Brillos de azules
Ahora que en el cielo hay luna
y que duerme la bahía,
a los regalados soplos
de la bulliciosa brisa,
hora es de entrar al bote
y de abandonar la orilla,
y de volar, compañeros,
a la alegre pesquería.
José Jacinto Milanés. “La pesca nocturna”.
Ahora la bahía duerme sobre el cristal del día.
Hugo Hodelín Santana. “Ahora”.
Versailles:
sentado en el muro
un viejo al sol.
Encaro la bahía de Matanzas curado del pavor que me inyectara una noche la página sangrante, marginal, de Bernal Díaz del Castillo. A veces, casi siempre, contemplo solitaria esta bahía: algún barco, o ninguno, a la vista. Otras veces, casi siempre, no contemplo tan solitaria esta bahía: gente de cualquier edad nadando en la orilla, o alejándose entre olas, alguno movido a vela, pescadores avanzando, o detenidos, de pie sobre sus botes, turistas caucásicos impulsados a remo cual solo ellos navegan las aguas ultramarinas.
Puente ferroviario:
secándose la ropa
de una familia.
Aquí, no hay malecón que medie entre el mar y el nervio urbano. Llegar al litoral, llegar a un paso de la bahía sin sentir alrededor el peso de una ciudad. Quizás, por no ser el litoral de la ciudad desde la que he partido. Abarcar esta bahía con una sola, misma mirada: uno de sus obsequios. Uno impensable a casi un centenar de kilómetros. El mar, huele distinto al mar que contiene la bahía de la ciudad desde la que he partido. Ir entrando a Matanzas por Vía Blanca y divisar más de un color extendido por todo lo largo, por todo lo ancho del mar irradiante: uno de sus obsequios. Uno difícil a casi un centenar de kilómetros. Aquí, la luz señorea por todo lo largo, por todo lo ancho de la bahía más honda en la isla.
Aura tiñosa:
sombra por las paredes
de La Vigía.
Está el placer de avistar, así de pronto desde Vía Banca, ciudad y bahía distantes. El placer de aproximarnos, de adentrarnos en el barrio francés, pórtico de una ciudad que sus decimonónicos nombraron Atenas. A la que, aun, demasiados de los suyos nombran Atenas. Penetrar Matanzas por la Central no tiene el mismo sabor. No es penetrar de veras Matanzas. Pisar Matanzas sin abarcar la sosegada bahía, no es pisar de veras Matanzas. No tiene el mismo sabor. Es entrarle por la espalda a la ciudad sin mirarla de frente, sin mirarle al rostro. Marcharse de Matanzas en la tarde, en la noche, sin la aventura incierta de los viajeros de pie en el Viaducto, sin que Vía Blanca nos devuelva por casi un centenar de kilómetros, sin que el mar liso nos siga hasta perdérsenos por el barrio francés, que antes fuera pórtico, que será despedida, no me sabe a haber penetrado, a haber pisado Matanzas.
A tren pasando
suena el puente de Tirry:
camiones, ómnibus.
No sabría si la deidad africana impera, también, en esta bahía, si se entregan ofrendas, también, a sus mansas olas. Echo de menos alguna lancha de pasajeros que, también, la atravesara. ¿Estaría el placer de avistar, distantes, ciudad y Vía Blanca, desde todo lo largo, todo lo ancho del mar de mi pavor? ¿Pavor me sobrevendría a bordo de alguna lancha de pasajeros que atravesara la bahía, la página sangrante, marginal, de Bernal Díaz del Castillo? ¿Qué fue de aquellos cuerpos españoles? ¿Qué fue de aquel navío de españoles? ¿Ofrendados a sus mansas olas? ¿Sepultados en la más onda bahía en la isla?
Una de las tiñosas
posándose en el muro.
Río San Juan.
La ciudad que sus decimonónicos nombraron Atenas. A la que, aun, demasiados de los suyos nombran Atenas. Empresas nombradas Atenas. Ómnibus nombrados Atenas. Sitios web nombrados Atenas. Su bahía, entonces, contendría al mar Egeo, a la flota que plantó batalla a los persas. El barrio francés, al areópago, el Parque de la Libertad, al ágora, la ermita de Monserrate, a la Acrópolis. El nervio urbano, a ciudadanos atenienses. La deidad griega, entonces, imperaría en su mar, admitiría ofrendas en sus mansas olas. Quizás, esa no es la ciudad hacia la que he partido. Resplandores en lugar de trirremes. Aquí, no me esperan ni me reconocen. El saludo a unas tres, cuatro personas que busco, y no saben quién soy.
La sombra del puente
ferroviario en las aguas.
Nadie que cruce.
A50 (antigua Ruta 5)
Parada de la Virgen del Camino.
En mitad del viaje, un timbrazo de V al móvil. Ni una semana aun del reencuentro y ya un timbrazo de V al móvil. Unos años sin vernos, nada más unos años, y el reencuentro casual la noche del domingo. Portal de Reina. Whisky a oscuras (¿qué hacías con una botella en tu mochila?) en el Curita. Cenar juntos en aquella fonda (todas las que me descubriste en el Barrio Chino), saboreando tu conversación. No recordabas las veces, pocas, pero las veces en que nos vimos, siempre cruzándonos en alguna calle, y en que cambiamos gratas palabras. Tu memoria me recuperaba por los años en que nos descubrimos en ese curso impartido por un grande de la escritura para las tablas, que no terminaste. Bastó para caernos bien y sentarnos a charlar, apenas charlar, mostrarte videos en mi laptop, verte reír, una que otra vez, en los rincones universitarios.
Esta vez recuperamos, recuperaste inevitablemente, a M, nuestro M, tu M –tuyo más que de nadie. M muerto a lo terrible y bajo tierra hace ya año y más. Tiempo que seguimos pisando los vivientes. El terrible M que te acaparaba, que te colmaba, ya juntos, ya intermitentes. No lo sabría. Supe de su posesividad sobre ti. De cómo marcó reticente frontera entre mis presumibles intenciones y tú. No lo supiste entonces, no lo sabes ahora. Tú, que lo recuperas inevitablemente en la conversación y yo te consiento en todo: el bueno M, el generoso M, el por tantos querido M: según tú. Ok. Muerto a lo terrible.
En mitad del viaje, tu timbrazo, V, al móvil: tu nombre timbrando en mi móvil y no evito relamerme como un patán.
Ah… la tarde…
El ómnibus quedó
casi vacío.
Los pasos bordeando La Fraternidad.
Con olor a V en la mente me interno en Centro Habana. A la mente, M el terrible, su conversación siempre mórbida. Siempre un remolino viscoso alrededor, a tu alrededor siempre, V. Un remolino cuando tu distancia lo picaba. M recriminándote idas y venidas. Revelándome su posesividad como real sobreprotección. Paternidad a conveniencia, M. Novilla mal domesticada, presta a regresar a tu redil cavernoso, a tubocado caliente. Gemidos telefónicos, incorregible colegiala. Según M. Que no volverá a sentir olor a V, ni a saborearle a V la conversación.
No fue un gemido el timbrazo de V a mi móvil, sin que aun haga una semana del reencuentro.
Aun no.
Algo estará empezando, V. Algo puede estar empezando en mitad de la semana con tu timbrazo, V, con whisky y una cena juntos, el reencuentro casual la noche del domingo, en un portal. Algo podría reanudarse: algo inconcluso, postergado, por empezar. Algo que para M pudo ser presumible en un momento enterrado, y que hoy, tiempo que sigo pisando, solo yo sé. Algo sobre lo que M, muerto a lo terrible, pudo ponerme en aviso.
Comido el dulce,
entre los dedos restos
de mantequilla.
Dos repartos
Entre Río Verde primero, Mazorra luego, voy para seis meses viniendo. Bajándome en la parada del hospital y nunca un loco a la vista.
El hospital de los locos.
Ver alguno, a varios, natural curiosidad en cada arribo. Apenas unos cuantos trabajadores, a saber si locos, medios locos, si cuerdos, medios cuerdos, distantes por las áreas que encaran la avenida.
Solo aquel muchachón largo, desfigurado por el arrebato, con él, una mujer, un hombre: viejos. Difícil lograr un taxi, tres plazas libres, en la tarde en Rancho Boyeros. Fijo el trastorno en el rostro del imberbe. ¿Se habrá enterado del viaje en familia? ¿Del gesto acariciador del viejo?
Rosas en los charcos.
Al sol, avanzo
por la calleja.
Un hospital cargado de locos.
A sus espaldas el barrio tocayo. Los chicos a la espera del sofista a domicilio: ella, él, estas mañanas a la expectativa, en la resaca de los Rolling Stones y su manager Barack Obama. Agradables estos chicos. Madridistas. Hijos de gente familiar, de esa que reconforta conocer. Alocadas, las chicas al otro lado de Rancho Boyeros. Las tatas. De ojos verdes la tata de Río Verde. Súper alta la tata de Alta Habana. Medio madridista la tata anfitriona, novia de un recluta culé. La otra tata, aparte del modelaje, aparte del novio negociante, quién sabe su filiación, la que fuere. Loquísimas. Risueñas hasta por gusto. Una locotas.
Hasta que abran,
espero a la sombra de las ramas
del patio de enfrente.
Seguramente habré visto uno, o más locos, por las áreas que encaran la avenida, una de estas mañanas, una de estas tardes, llegando o yéndome de los alrededores de Mazorra –uno o más pacientes, al decir de algún que otro facultativo.
El puente sobre Casiguaguas
Aguas urbanas, apacibles, avanzan bajo el paso de hormigón hacia la Chorrera: penetrarán la bahía, se internarán en el océano. Esta corriente corta la ciudad imponiendo una frontera. Desde la altura de doble vía que conecta El Vedado con el oeste, grato es asomarse al parque boscoso, al curso verde de las aguas donde algunos paseantes reman, donde algún pescador hunde sus hilos.
Un verano crucé con R el hormigón. La vez primera, quizás, que lo sentí bajo mis pies. R, ya libre del servicio militar, se iría en septiembre a la universidad. Yo lo acompañaba al Kohly a saludar a un viejo con quien trabajara en su año de boina roja. Cruzaba aquel camino transversal, suspendido en el aire iluminado, oyéndole contar del mal tiempo de recluta, pero imaginándolo desfilar entre soldados de celuloide que silban una marcha jovial. Salimos a 23, en una casa vendían pru embotellado. El mejor, quizás, que he probado.
Transcurridos más de diez años, pronto habrá transcurrido el primero desde la partida de R, el primero desde que me dijera en el aeropuerto, antes del abrazo, antes de alzar, vidriera por medio, las manos del adiós, que no regresaba más.
Aun venden pru embotellado en esa casa. Será el hombre de entonces al que he visto recién, antes o después de tomar el paso de hormigón, antes y después de la partida de R. Quizás. No he vuelto a probar el mejor pru tras ese verano ido en la corriente.
Un solo bote
por el Almendares.
Atardecer.
El océano al que avanzan estas aguas impone la frontera que circunda y encierra la isla. Mi tiempo, transcurre sin que aviste desembocadura. Mientras, podría desfilar solo y con paso marcial desandando el hormigón, silbando aquella misma marcha jovial, yo que nunca fui reclutado, que al menos libré del servicio militar.
Los bienaventurados
Otra vez sin dinero, saciado mal que bien, tirado por ahí, o aquí tirado. Rincón de La Habana entre todos los rincones de La Habana. Rincón del universo, todos los rincones del universo. Cuatro Caminos. Las horas llamadas altas. Ninguna música. Ningún artilugio electrónico, dígitos audibles, ningunos audífonos, con que matar el tiempo en espera. Silencio. Música original, primera que todas. Increada. Cuatro Caminos que no están a la vista. Ni a estas horas ni a las otras, las que llamaríamos medias y bajas horas. El nombre para un lugar. Lugar que fuera, que fueron, cuatro caminos, lugar que es, que son, Cuatro Caminos. Uno siempre es uno solo, parado en dos pies, y, como el sabueso, parado en cuatro patas, no puede más que ir por uno de los cuatro caminos, o puntos cardinales.
D, vista en lo nocturno de ayer, D, posible únicamente de ver en lo nocturno. Fronda de abundante corteza, fruto en cincuentenaria sazón, árbol macizo, encimado, de perenne follaje. Densa aparición en lo nocturno de ayer, no sabré si oportuna o conveniente, si salvadora –buscada. Holguín. Flor de ventoleras por aquel rincón entre todos los rincones de La Habana. Tres cartas de advertencias policiales. Un arresto la víspera. Puesta en la calle, largada del cuarto (la habitación, diría) por la vieja arrendadora. D hacía las calles y yo mataba el tiempo, las horas llamadas altas.
Sin pasar ómnibus.
Jadeando, un perro veloz
a mis espaldas.
D sonriéndose, sentándose en aquel banco, a mi lado. D soltándose a la conversación, al soliloquio, a la autobiografía discontinua, al conteo de las inclemencias de estos rincones de La Habana. Otros de los rincones del universo, D. Jesús María. Hijo y Madre que no están a la vista. Ni a estas horas ni a las otras, las que llamaríamos medias y bajas horas. El nombre para un lugar. Lugar que fuera Jesús, María y José, lugar que es Jesús María. Uno siempre suplica a uno, a dos, a tres, y, cuántos sean, conducirán la plegaria por un solo Camino, o Punto Cardinal. D me encantó más la noche primera, viéndola en la pública semipenumbra de las horas llamadas altas, oyéndola en aquel banco, a mi lado, me encantó D más que en la noche segunda, en otro banco, más que a la luz enclaustrada de un cuchitril lechero, donde fugaces arrendatarios. De haber poseído mi propio cuartucho, mi propia habitación, D habría sido, dijo, toda para mí: yo, su sabueso arrendador. Lo diría antes de irnos del otro banco, al cuchitril lechero, la noche segunda. La noche primera, sin dinero, tocarle y verla ir, besarle y verla ir. Puesta en la calle, largada del cuarto (la habitación, diría) por la vieja arrendadora, precisaba de fortuna: suerte y capital. D hacía las calles y yo mataba el tiempo, las horas llamadas altas.
Entre la noche primera y la noche segunda, las horas que llamaríamos medias y bajas horas. Densa fijación. No sabré si oportuna o conveniente, si salvadora –perseguida.
Cerca el ciclón.
Sentado en un portal
de madrugada.
D, vista en la noche segunda, D, posible únicamente de ver en lo nocturno. D sin sonreír, sentada en otro banco, a mi lado. D soltada a la conversación, al soliloquio, a la autobiografía discontinua, al conteo de las inclemencias de estos rincones de La Habana. Todos los rincones del universo, D. No me encantó más que en la pública semipenumbra de las horas llamadas altas, la noche primera, no me encantó más que oyéndola en aquel banco. De haber poseído mi propio cuartucho, mi propia habitación, mi rincón en el universo, D habría sido todo para mí: ella, mi solo camino, o punto cardinal. Madre e hijo posibles únicamente de ver en lo nocturno.
Saciado mal que bien. Tirado por ahí, o aquí tirado. Otra vez sin dinero. La Habana un rincón entre todos los rincones del universo. Las horas llamadas altas. Ninguna música. Ni venida de afuera ni detonada adentro. Ni creada por espíritu de naturaleza ni por espíritu de hombre. Silencio. Música original, primera que todas. Increada. Recreada por espíritu de naturaleza, por espíritu de hombre. Jesús, María y José. Ningún artilugio electrónico, dígitos audibles, ningunos audífonos, con que matar el tiempo en espera.
Hombres de negocios
Frías las vísperas del amanecer, y tanta gente poblando los alrededores de La Fraternidad. Más de una guagua, más de un metrobús, avanzando luces por Monte y por Reina, cortando el silencio de la madrugada pronta a disolverse. Mi posible guagua, mi metrobús posible, digamos que se hacen esperar. Salí temprano en tu búsqueda, N, sin ganas del encuentro, y fui consentido por la fortuna. ¿Para qué llamarte, N? ¿Para qué acordar esta cita a la que acudí apostándole a no hallarte? Un viejo, tirando de un carrito, se acerca al grupo in crescendo de quienes aguardamos: su frente proyecta luz sobre la acera. ¿A esta hora un turista explorador de los escombros…? “Cuatro pesetas por un peso. Cuatro pesetas por un peso. Ahorre su dinero”. Uno de esos jubilados que van por las paradas, ganándose una tierrita. Le doy tres monedas plateadas: quince pesos al trueque callejero. Las aclara fijando la linternita en su gorra, me extiende sus monedas envueltas en tubitos de papel. Su tierrita peseta a peseta. Las gracias y buen día. Gracias a usted, joven.
Detrás de la copa de la ceiba,
pierdo una estrella fugaz…
Veré luz, el amanecer, a bordo de mi posible guagua, mi metrobús posible, dormitando en el trayecto, pestañando cada tres o más paradas, mal cuidando no pasarme la mía. N, seguramente volveré a llamarte para quedar en una cita que no deseo, seguramente, N, tú me llamarás antes y ya nos veremos por ahí, o no. Otro viejo entre el grupo in crescendo de quienes aguardamos, propone bizcochos a peso. Flaco, no asemeja un aventurero caucásico en pos de los escombros. Le compro dos, los saca con tenacitas de una caja de cristal: sin el calorcito del acabado, pero sabrosos. Su tierrita biscocho a biscocho. Las gracias y suerte, amigo. Hijo, gracias a ti.
El Estado como dominio privado: el caso de Ucrania
Por Oleksandr Fisun & Uliana Movchan
En Ucrania son visibles varios signos de clientelismo presidencial. Un presidente clientelar y unos oligarcasque buscan rentas son los principales actores del sistema político del país.