El cuerpo del padre: homosexualidad y violencia machista

Hay que invertir un poco las cosas y, en vez de decir lo que en cierto momento:
“Tratemos de reintroducir la homosexualidad en la normalidad general de las relaciones sociales”.
Digamos lo contrario: “¡Pero claro que no! Dejémosla escapar tanto como sea posible al tipo de relaciones
que se nos proponen en nuestra sociedad y procuremos crear en el espacio vacío
donde nos encontramos nuevas posibilidades relacionales”.
Michel Foucault




En la película chilena Jesús (F. Guzzoni, 2016), la espontaneidad con que el protagonista participa de una u otra opción sexual, así como la naturalidad con que la cámara observa la erección del pene, la caricia de los cuerpos (masculinos) y el éxtasis de la carne, alcanzan a representar el carácter con que una zona considerable de la actual cinematografía latinoamericana se ocupa de problematizar la ética existencial y las identidades de los sujetos homosexuales.

Cada vez se vuelve más común el registro del encuentro de los cuerpos desnudos, el sexo explícito y la exhibición de los genitales, que pasa de ser una representación de placer a una exploración del imaginario y la condición de vida de los personajes.

Un número significativo de las estrategias discursivas que destacan en el actual paisaje fílmico del subcontinente se enfocan en explorar el mundo interior y la subjetividad de las personas en su relación con lo sexual, sin que la propia condición o elección sexual, necesariamente, ocupe el centro conflictual de las obras.

Los perfiles identitarios y la suerte existencial del individuo se insertan hoy en la elaboración de una narrativa de y sobre América Latina interesada en explorar el complejo cruce entre sexo y cultura.

El carácter nacionalista y político de los filmes que militaron en el Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano procuraba una lectura histórico-social donde la búsqueda de una imagen descolonizadora fijó su atención, en gran parte, en el entorno cultural, en el afuera del sujeto, y donde el diseño de los personajes solía tener un alcance genérico que los hacía representaciones/símbolos de una clase social, una religión, un grupo etario, una nacionalidad, una posición de género.

Luego de tantos años de cerco y opresión, de tantas películas prostituidas al mejor postor de Hollywood, no se podía esperar otra cosa.

La posibilidad de acercamientos existenciales consagrados a la singularidad de un ser puntual era desplazada ante la urgente necesidad de un discurso de soberanía para la sociedad y el arte de nuestra América, y esa política condicionó tanto las radicales reinvenciones de la gramática cinematográfica que se ensayaron, como la naturaleza del punto de vista sobre la realidad.

Luego de tantos años de cerco y opresión, de tantas películas prostituidas al mejor postor de Hollywood, no se podía esperar otra cosa. Se sistematizó un cine enfocado, ideológica y estéticamente, en meditar sobre la Historia y el entorno social antes que sobre las interioridades de los individuos.[1] El saldo artístico fue extraordinario, sobre todo por el grado de hallazgos formales derivados del empeño por instrumentalizar un estilo capacitado para dialogar sobre lo que es propio de Latinoamérica.

Por sobre las particularidades que revisten las películas, uno de los cambios más visibles experimentados por la cinematografía contemporánea, en relación con aquella producción de los años 60 —que permanece todavía, para disímiles visiones creativas, como un paradigma estético y discursivo—, es que se ha abandonado esa mirada totalizadora, abierta al contexto, para ahondar a profundidad en el sujeto particular.

La crítica ha insistido en ello suficientemente. Hablo de una generalidad, desde luego, de vectores dominantes en el camino recorrido por el cine de la región en las últimas tres décadas, en el que la representación del sexo, la identidad de género y el cuerpo están siendo fundamentales, incluso para la diferenciación de los ejercicios expresivos emprendidos.

Desde ya, la expresión de los comportamientos “de géneros” posee en la imagen audiovisual actual un territorio legítimo para la problematización de cualquier instancia que medie en los límites del género (masculino, femenino, trans, cuir) y para ello se vale del cuerpo y sus atributos. El cuerpo como expresión de la subjetividad y receptáculo de las brutales violencias desplegadas por la sociedad, el cuerpo como territorio de conocimiento.

Preguntas como ¿qué mirada arroja el cine latinoamericano sobre lo homosexual?, ¿cómo lo homosexual participa de una representación de América Latina?, justifican muchísima de la producción crítica y analítica que piensa hoy la creación fílmica de esta región, y no solo esta región. El asunto continúa latente, pues lo sexual es determinante en la comprensión del nuevo mapa cultural del área, y a su interior, de las batallas por derogar el poder (cultural, institucional, estatal) que coacciona las libertades personales.

Un territorio legítimo para la problematización de cualquier instancia que medie en los límites del género: masculino, femenino, trans, cuir.

Para valorar el discurso fílmico sobre la homosexualidad, su expresión en las múltiples corporalidades posibles, su irrupción en puntuales ámbitos sociales, su impacto en los modelos familiares favorecidos por la tradición, no se pueden dejar a un lado los conflictos políticos, sociales y económicos que golpean a Latinoamérica, ni las costumbres, ni las idiosincrasias que singularizan un escenario cultural tan singular como conservador y machista.

Inevitablemente, las narrativas audiovisuales circulan marcadas por: 1) la búsqueda de emancipación de los sujetos; 2) los esfuerzos por liberar el cuerpo sexuado de múltiples formas de violencia que insisten, por un lado, en normalizar actitudes/valores que son construcciones discursivas y, por otro, en coaccionar/relegar a la periferia social aquellas que no participen del canon; así como 3) trasgredir las imposiciones ideológicas asentadas por el aprendizaje cultural, esas mismas que quieren regular el comportamiento y las identidades de los cuerpos cuir.

Ahora más que nunca, vista la predisposición de los realizadores al abordaje de todas esas problemáticas, puede leerse el cine como performancedel sexo y la sexualidad, como puesta en escena y desmontaje de los mecanismos que, como apunta Judith Butler en Cuerpos que importan, toman lugar en las regulaciones genéricas que imponen ataduras de todo tipo al sujeto.

En tanto representación, el cine mismo es atravesado por el funcionamiento que gobierna el intercambio sexual, mas solo desde tal condicionamiento se pueden socavar los determinismos y demandas de la vida social (hetero)regulada. Los filmes que, al menos desde los años 90 hacia acá, han abordado este asunto, de algún modo incorporan las regulaciones impuestas por la norma como espacio ideal de trasgresión a la producción de prácticas estándar de masculinidad y feminidad.

La violación de ese orden se sostiene en una representación que se apropia de los códigos y discursos del sexo, lo abyecto, lo lateral, para posicionarlos como contenidos simbólicos capaces de dibujar un pensamiento y una fisura, un camino de apertura y visibilidad.

La búsqueda de emancipación de los sujetos.

En América Latina, un paisaje donde en muchos enclaves culturales continúa arraigado un extremo conservadurismo machista, lo diferente, lo que cuestiona o enfrenta el funcionamiento de la norma, tiende a ser desacreditado. Se comprende, en ese marco de lectura, que la representación de la homosexualidad se comporte todavía como “forma de disidencia política”.

Los propios abordajes estéticos ―el plano expresivo cuando se apropia de códigos, valores y figuras sistematizadas por el imaginario cuir― enfatizan en la necesidad de hacer escuchar esa voz tenida por diferente, de legitimar a nivel social todos esos deseos y conductas relacionadas con el sexo que no atentan a la integridad física o emocional de otros, de acusar el desplazamiento a la clandestinidad y la discriminación aquellos seres que no participan de la norma hetero; también en liberar a la propia heterosexualidad de las dictaduras que experimenta. El cine es un productor de sentidos acerca de la identidad sexual y la dinámica social del sexo: una performance que participa de la abolición del poder y las hegemonías.

En relación con el abordaje de lo cuir, el análisis de una película debe tender a identificar “el nivel estético de la puesta en escena de la temática y desentrañar las implicaciones que la representación de la homosexualidad cifra en pantalla”.[2] O sea, atender en la narración y la retórica expresiva el gesto discursivo planteado por la construcción cinematográfica.

Mas, por otro lado, hay determinadas irrupciones temáticas y de estilo que, sin ocupar el centro de las preocupaciones discursivas o estéticas de las películas, ejecutan medulares variaciones interpretativas. Según apunta el crítico canadiense, es común enfrentarse a obras que solo ofrecen “textos marginales”, aristas interpretantes, secuencias; las cuales, sin embargo, son capaces de connotar lecturas sustanciales relacionadas con el tema.

Este último es el impresionante caso de Jesús. Aunque desde su planteamiento temático se protege de cualquier militancia respecto a lo homosexual, su continuum dramático sustantiva, tanto en el curso argumental como en la modulación del conflicto, contingencias sociales y psicológicas fuertemente vinculadas a la sexualidad.

Con independencia al trazado argumental, la cartografía que el metraje consuma de la expresión erótica de los personajes registra connotaciones puntuales. La mirada proyectada por la cámara sobre el cuerpo y la conducta de los intérpretes configura una imagen de su mundo de aspiraciones y de las disyuntivas implícitas en su campo de valores que los acoge.

Incluso, toda la primera parte del filme, antes de la irrupción del conflicto, se solaza con elocuente destreza expositiva en documentar la cotidianidad de una juventud al límite en la que los códigos acreditados como parte de los géneros y la identidad sexual juegan un papel básico en la configuración de la experiencia del yo.

Los esfuerzos por liberar el cuerpo sexuado de múltiples formas de violencia.

Es cierto que Jesús ofrece no más que una zona marginal respecto a las implicaciones cívicas y emocionales de la homosexualidad y, en su defecto, de la homofobia, pero es de una incidencia determinante en el crecimiento dramático de la historia y en el alcance del discurso.

Jesús se inspira en el asalto acometido por cuatro amigos a un adolescente homosexual un par de años antes de la realización del filme, un evento que tuvo altísima repercusión en los medios de comunicación chilenos. Pero, si bien esa vejación real sufrida por un gay motiva la anécdota, la narración posiciona el punto de vista en uno de los victimarios, y es justo esa inteligente decisión lo que garantiza sus contundentes resonancias discursivas. La caracterización e interpelación de la conciencia del joven agresor abren un campo de lectura vastísimo para explorar las dimensiones de la violencia machista.

En la historia tejida por la cinta, la agresión en sí misma no es más que el detonante del conflicto, pareciera ser solo la motivación para el desarrollo de este relato. Los acentos discursivos del filme no se consagran en absoluto al desbrozamiento de su acontecer, solo se refiere, se escenifica como (re)presentación del alcance de la irracionalidad del pensamiento homofóbico.

La impactante graficación de la golpiza consumada por Guzzoni condensa en pocos minutos la dimensión de la violencia física y permite después contrastar las dimensiones de otras formas de violencia aún mayores. Dramáticamente, este acontecimiento abre paso a la aguda inmisión en la configuración de la familia como un espacio de antagonismos generacionales, de valores, de visiones del mundo. Dentro de ese especio, Jesús enfoca la suerte del joven homónimo que, en pleno tránsito hacia la adultez, ignora quién es o quiere ser y experimenta, aun con su padre en casa, una orfandad insondable.

Con el muchacho como excusa, se registran los extremos conflictos que desencadenan las crisis de identidad, existencial y de futuro acarreadas por tanta represión y satanización de las sexualidades diferentes. Es la violencia física y psicológica a que está expuesto Jesús, sitiado en un ambiente de violencia machista y desamparo filial, lo que lo empuja a la cárcel y al asesinato.

El guion precisa, por medio de un potente diseño sociológico, que este personaje es preso de una coyuntura emocional y cívica problemática. Su entorno doméstico, sus relaciones interpersonales y la ausencia de la figura materna han moldeado una personalidad compleja, descolocada en su propio ambiente, atrapada en un presente que avanza hacia ninguna parte.

La frágil relación de este adolescente con su padre, sus expectativas y visiones del mundo están demasiado distantes, abisma aún más el precio a pagar por el muchacho ante su miedo por afrontar quién realmente es. Padre e hijo son incapaces de ocupar el lugar del otro.

Incomprendido por el primero, tras la agresión, Jesús se siente acorralado y teme a las consecuencias de la muerte del joven golpeado. Cuando sus amigos lo abandonan, depositan en él la culpa aprovechados de su debilidad emotiva y no tiene más opción que recurrir a su padre, quien, incapaz de asumir con carácter la situación, encuentra como única salida entregar a su hijo a la policía.

Trasgredir las imposiciones ideológicas asentadas por el aprendizaje cultural.

Al interior de esa trama, una sugestiva escena de sexo entre el joven y uno de sus amigos, partícipe también de la golpiza, filmada en una atmósfera cuasi ritualista, pauta de modo radical las coordenadas axiológicas de la historia. A los efectos de la estructuración narrativa, y en una lectura intencionada del tema, esa “escena de sexo homo” reviste una fuerza dramática medular a la hora de precisar el paisaje ético que modela la subjetividad de Jesús y sus amigos.

El sexo es un móvil esencial para sus conductas y la manera en que se practica en la película contribuye a explicar el ámbito implacable en que viven estos individuos: un habitus violento, física y psicológicamente; violento por la propia lateralidad que constituye la adolescencia y por los atributos reclamados por la masculinidad estructurada para tal adolescencia por el medio social en que esta es. La escena desnuda mucho más que los laberintos de la mente y el cuerpo de los personajes.

El discurso autoral presta atención a las particularidades sexuales de estas vidas al entender el cuerpo físico como un terreno de posesión de los significados que modulan el ser y el hacer del individuo.

Durante el primer bloque narrativo, se aloja un espacio tenso de atracción entre Jesús y su amigo, Pizarro, que ausculta la movilidad intrínseca al sexo durante la conformación del sujeto. Ninguno de ellos, en puridad, reproduce las marcas que el aprendizaje cultural ha depositado en la conducta, la gestualidad o el lenguaje del homosexual tradicionalmente estereotipado —a diferencia, como es de suponer, del muchacho agredido y asesinado—, pero el subtexto psicológico advierte, en los diálogos y el comportamiento de cada uno de ellos, una fuerte atracción erótica entre ambos.

En una época en la que el lazo entre sexo y civilidad reviste matices visibles al nivel mismo de lo cotidiano, es insoslayable, dada la edad del protagonista, una lectura abierta de su sexualidad, una experiencia que auspicia la definición misma de la identidad.

¿Por qué el conflicto detona inmediatamente después de que Jesús y Pizarro han tenido sexo? En Jesús, el sexo no acaba en la incitación carnal, aunque es subrayada la inmediatez del estímulo al punto mismo de la excitación. Su potencial discursivo emerge de la eficacia con que complementa el definitivo diseño caracterológico del protagonista, quien, después de todo, se siente atraído por su amigo. Hasta se podría especular que un poco más que atraído.

Jesús advierte sobre la vulnerabilidad ética y social a que está expuesta determinada juventud chilena en un contexto donde las prácticas machistas, el desmembramiento familiar y la lateralidad cultural coaccionan la subjetividad homoerótica hasta someterla a las imposiciones de los modelos heterosexistas.

La sexualidad aflora de forma cardinal. El sexo, un enclave esencial en la formación del (anti)héroe, imposible de excluir si se busca una mirada real y profunda en las dimensiones de su ser, es lo único capaz de registrar la corrosividad del poder y la norma como auténticos causantes de la agresión por sobre las motivaciones individuales.

En América Latina, lo diferente, lo que cuestiona o enfrenta el funcionamiento de la norma, tiende a ser desacreditado.

Jesús consigue esbozar, gracias al preciso manejo dramático y visual de la sexualidad, el carácter arbitrario de la performance masculina que legitima la ley normativa constitutiva del sujeto heterosexual, mientras excluye, expulsa y repudia a la identidad homo.

Recordemos con Butler que la “formación de un sujeto [la construcción del género] exige una identificación con el fantasma normativo del ‘sexo’ y esta identificación se da a través de un repudio que produce un campo de abyección, un repudio sin el cual el sujeto no puede emerger. Este es un repudio que crea la valencia de la ‘abyección’ y su condición de espectro amenazador para el sujeto”.[3]

El joven homosexual se le presentaba a los agresores, en tanto su semejante, como la posibilidad de una crisis radical de sus individualidades. Él era el espejo donde ellos vieron el fracaso de su identidad heterosexual. Y la propia condición homo de Jesús, el placer que encontraba en el disfrute de los cuerpos semejantes al suyo, disparaba la extensión de su culpa. Al escapar de los dictados de la norma, de las regulaciones del deber-ser por ella establecidas, las desestabilizaba, inhabilitaba sus efectos.

La violencia del atraco no viene sino a confirmar la necesidad de circunscribir la autonomía sexual y de género heterosexuales, el carácter abyecto ―falto de una verdadera articulación y legitimación cultural― del individuo gay, y, sobre todo, la producción de un antagonismo entre una identidad y la otra como efecto del poder normativo, el cual queda expuesto en toda su dimensión simbólica en el instante justo en que el goce carnal, el placer físico, experimentado por Jesús y Pizarro alcanza potencia semejante.

La complejidad del abordaje homoerótico de Jesús consuma una de las estrategias más problematizadora de los discursos ético/culturales que cercan las articulaciones de esta temática —como mínimo— en América Latina. Llega a ser, entonces, un modo de socavar el placer de la visualidad hegemónica y las imposiciones del falocentrismo: un correlato de las disposiciones y organizaciones de la sexualidad en el paisaje social del subcontinente. Una crítica demoledora a las contingencias que resiste aún el cuerpo y la sensibilidad homosexual, que continúan siendo entidades traumáticas para la matriz simbólica que regula la subjetivación hetero.

En 2016 tuvo su estreno otra película chilena que, sin el amarre estético de Jesús, propone también un singular abordaje del asunto de marras. Para mayor particularidad, este relato encuentra también su motivación en el mismo suceso y potencia. De igual modo, el personaje del padre como figura dramática, reservándolo incluso —aun cuando la condición sexual y existencial del gay resulta en extremo atractiva—, para el protagonismo de la historia.




Nunca vas a estar solo (Alex Anwandter), título de ese filme, dispone su discurso como oposición a un estado de cosas, no solo social sino institucional, que debe ser eliminado. Participa de esa experiencia estética ocupada en denunciar el (des)ajuste sociocultural que actualmente persiste en censurar la legitimidad de la voz homosexual.

La película se enfoca en revelar diversas implicaciones que dicho proceso de flagelación comporta, sin que ello suponga una postergación de las especificidades del cine. Solo que aquí parece importar más el referente argumental que las instrumentaciones del lenguaje, en la medida en que la obra no escatima recursos en evidenciar su denuncia de los mecanismos represivos que coaccionan al/lo homosexual en tanto que degenerado, sucio, enfermo.

Nunca vas a estar solo se instala en esa zona de la realidad donde los mecanismos represivos informan sobre las duras experiencias por las que atraviesa el otro sexual. Quizás no aporte una arista novedosa al respecto, pero su auténtica mirada sobre los enfrentamientos entre lo homosexual y los cercos impuestos como normativas sociales habla acerca de la pujanza con que la forma cinematográfica se hace a la lógica sociocultural latinoamericana.

Pablo, el protagonista, tiene 18 años, es abiertamente homosexual y vive solo con Juan, su padre, quien pasa la mayor parte del tiempo ocupado, dada la carga de trabajo que debe soportar en la empresa donde labora. Aunque todos cuantos circundan a Pablo conocen de su orientación sexual, prefieren negarlo y el joven, bajo la violencia simbólica que tal actitud supone, se ve obligado —la mayor parte del tiempo— a expresar su verdadero yo en terreno privado o espacios ocultos a la mirada acusadora de los otros.

Pero, principalmente, lo que más debe proteger es la secreta relación sexual sostenida con Félix, su vecino, otro joven que, aunque todo indica que es también homosexual, en su performance cívico simula una rotunda heterosexualidad. Pablo evidencia en su gestualidad, en su mirada, en sus palabras, la aceptación de sus deseos eróticos, e incluso el diseño del personaje manipula a conciencia ciertos códigos del estereotipo gay (el amaneramiento, el gusto por la cultura pop, el encuentro de un paradigma visual en la imagen de la mujer); mientras Félix participa todo el tiempo del patrón hetero bajo los directos de la masculinidad más hegemónica, cuida en extremo la manera en que posa o habla, mantiene una firme y constante vigilancia sobre sí mismo para cuidar que nada delate “su pecado”.

La agresión en sí misma no es más que el detonante del conflicto.

Desde las primeras imágenes y en reiteradas ocasiones durante el desarrollo del metraje, se muestran escenas de sexo entre estos dos individuos, durante el cual, desde luego, siempre Pablo parece estar despojado de subjetividad, ocupando la posición de un cuerpo vacío destinado a satisfacer el deseo de su contrario.

Sin embargo, cuando vemos el medio social, el ambiente donde se mueve Félix, los amigos con los que se relaciona fuera de sus contactos con Pablo, podemos especular que existe un sentimiento real más allá de la posesión carnal. El problema es justo que la presión simbólica, verbal y física ejercida por sus colegas, y también por su tía, mantiene en vilo su personalidad. Él necesita controlar la situación ante el peligro que representaría la salida a la luz de “su desvío”. No quiere experimentar las burlas, las vejaciones, los abusos que pesan sobre su vecino.

Estos otros jóvenes condenan severamente la homosexualidad y rinden culto a la hombría ―lo que resulta evidente en la escena donde Félix visita a Martín, el paradigma de masculinidad del grupo de colegas, quien le pide que no se junte más con Pablo, porque es un débil. Para ellos, Pablo es la expresión pública de lo execrable, el triunfo de lo anormal, el reverso mismo de sus masculinidades.

No les queda otra opción que violentarlo psicológica y físicamente, pues su deber es controlar, eliminar eso que ensucia/destruye el deber-ser de su género. Colocado en medio de esa tensión, entre su deseo de acostarse con Pablo y la obligación de cumplir a pie juntillas con lo que el código de hombría le dicta, Félix se revela como otra víctima de esta historia, puesto que tiene que soportar, al mismo tiempo, el sentimiento de culpa y la represión del deseo. O, con exactitud, desplegar una simulación continua que le impide ser.

Hay un momento de particular elocuencia en relación con la situación experimentada por este sujeto: en determinada ocasión, apenas llega a su casa, la tía le pregunta cuándo tendrá una novia, que si acaso le gusta alguna mujer; a lo que él responde con un no.

Luego se encierra en su cuarto y un corte lo muestra teniendo un sexo frenético con Pablo. Sin dudas, Félix está sometido a la presión de demostrar su heterosexualidad a sus compañeros; siente que está siendo probado de continuo, examinado por la mirada de aquellos. Y como no puede contener ni controlar sus deseos por Pablo, sufre todo el tiempo el pánico de ser descubierto, de ser despojado de su ropa públicamente.

Lo que se hace evidente aquí es la magnitud de una estructura que deposita a unos y otros en posiciones antagónicas, donde unos gozan del poder y otros de la condición de víctimas, al cabo de lo cual, toda seña o marca de lo homosexual es condenada al estigma, privada de su posibilidad de ser.

Es la violencia física y psicológica a que está expuesto Jesús, lo que lo empuja a la cárcel y al asesinato.

Una tarde en que Pablo, después de teñirse el pelo de rubio, sale a caminar con una amiga ―noches antes había sido golpeado por presentarse maquillado a una fiesta donde fue objeto de burla―, dos de los muchachos que suelen acosarlo, borrachos, lo golpean sin piedad, le rompen una botella de ron en la cabeza y le pegan con una viga de hierro.

Félix es quien detiene a Pablo cuando este intenta huir de esos otros y, cuando ya está derribado en el piso, sangrando, y le pide ayuda, lo patea con rabia hasta dejarlo inconsciente. Él tenía que hacerlo, no podía exponerse ante sus compañeros legitimados por la norma social; eso es lo que intenta explicar Juan al padre de Pablito, cuando este último le reclama por el estado en que está su hijo en el hospital, necesitado de una operación urgente de reconstrucción facial por lo gravedad de la agresión.

Cuando Juan insinúa a Félix que conoce de su relación con Pablo, este le grita en pleno rostro: “queré que me ponga a llorar y le explique que tiene un hijo fleto, que le iban a sacar la chucha cualquiera de estos días […], da lo mismo quien le pegó, guevón, el Martín lo estaba ayudando a ser un hombre […], el Pablo estaba cada día más fleto guevón”.

Estas palabras, dichas por quien no puede soportar que se aluda a la naturaleza de su relación con el Otro, confirman el grado de abyección a que puede arribar la homosexualidad, tenida como un estigma que no debe, no puede ser mostrado, condenada a la humillación y la reclusión.

¿Qué lugar ocupa entonces lo homosexual por sobre la praxis de un sujeto particular? ¿Qué pasa tanto con quien no quiere ocultar su identidad sexual como con quien opta por participar de esa ecuación donde el hombre debe remarcar su condición masculina ante los otros hombres?

Al Pablo violar las reglas que la masculinidad hegemónica impone, al procurar consumar su homosexualidad, se ve rechazado e instalado en una zona de marginalidad que le imposibilita vivir con plenitud. Félix está sometido al repudio de sí, al miedo, a la tragedia de no ser, a costa de salvar un honor que no sabe siquiera si le pertenece.

La escena desnuda mucho más que los laberintos de la mente y el cuerpo de los personajes.

Nunca vas a estar solo llega a ser una obra significativa sobre lo que su repertorio expresivo justifica porque quiere trascender las implicaciones tradicionales que circundan la homosexualidad y hacer responsable también a una estructura estatal ineficaz. La cinta destina tres cuartas partes del metraje a visibilizar los obstáculos enfrentados por Juan para conseguir hacer justicia a su hijo: ni el aparato legal se ocupa debidamente del asunto, ni el sistema de salud hace nada sin que medie el dinero demandado por los tratamientos que el joven necesita.

Esa es la ecuación que el filme encuentra para colocar al espectador ante una estructura social, una lógica humana que da la espalda a la situación del “otro” sexual. Durante ese tiempo en que la cámara no hace más que documentar la desesperación del padre por salvar la vida de su hijo, esta cinta alcanza una militancia inapreciable, no escatima recursos para desnudar ese contrato cultural que controla el goce pleno de la identidad ―cualquiera que esta sea― del homosexual.




Otra película que fija singulares variaciones en torno a las problemáticas que implica la homosexualidad al interior de una relación filial entre padre e hijo es la peruana Retablo (2017), ópera prima de Álvaro Delgado-Aparicio, cuyo guion registra la experiencia de Segundo Paucar, un adolescente ayacauchano de apenas 14 años que trabaja como asistente de su padre Noé, un prestigioso maestro retablista de la región, que adiestra al muchacho en el legado familiar.

En ese marco de relaciones, entre los viajes que ambos realizan a las aldeas vecinas para comercializar sus confecciones artesanales y las escenas domésticas con la madre, se recrea un friso nutrido de las costumbres del lugar: las actividades cotidianas, la idiosincrasia, las prácticas laborales, los términos en que sociabilizan las personas, las rutinas familiares; aspecto que parece interesarle particularmente al director, dado que el filme se rodó en quechua, el idioma tradicional de estas comunidades andinas.

Insisto en el esbozo que, de las raíces y del modo cotidiano de ser de esta cultura, consuma el argumento durante su primera hora, puesto que, tras detonar el conflicto, el argumento tenderá a hurgar en el reverso de esa estructura social tan particular que caracteriza a dichas comunidades rurales, donde el tejido cívico es de una aridez feroz, a un grado tal que escucharemos a uno de los jóvenes amigos de Segundo decir “vamos a salir de esta mierda”.

El núcleo temático emerge junto con el conflicto, cuando Segundo, de camino a una fiesta pastoral, observa por la ventanilla trasera de la camioneta, casi por accidente, a su padre mientras realiza una masturbación al chofer. En ese instante el mundo emocional y los términos del vínculo filial se derrumban por completo para el muchacho, pues, para él, aquello no puede ser sino una aberración que viola incluso las leyes naturales.

Escucharemos a uno de los jóvenes amigos de Segundo decir “vamos a salir de esta mierda”.

A partir de entonces comienza a mantener una evidente distancia de su progenitor y a perder la admiración por él, sospecha de sus acciones, se ausenta al taller ―renuncia a la herencia paterna que el oficio representa. A tal punto llega su distanciamiento del padre, que consigue llamar la atención de su madre, quien no comprende qué sucede entre ellos. Tampoco el padre discierne a cabalidad, pues ignora que su hijo ha descubierto sus deseos homosexuales.

En algún momento del metraje, Noé llega al hogar tras haber recibido una brutal golpiza al ser descubierta su “otra” orientación sexual; una agresión que lo deja al borde mismo de la muerte. Y de inmediato se corre la cortina y afloran todas las problemáticas que el discurso del filme quiere sustantivar.

Decía antes que el subrayado de las costumbres distintivas del lugar constituía un dato notable porque, una vez conocida públicamente la orientación homo del respetado retablista, muestran la total dimensión de su violento conservadurismo.

O sea, devienen las principales limitantes para la libertad posible de este hombre, quien se halla acorralado entre un machismo drástico y una concepción del mundo que ve en la homosexualidad un vicio vergonzoso que debe pagarse con el castigo. Por supuesto, su esposa lo abandona y en el pueblo le dan la espalda y le cierran todas las puertas.

Sin embargo, cuando más desprotegido se encuentra Noé ―rechazado de forma tajante por todos, incluso algún personaje llega a hablar de la necesidad de exterminar a los homosexuales―, Segundo, movido por el amor que siente de cualquier manera por su padre y en un intento por comprenderlo, decide permanecer con él.

En medio del conflicto ético y emocional experimentado en medio de aquella situación, el hijo renuncia a sus amigos ―en quienes había buscado prácticas de hombría capaces de corresponder al aprendizaje corriente de la masculinidad― para retornar con su padre en el momento justo en que más expuesto, vulnerable y dañado se encontraba.

Aunque Retablo explora la tragedia que implica ser gay o practicar actos carnales con personas del mismo sexo ―en un ambiente como el que se describe en el filme―, si bien pone en escena ciertas particularidades de la represión que sufren estos individuos en Perú, en puridad, antes que legitimar la homosexualidad, la película intenta consumar una condena a la moral pública que censura, sanciona y juzga estas relaciones, en tanto son la matriz que perturba la libertad del otro, su posibilidad de sobrevivir.

Son la matriz que decide la legitimidad de una forma de vida y la posibilidad de existencia del sujeto. No hay estereotipos cuir en la caracterización del personaje, no hay realce del goce, ni exposición de los encuentros carnales, ni se presentan episodios de seducción y conquista; todo eso permanece detrás de la superficie de las imágenes, las cuales procuran fundamentar la sanción social y el peso de la humillación.

Noé resulta, a un nivel todavía hoy sorprendente, un cuerpo patógeno, una anomalía para la economía sexual y la ley ética que rigen las tradiciones y la cultura de este pueblo. El grado de la golpiza que recibe y su muerte posterior son el equivalente de su pecado; son la consecuencia inevitable por claudicar a sus instintos o necesidades eróticas diferentes, por consumar sus placeres sexuales por el cuerpo de sus semejantes.

Acorralado entre un machismo drástico y una concepción del mundo que ve en la homosexualidad un vicio vergonzoso que debe pagarse con el castigo.

La singularidad de esta obra reside en su trasgresión a los dictados del patrón masculino en el marco de relaciones sociales establecidas. Hay una pregunta que la perspectiva protagónica de Segundo plantea: ¿qué significa para él ser un “hombre”?

Aun cuando su padre ha caído en el desprestigio absoluto ―ha sido degradado a los niveles más deplorables que una persona pueda soportar―, ¿por qué permanece a su lado, renunciando incluso a la compañía de su madre? Si al final Segundo resuelve volver al taller y retomar la tradición de su familia, no se puede suponer menos que, con el aprendizaje que la experiencia de su progenitor le deja, enfrentaremos, ahora, a un hombre diferente.

Además del realismo de las imágenes ―realismo que implica la pretensión de aprehender, desde las posibilidades de la ficción, las conflictividades, apariencias, antagonismos, luchas de intereses, prácticas de subjetivación distintivas del cuerpo social referido en el filme―, también debemos tomar en cuenta los silencios y los vacíos que permanecen en la trama, mirar detrás de cuanto muestra la pantalla, tratar de aprehender lo que la dramaturgia calla.

Ahí habita, como el trasfondo del que se recorta la historia, el fantasma político de la sociedad. Tanto en esta película como en las anteriores, el espectro de violencia que abraza lo homosexual conduce a agresores y agredidos a la destrucción total. Unos experimentan la muerte física, los otros una muerte cívica, una muerte en vida que se traduce en la infelicidad y la condena por no poder ser o tener miedo a ser. Mutilado, vejado, excluido, dominado, humillado, castigado por otros, permanece siempre el homosexual en la posición de condena.

La crueldad y la violencia con que se arrojan los delegados de la Ley sobre el cuerpo de Noé resume la fijación, el anudamiento material del que disfrutan actualmente esos regímenes de poder, para los cuales el individuo homosexual debe ser aniquilado.

La propia construcción de la masculinidad no puede seguir operando al interior de formaciones culturales donde la jerarquía hetero deseche por completo al otro, para erguirse más a partir de su negación. Estas actitudes son consecuencias de las (re)idealizaciones de la heterosexualidad en su afán por afirmarse como “lo natural”, que desplaza todo aquello que considera anómalo e interfiera en su fortalecimiento como sistema, como explica con elocuencia Butler.

Eliminar al gay es el modo perfecto de perpetuarse, pues este deviene —en sus palabras— un fallo en la maquinaria de su economía sexual.[4]

De ser cierto que la performance heterosexual, como subraya la autora de Cuerpos que importan, “está acosada por una ansiedad que nunca puede superar plenamente, que su esfuerzo por llegar a ser sus propias idealizaciones nunca puede lograrse completa y finalmente, y que está de continuo asediada por ese dominio de posibilidad sexual que debe quedar excluido para que pueda producirse el género heterosexualizado”, el cine podría ser —tal como lo ha sido— el espacio para sustantivar esos dominios abyectos, hasta conseguir subvertir y reinventar los términos de la cultura y los discursos que ordenan nuestros vínculos sociales.

Es evidente que los comportamientos “diferentes” continúan siendo un problema, que la elección sexual estremece aún el resto de los ámbitos de la vida. El cine se ha vuelto un medio para descifrar esas problematizaciones y pensar un cambio que, como apunta Foucault en el exergo con que abre el artículo, viabilice nuevas posibilidades relacionales que permitan al individuo experimentar la libertad.




Notas:
[1] En relación con este asunto, B. Ruby Rich apunta que “el movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano […] se había desarrollado de acuerdo con los movimientos de liberación nacional […]. Fue una época emocionante, pero, con pocas excepciones, las películas de esta época eran abrumadoramente heteromasculinas, dejando tanto al género como a la sexualidad fuera de su alcance en tanto llamado a las armas cinematográfico, muy propio de su época en este sentido”. (Traducción del editor.) Asegura que con los años 80 retorna la posibilidad de un acercamiento a las cuestiones de la sexualidad, mas antes certifica que “en la última década del siglo XX y en la primera del XXI, eso comenzó a cambiar: surgió un Nuevo Cine Cuir dentro del resurgimiento de la energía (y el interés externo) en el cine latinoamericano, y, de hecho, ha proporcionado un contrapeso crucial a la deriva hacia las normas de la industria cinematográfica global en los cines nacionales, los que alguna vez fueron el sitio de experimentos innovadores y revolucionarios desde la oposición política y estética”. (Traducción del editor.) New Queer Cinema. The Director´s Cut, Duke University Press, London, p.142.
[2] Robin Wood: “Responsabilidades del crítico de cine gay”.
[3] Judith Butler: Cuerpos que importan. Sobre los límites materiales y discursivos del sexo. Paidós, Buenos Aires, p.20.
[4] Ibídem, pp. 184-185.


© Imagen de portada: Fotograma de filme Jesús.




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Poder y saber en Cuba totalitaria: una relación envilecida

Oscar Grandío Moráguez

Utopías violentas como el fascismo y el comunismo se han beneficiado históricamente del apoyo de intelectuales como participantes directos en estos procesos a niveles locales. Intelectuales que se convertirían luego en parte de sus élites estatales gobernantes.






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