La canción de los perdedores

Vitrinas de una calle de La Habana.

El bulevar de San Rafael
limita al noroeste
―ya en el Paseo del Prado―
con la República de Haití.

No hay ceremonial en la frontera
sino un eclipse y una penitencia.

Este kilómetro de geografía cubana
esta feria
comienza abruptamente no en el mar
ni en las estribaciones de una montaña prodigiosa
ni en el borde de un río
como algunos países.

Se inicia en la desolación de un parque
donde una noche
ardió hasta las cenizas El Encanto.

Aquí están los perdedores
este es su Estado natural
en él ofrecen al transeúnte
su mercadería de chorombolos y hojalata.

Las damas pueden comprar en esta calle
los aretes de legítima chatarra
pero además, se cogen ponches, infecciones
se traman direcciones y fechorías
se venden panes con toda la familia de
microbios y emparedados con todas las epidemias.

Tenemos crucifijos, imágenes de todos los santos
la oración de la Santa Camisa
la del Buenparto, la del Buen Camino
el Padrenuestro y el Avemaría.

Este es, seguramente, el único sitio del mundo
donde las flores abren en el clandestinaje
y donde una muchacha instala una boutique
que ofrece sólo una caja de cigarrillos
un par de sandalias defectuosas
una estola de uso y una bufanda negra.

En el bulevar de San Rafael
se puede mercar un vaso de agua fría
por diez centavos de nueve de la mañana a nueve de la noche.

Se puede adquirir una botella del alcohol de los olvidados
―el Hueso de Tigre Golden, el Chispa de Tren Dry Light y
el Saltapatrás Gran Reserva―
recién pasado por un sinfín
de angustias, riesgos y penalidades.

En los portales de las tiendas
de la burguesía
se ha socializado la pobreza
y junto a la figura de yeso del Indio Karinoa
de un púrpura, de un rojo, de un verde muy intenso
se puede comprar una camisa de un verde, de un rojo
muy intenso que dice
Tallahassee, Florida, USA.

Es un mercado abierto:
moneda nacional o la noble divisa
convertible
en el sueño y la pesadilla del hombre nuevo.

Aquí estamos los perdedores
vestidos por el enemigo:
zapatillas Cats de cuatro dólares
un blue jeans
de dos mil pesos de una casa de comisiones
y un pulóver criollo con la consigna de
Socialismo o Muerte.

Aquí vamos, con una bota rusa
y una gorrita del Cincinnati
tratando de vender una pizza casera
tres bolígrafos chinos
y un jabón Nácar
robado anoche de los almacenes de Sabatés.

Este es el mundo que nos pertenece
en él ejercemos la libertad
de mear desafiantes en el
lobby
del Royal Palm
abandonado por sus huéspedes
a toda prisa
el amor a medio hacer
y el sueño interrumpido.

¿Mejor que nosotros
vendiéndonos y comprándonos chucherías?
Ni J. Vallés,
porque en el reflejo de sus vidrieras desnudas
nuestras mujeres se retocan
y piensan mucho en su peinado.

Esto es un planeta
―aquí pedimos el agua por señas―
que sólo nosotros conocemos
y hablamos un español susurrante y cortado
cuyo diccionario se reescribe cada mañana.

Las películas, los dramas, las comedias
son nuestras vidas
que pudieron ser algo
contadas en la acera del Cabaret Nacional
o bajo la borrosa cartelera del cine Duplex
que anuncia todavía el estreno
de Memorias del subdesarrollo.

Este es el mundo de nosotros
el planeta de los anillitos de lata
las resistencias de aluminio
los grifos de fregaderos
los zapateros remendones
los llenadores de fosforeras desechables
las cucharas de zinc
y los vasitos plásticos.

Es el bulevar de San Rafael
nuestro como un aguinaldo de Fin de Siglo
que limita ―como se sabe― en el Prado con Haití
y en Galiano
con todas las sombras del porvenir.




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El hombre de los pezones tatuados

Abel Fernández-Larrea

Ziggy Stardust se bajó el zipper de la bragueta y sacó el pene flácido: “¿Puedo tocarla?”, le dijo Alice con cara de angelito pícaro.








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