar después de la lluvia. Lo miraban sin tocarlo, luego ya no estaba.
Los campos de algodón, tan blancos y suaves. Se hacía el amor sobre aquella marea cálida. Los hombres y las mujeres se amaban. Allí eran como niños, no mentían.
Imágenes de Poe
A tu cuervo amaestrado se le trabó la lengua
no pudo articular el poema que le habías enseñado
sólo dos frases conforman ahora su antes vasto vocabulario.
Nunca más te mostraría sus excelsas dotes.
Hoy tu amante se desnuda para otros ojos,
te envió el cojín violeta.
Nunca más lo usaría debajo de su desnudez.
Nunca más tu prima jugará contigo
a las escondidas
ni despertará de su catalepsia
debajo de la tibia lápida
con sus amigos, los gusanos.
Nunca más tendrás a ese animal oscuro que cuidabas,
te fue fiel y lo mataste.
Nunca más, Poe.
Nada es nuevo, salvo las horas del opio.
Acariciar tantos rostros,
son millas que el ojo no mira
pero en la camisa se esconden
trotando lentamente
y regresan siempre a la misma muerte,
al resplandor o a la mugre.
¿Por qué no sueñas otra vez
acostado en el bote
y desde el agua ves el mundo?
Círculo
El aire se escucha a través de los postigos de la ventana. Algunos están sueltos. El ruido es molesto, como de piezas que no encajan. La ventana se cierra, aunque siempre permanece abierta. Todavía no me levanto. Hay desayuno por hacer, pan y leche: alimentos que engañan al hambre, pedazos de memoria que se dejan flotar por unos instantes. Luego cierro la puerta, mientras mis ojos se van, los pies marchan al compás de lo intrascendente, de lo palpable. Los viejos, mis padres, están durmiendo. Ya no tienen resortes para comenzar la jornada. El cansancio se hincha, se vuelve pesado, se pudre un poco en las almohadas, bajo las sabanas. La muerte recorre la habitación en penumbras, toca los objetos, hace marcas en las paredes, traga parte del aire. No quiero despertarlos aún, los dejo así, en la armonía de sus cuerpos ausentes. Los oculto de mi premura por vivir, de mi cáscara rota, rebelde. A veces escribo algunas palabras para consolar la inercia, pero no son suficientes. Se estrellan sobre el blanco de las hojas o se espesan en una mancha oscura, retorcida, sin forma. Quiero huir, buscar otras puertas, retomar otros cantos, darle un manotazo a la gota suspendida, a la gota que se resiste a ocupar un lugar en el estancamiento, en lo quieto, en lo que se queda, en lo que un día fue abrevadero. Pero ya no soy yo, sólo una sustancia que se agita en un círculo descomunal. Antes era pequeña y hermosa, me parecía al durazno, amaba el tobogán y la caída.
Reminiscencia
En la escuela había ciertas reglas a cumplir: los cabellos cortos en los muchachos; el pelo recogido en las niñas.
La saya por encima de la rodilla ocultaba parte de la pierna. El muslo, sutilmente escondido, afloraba cuando el cuerpo se sentaba o cruzaba las piernas. Entonces los ojos podían atravesar aquel túnel oscuro, mirar más allá de lo posible, creyendo aspirar la rara esencia, el hilillo que conduce al horno latente, húmedo. Ellos creían en su sueño, cada día se apegaban más al roce, inventaban maneras de jugar con ellas, atrapándolas o dejándolas marcharse, incluso odiándolas.
Y se escondían de todos, como ladrones que sustraen perlas y las abandonan más tarde en la playa. Entre sus dedos se deslizaban tibios torrentes, figuraciones rescatadas en la memoria. Para terminar luego en lo mismo: la cabeza bajo el chorro de agua, dejando aquel alud desparramado, sin la luz protectora de dos viajeros, pensando que el silencio sería siempre su mejor aliado, su cómplice.
La ventana se abría nuevamente, las losas del baño se limpiaban con facilidad.
Un niño
Una vez le pregunté a alguien qué color tendrían los ojos el niño que había muerto en el hospital. Pero no era un niño que había padecido una larga enfermedad, sino ese que no formó parte de una idea, que ni siquiera llegó a ser el deseo concreto de una anunciación. El miedo a verlo correr forjó el plan para excluirlo de los días, como los vicios y palabras que escondemos, como la basura que la noche anterior fue una cena exquisita.
El niño se había posesionado de nosotros. Encerrados dentro de él, vivíamos rogándole una migaja de libertad. No podíamos hacer otra cosa que asesinarlo. Nos asfixiaba con sus vuelos a medianoche, con su factura de ángel impagable.
Los tres once (11-11-2011)
Un amigo tuvo suerte: le publicaron su artículo en una revista y se lo pagaron bien. Yo me senté a mirar cómo mi casa se resquebrajaba, cómo caían los pedazos y los juegos echaban a volar. El árbol que me acompañó en mis silenciosas travesías fue derribado, la ventana y el cuadrado azul del cielo temblaron en el último estertor. Ese universo fue silenciado. Sin embargo, escombros y polvo se aferran aún a la otra existencia. Los tres once fue una lotería que no pedí. El azar dejó una masa deforme para la memoria, un aleteo doloroso en medio de lo que un día fue un hogar, donde hubo niños que se escondían con sus juegos inocentes, tríptico funesto de muñecas desnudas, fotografías (condenadas a la oscuridad), trenes y otras ausencias que quedarán en el hilo de la araña, en esa pared que va a morir.
Ya no seré la niña, la joven de aquella ventana abierta. Mis ojos se cierran en otro mundo. Permanecen allí, bajo una fosa.
Una mujer
A Reina María Rodríguez
Ella es especial, se alimenta con sopa y té de manzanilla. ¿No existiría dos veces? ¿No será la reencarnación de algún pez o animal marino? Puede que, a lo mejor, el agua sea su elemento… pero solo es una mujer con cuatro hijos. Alguna vez pensó en la belleza, pero es bella como todas, sin percibirlo. Las figuras de sal podrían acompañarla en la oscuridad, las semillas y el polvo de la tierra no han quedado lejanas. Vive en lo alto, en una azotea diseñada o reino protector de sus palabras, aunque a veces sale a la calle a buscar otras palabras cotidianas, ennegrecidas: pedazos de cuerpos, rostros demacrados, invernales, arrugas que persisten en los bancos del parque, movimientos lentos, sin armonía, sujetos a cuerpos que nadie necesita.
Va y viene por la calle Ánimas. La calle es una serpentina mustia de colores apagados, donde una vez hubo una verdadera fiesta ahora hay sólo un ruido ensordecedor, una música estridente y los zapatos maltrechos. Los niños no la conocen, no saben que ya olvidó los caramelos, el azúcar, aunque todavía quedan restos en la blanca taza, reminiscencias de terroncitos en su pátina. La mujer camina lentamente, sigue la misma ruta, busca los alimentos para sus papeles. Su ortografía puede tambalearse al doblar la esquina, mas el ojo persiste en su búsqueda, deja constancia de todo lo que toca.
El templo sigue allí, en la acera. Los rostros se doblan entre sus dedos, la miran con desconfianza. Luego van tras ella, reclamando su pan, su estrella de puntas rotas.
El homosexual
Tuve un amigo homosexual que se hacía pasar por extranjero y así conseguía a sus amantes de turno. Les regalaba camisas, con aquel sudor perfumado de sus axilas depiladas.
Quería hacer el amor con hombres que no eran homosexuales. Algunos caían en su telaraña, otros lo miraban con rabia. Hubo uno que le arrebató su verdadero rostro. Desfigurado, murió de neumonía.
La aguja
Cae la ínfima gota, la blancura queda quieta, se reconstruye la escena –la misma–, no tiene un final. Aguja y hendidura encuentran esa finalidad que desconcierta. Dolor calmado, entendimiento. El brazo y la aguja, en un plan de unión, sueñan otra escena sin espectadores compasivos.
Alguien se asoma de puntillas, luego se va. Allí sólo se reconstruye una escena. Finalidad no desconcierta. El espectador compasivo queda fuera de la sala.
Análisis del sueño
Todos saben que el material de los sueños es objeto de estudio para los psicoanalistas. Y un sueño no se parece a otro, ni la noche es igual a la noche de la estación anterior. Añadimos estos retazos a un diario, las fechas a otras fechas donde se incluye la alegría, el dolor, el nacimiento y la muerte.
Conozco el desespero de no recordar el sueño reciente, ese alud que nos despierta con imágenes desvaídas, sin atrapar el rostro. La respuesta al enigma, lo que no queríamos olvidar. El mismo Freud confundía su significado.
Espécimen
Parece inminente el aguacero, las nubes son una gruesa cadena. Hacia lo alto tampoco hay paz. Cierro la ventana, observo a través del postigo las gotas que comienzan a caer y que luego tapizan la franja de la calle. El viento trae un susurro que arremolina las hojas del parque: bancos vacíos, cemento húmedo, nostalgia de rostros que hicieron su estadía, que triunfaron por un instante dibujados por el sol. Hay un gato negro que se arrima a la pared del portal, compensa su soledad al frotarse contra la pintura que lo cubre.
Camino por la casa, percibo demasiado espacio entre los muebles, distancias que cargan palabras oprimidas. En el refrigerador descansa una jarra de agua –también allí ha llovido un poco–, los alimentos estáticos: las verduras y los huevos en su encierro helado. La mesa descubierta, sin mantel, es sólo un cristal, una epidermis en exhibición.
Encuentro lo que permanece oculto: fulgores que aceptan su muerte, su entierro prematuro. Emparedados quedan los sonidos, son solo goteos distantes. Otra vez la esperma hace su marca, su permanencia ineludible. La casa es inmensa.
La libreta de apuntes
Sentada en la orilla del río, veo pasar bandadas de garzas. Con mi libreta de apuntes, hago las anotaciones del día, simples palabras. No hay ruidos, sí hay ruidos. Movimientos se deslizan en el agua. Graznidos, silencios, luz que declina y vuelve a su mazmorra.
Un secreto se erige como una pregunta, es parte del paisaje. No hay leyes, no hay culpables, sólo yo y mi libreta de apuntes en la escena bucólica.
Violento
El cuchillo se hunde en la carne. Su felicidad, como el papel higiénico, busca un agujero. Ama la carne, entra en la carne y se alimenta de sangre. Vive como la muerte ama la carne viva. El cuchillo es moderno, le fascinan los autobuses llenos, escucha música urbana, eso lo calma. Cuando su lujuria lo delata, arremete y pierde el control.
Es difícil dejar constancia
Del pantalón tirado en la silla. Cayó el bolígrafo, la mano lo usó para luego alcanzar la cama. La mano tuvo fe y escribió lo que observó durante el día, la mano se integró a los sucesos que entraron por los ojos y olfateó la nariz. En un periódico local leyó la noticia que su mano había contado. Le pareció ajena su mano. No era su mano, era la mano de otro que tergiversó la noticia. Su mano fue a un bar y se cortó con el bolígrafo la única vena que conocía.
Éxodos
A los que se van, la lluvia los bautiza y protege. El pan es oración y desorden. A veces vuelven el rostro y no se reconocen. Actúan como niños enfermos, con ramitas rotas en las manos. Queda la memoria en el vientre cálido de la madre común.
Entran y salen de las páginas, en ese acto de arrancar y juntar los pedacitos. Son como esas bolas de nieve que atrapamos a través de una película. ¿Y si ellos en verdad no se han ido? ¿Y si no han devuelto esa mirada? ¿Cómo saber que no son figuras de sal?
Para los que se van, aprehender la lluvia es un nuevo lenguaje. Ocultan el cuchillo, no hablan.
En el campamento
Dijeron la palabra sin miedo y se la comió el gato. Dibujaron sobre la hierba la palabra y la traspasó el calor. Los raros asustaban, por eso los retenían en el campamento El mosquito. Ellos sólo pensaban en fugarse. Dentro de las tiendas de lona, todos podían sacar sus rostros de la capucha, sin consecuencias, pero llevaban en la camisa, bordada, una letra gigante, escarlata.
Atracciones
El tenedor es el más peligroso de los cubiertos, con él se puede matar.
Al agua le gusta caer desde arriba, mojar la piel, el cabello, la hierba.
Los pies prueban el sabor de las olas, saben adentrarse en el mar, atravesar sus montículos de arena, chapotear en la orilla.
Con un tenedor se puede matar, abrir un hueco en la piel, perforar el corazón.
Cuando el agua se descontrola, hunde la piel, el cabello, los pies, la hierba.
La torre
La torre se desploma, caen sus ladrillos y almenas. ¿Podrá alguien rescatar a sus habitantes, quitar ladrillo por ladrillo, sin deformar cada rostro dibujado ya por la muerte? ¿Creen que la gran hacedora de rostros tuvo que ver con la historia de aquellos que fueron niños? En medio de la barahúnda aún se escuchan los aullidos sepultados de los Hijos de Dios.
La vajilla inglesa
Heredé la vajilla inglesa que antes fue de mi madre y, en un siglo anterior, regalo del esposo de mi abuela.
En 1912, tener una vajilla de porcelana era cosa común, ahora se vende como reliquia. Pero no vale tanto porque está incompleta: faltan platos y fuentes, cuchillos y paletas de mantequilla, tenedores de asado. Aún sobreviven dos cucharitas de café. Al samovar roto lo cogieron para sembrar una planta.
El juego completo está en una foto. La gloria, en la imagen estática: comida, familia, dibujo de alimentos nutritivos y jugosos.
Ya no queda nada, los años nos arrebataron todas las piezas. Los años no pudieron salvarla ni salvarnos, como esa copa diáfana ofrecida dentro de un sueño. Soy apenas la heredera de lo que nadie puede recordar.
Imagino los alimentos entre su pátina dorada. Luego se diluyen, desaparecen.
El Reino, el Poder y la Gloria
Por Tim Alberta
Cómo los líderes evangélicos y sus seguidores se convirtieron en actores clave en el ascenso de Donald Trump.