José Kozer

Wo 

El filósofo Mo Tse enseña: refutarme es como 
            tirar huevos a una roca. 
Se pueden agotar todos los huevos pero la roca 
           permanece incólume. 
El filósofo Wo agota los huevos del mundo 
contra una roca 
y la conquista. 
Primero, al hacerla memorable. 
Segundo, porque en lo adelante y dada su 
           amarillez excesiva, 
           quienes acuden a la roca 
          confunden la luna y los caballos. 
Y tercero, aun más importante: un veredicto 
          actúa sobre otro 
          veredicto,
          anula la obsesión de sus palabras. 



Gramática de papá

Había que ver a este emigrante balbucir verbos 
          de yiddish a español,
había que verlo entre esquelas y planas y 
          bolcheviques historias
naufragar frente a sus hijos,
su bochorno en la calle se parapetaba tras el 
          dialecto de los gallegos, 
          la mercancía de los 
          catalanes,
se desplomaba contundentemente entre los andrajos de 
          sus dislocadas conjugaciones,
decía va por voy, ponga por pongo, se zumbaba 
          las preposiciones,
y pronunciaba foi, joives decía y la calle resbalaba,
suerte funesta déspota la burla se despilfarra por 
          las esquinas,
y era que el emigrante se enredaba con los verbos,
descargaba furibunda acumulación de escollos 
          en la penuria de los 
          trabalenguas,
hijos poetas producía arrinconado en los entrepaños 
          del número y desencanto 
          de las negociaciones,
y ahora sus hijos lo dejaban como un miércoles 
          muerto de ceniza,
sus hijos se manchaban hilvanando castellanos,
ligerísimo como sus hijos redactando una sintaxis 
          purísima,
padres a hijos dilatando la suprema exaltación de 
          las palabras,
húmedo el emigrante se encogía entre los últimos 
          desperfectos de su 
          vocabulario rojo,
último padecía para siempre impedido entre las 
          lágrimas del Niemen,
          fin de Polonia.



Mi padre, que está vivo todavía

Mi padre, que está vivo todavía
no lo veo, y sé que se ha achicado,
tiene una familia de hermanos calcinados 
          en Polonia,
nunca los vio, se enteró de la muerte de su 
          madre por telegrama,
no heredó de su padre ni siquiera un botón,
qué sé yo si heredó su carácter.
Mi padre, que fue sastre y comunista,
mi padre que no hablaba y se sentó a la 
          terraza,
a no creer en Dios,
a no querer más nada con los hombres,
huraño contra Hitler, huraño contra Stalin,
mi padre que una vez al año empinaba una 
          copa de whisky,
mi padre sentado en el manzano de un 
          vecino comiéndole 
          las frutas,
el día que entraron los rojos a su pueblo,
y pusieron a mi abuelo a danzar como un 
          oso el día sábado,
y mi padre se fue de la aldea para siempre,
se fue refunfuñando para siempre contra la 
          revolución de octubre,
recalcando para siempre que Trotsky era un 
          iluso y Beria un criminal,
abominando de los libros se sentó chiquitico 
          en la terraza,
y me decía que los sueños del hombre no son 
          más que una falsa 
          literatura,
que los libros de historia mienten porque el 
          papel lo aguanta todo.
Mi padre que era sastre y comunista.



He venido a llamar trece hombres

He venido a llamar trece hombres para que vengan 
          a enterrar a mi abuelo.
Vaya, que le pongan a mi abuelo el batilongo del 
          esplendor los judíos.
Sí, que lo carguen en cenizas, a este cordero 
          lechoso, que se desgrana 
          su carne blanca en las 
          urnas.
Y todos los judíos de Ostrava, de Zvolen, de 
          Ternava y de Brastislava
vengan a Praga a ver como lamentan los 
          ancianos la expulsión,
saquen las cajas de cuero cuadrado y amárrenle 
          los brazos para que 
          peregrine por los 
          abecedarios del 
          Deuteronomio,
para que abuelo peregrine con sus grandes cajas 
          de habas entre los 
          hombres de negocios.



Este es el libro de los salmos que hizo danzar a mi madre

Este es el libro de los salmos que hizo danzar  
          a mi madre,
este es el libro de las horas que me dio mi 
          madre,
este es el libro recto de los preceptos.
Yo me presento colérico y arrollador ante 
          este libro anguloso,
yo me presento como un rabino a bailar una 
          polca soberana,
y me presento en el apogeo de la gloria a 
          danzar ceremonioso 
          un minué,
brazo con brazo clandestino de la muerte,
yo me presento paso de ganso a bailar 
          fumando,
soy un rabino que se alzó la bata por las 
          estepas rusas,
soy un rabino que un Zar enorme hace 
          danzar ante los 
          bastiones de la 
          muerte,
soy el abuelo Leizer que bailó ceñido 
          ceremoniosamente 
          al talle de la abuela 
          Sara,
yo soy una doncella que llega toda lúbrica a 
          dilatar las fronteras  
          de esta danza,
yo soy una doncella dilatada por un súbito 
          desconcierto de  
          los tobillos,
pero la muerte me impone un desarreglo,
y hay un búcaro que cae en los grandes 
          estantes de mi 
          cuarto,
y hay un paso lustroso de farándula que  
          han dado en falso,
y son mis pies como un bramido grande de 
          cuatro generaciones  
de muertos.



Desolación de Rebb Leizer

Pues fue su tierra duramente la aldea Chejonov.
Rebb Leizer chancleteó por los hornos de 
          carbón con la cabeza 
          rapada.
Rebb Leizer almacenó insaciables toneladas 
          de papas en los túneles 
          de una casa.
Pequeñito palpaba la sal de la atrición con la 
          punta de los dedos.
Y con la punta de los dedos alzaba pequeñito 
          la exhalación de los 
          salmos.
Su voz ardía entre los cráteres rojos de una 
          cronología.
Goteaba la yema del dedo índice un vino 
espeso.
Rebb Leizer distribuía entre sus hijos la 
          tentación del oro.
Evadía con su bastón intransigente la 
          redondez agreste de 
          los panes.
Y acodado a los suplicios de un mostrador
desconocía el sobresalto de los peces, la 
          brumosa indecisión 
          de un puerto.
Sus siete hijos perecieron
entre los ancestrales engranajes de la guerra:
y Rebb Leizer afirmando el muñón de los 
          sufrimientos.
Y Rebb Leizer anotando paradigmas en 
          un libro sagrado.



Naturaleza muerta de Franz Kafka (tríptico de Franz Kafka)

Le cupo amar los gorriones.
Porque era un hombre abundante y detestable 
          quiso creerse oscuro como 
          si fuera un habitante de la 
          ciudad de Viena condenado 
          a inspeccionar el mundo 
          desde los ventanales que 
          Stalin concibió en el 
          Kremlin.
Pero soñaba también con los cañaverales.
Vio un día que lapidaron la imagen de San Juan 
          de Patmos en los ojos 
          rasgados del fuego.
Y se sintió circundado de palomas.
Vasto en exceso, conoció momentáneamente las 
          desdichas de la ambigüedad.
Creyó verse asesinado entre los matorrales por los 
          gendarmes.
Por su falta de clarividencia conoció el futuro.
En la piedra de los holocaustos comprendió su 
          significado.
Dejaba demasiadas circunstancias por terminar.
Nadie compareció: llamaban a los fiscales en la 
          piedad.
Lo empezaron a buscar por Praga o en la incesante 
          garúa de Lima
pero solo desenterraban el veredicto que dejó en 
          las bibliotecas.
Nadie entre tantísimos documentos lo quiso consolar.



Meditación

El cencerro. 
Diez golpes de la esquila y contra el batintín, 
                    diez 
golpes. La cuerva 
se agita sobre el cuervo, la ardilla unos meandros 
          apresuradísimos tras 
la ardilla: algarabía 
los gorriones. La helada colma de carámbanos 
          las altas ramas del 
          viejo 
sicomoro: alba 
y fractura de una alta rama, pedregosa. Cae 
con su silencio 
de saeta y el cuervo se agita sobre la cuerva, 
          retraimiento 
momentáneo 
la ardilla: el gong, diez voces. El samurái da 
          un paso al frente, 
          tropieza con la 
          sombra 
del Emperador. 



Satori

El gusano 
(impenitente) 
(otro aspecto del 
interrogatorio de 
Dios) se concibe 
a pies juntillas 
causa (eficiente) 
de destrucción de 
la manzana. 
Falaz.
Falaz.
Horada
(avanza) a 
sabiendas que
la manzana
le entrega
un cuerpo 
carnoso 
(redentor). 



Ánima 

Un campo de achicoria. 
La vaca pastando la vaca pastando. 
El campo agostado un último ramillete de achicoria 
          en el florero de casa. 
Círculos en derredor de sí misma el aura tiñosa.
Secos los campos muerta la flor de achicoria en el florero.
La tiñosa cebándose la tiñosa cebándose de la víscera azul de la res. 



Ánima 

Grácil es el vuelo del ave de carroña. 
Aura tiñosa amada, monda el hueso donde el corpúsculo 
          lo tritura a la estupefacción 
          de la carroña. 
Aura tiñosa, roya del aire, carcoma de estupefacción, de 
          ti misma tiñosa. 
Ingiere traga atraca: desembucha el largo círculo 
          concéntrico de vuelta al 
          antecedente primero 
           (gástrico) de tu vuelo. 
Herida fugitiva la carroña a tu boca. 
No temas, aura, la gracia postrera de la pestilencia: Eva 
          apetece flores, la carne 
          descompuesta de Adán 
          se reordena al resplandor 
          de un orificio: secundaria 
          avidez, tus garras. 
Intercédase por mí con el aura tiñosa: seré su alimaña 
          de los campos, dígnese a 
          concederme por vía de la 
          euforia del día (Dios) a 
          perpetuidad en su euforia: 
          perpetuidad irreprimible 
          del conejo de Indias al 
          algarrobo a la hojarasca 
          del conejo de Indias. 



Ánima

Mi nombre, mal pronunciado, será una calle. 
En un farol se posará a dormitar la lechuza en 
          la madrugada. 
Será una calle rectilínea perdiéndose en una bahía 
          de hondo calado cuya 
          refracción recorre la 
          configuración del 
          caimán en dirección 
          contraria se abalanza 
          saeta perpendicular 
          rumbo a una calle 
          oblicua (innombrable)
          a la entrada de la Ciudad 
          de los once cimientos. 
Me gustaría que en sus dos extremos (y ya sin otro 
          incremento) hubiera una 
          maceta con vicarias 
          blancas (inmarcesibles)
          su reflejo en lo alto 
          chispas de un hormiguero 
          hecho de la duración de 
          toda la duración que 
          engendrara en carne
          viva la figura (no
          merma) de mi abuelo. 



Autobiografía

Exhorta las aves, una de las paredes en sombra de su cuarto, 
          exhorta el vano de 
          la ventana, el cuadro 
          naïf que le obsequiaron 
          en Chile, aves acudid al 
          cuadro, acompañadle de 
          nuevo a Chile, Isla Negra, 
          la casa de Neruda (una de 
          tres) estaba cada vez más 
          gordo, almorzar con 
          Damaris Calderón. 

Leer la prensa de los años cincuenta, véase cómo el 
          tiempo no transcurre, 
          El MundoEl País, el 
          Forward (yidisher 
          zeitung) ver la hora de 
          Mamacusa Alambrito, 
          la Taberna de Pedro 
           (Pedro Polaco y 
          Palanganovich) los
          martes.

Sentarse en el suelo a jugar a los yaquis, palitos chinos, 
          a las damas con su 
          hermana la señorita 
          Sylvia entrando en 
          el baile que la bailen 
          que la bailen, el Barrio 
          de las Yaguas, y ojo, 
          no ir a Rancho Boyeros 
          que esta vez no se 
          regresa a la Isla de 
          Corcho, concho. 

Bandadas de tojosas lo mandaban a callar, las 
          desafía, se callan las 
          buchonas, torcazas, 
          no hay manera de 
          ponerse de acuerdo, 
          una Isla de cuatro 
          kilómetros de largo, 
          tres metros de ancho 
          y no hay modo de 
          entenderse. ¿Qué quedó? 
          ¿Tirar a bachata una vida, 
          ver caer desinflado el globo 
          de Cantolla? A todo lo largo 
          del Pacífico delfines, 
          cormoranes, en el cuadro 
          de la habitación un barco 
          a vela, bandera chilena, 
          Damaris Calderón señala 
           (estatuaria) desde un 
          silencio un gran silencio 
          bosques de jagüeyes 
          grandes y chicos, un 
          quiltro, un perro sato 
          afueras de La Habana 
          y aquella huella fuera 
          jueves o viernes (seguir 
          leyendo) que tanto 
          preocupaba a Robinson 
          Crusoe. 



De mis diarios

Esperando a Godot, comprar. De repente 
          reaparece la etapa en 
          Mills donde trabé 
          amistad con Alvin 
          Curran, todavía vive 
           (vivimos) Curran, 
          Roma, yo (¿no te 
          jode?) Hallandale. 
          Llueve. El huracán. 
          Tiene nombre irlandés, 
          nada me significa salvo 
          el punto literario, Beckett, 
          Joyce, et al. Curran, 
          judío de Providence 
          qué caché, su Canti 
          illuminati y los chipmunks
          Si con estos elementos 
          se conforma un poema 
          señal que me estoy 
          secando como los 
          mares, ríos, lagos, 
          charcos y albercas 
          del planeta: no 
          quedará una ninfea 
          en nuestro seco 
          entorno como un 
          coco de agua sin 
          agua ni masa. 
          Cuatro de la 
          madrugada, en 
          efecto Nizri, soy 
          papel, por mis 
          venas corre tinta 
          Pelikan azul de 
          Prusia, papel 
          que hago conmigo 
          mismo, acabaré 
          por ser referencia 
          literaria de mí 
          mismo. Recordar 
          comprar a Godot 
          en castellano, 
          escribir a Abel 
          Herrero (Parma) 
          sobre Curran 
           (Roma) desde 
          Hallandale mientras 
          oigo llover cataratas 
          de agua seca de un 
          ciclón con nombre 
          irlandés. Resulta 
          que tras volver a 
          escuchar La noche 
           (Kristallnacht) de los 
          cristales rotos, música 
          de Salomone Rossi, 
          surge en mí, Adenoid 
          Hynkel, toda esa 
          jodienda de nosotros 
          los judíos que también 
          tenemos alma embutida 
          en un cuerpo.



De Últimas horas

Mi materia participa de una sustancia que sirve 
          de postre al hambre final 
          del gusano, su sobremesa, 
          sirve de elemento nutritivo 
          al fuego (no hay fuego 
          redentor, fuego es fuego) 
          leña soy, ascuas, rescoldo, 
          en cuanto me enfrío devengo 
          ceniza, de la madera postre 
          de la tierra, pasa a la boca 
          de la lombriz, del milpiés 
          que horada y ventila el 
          jardín que me acoge 
          malva blanca, por 
          ejemplo, come médula 
          de esta ósea condición 
          que tiene su duración, 
          acaba en un saco de 
          papas, por ejemplo, 
          nuevas. 

Donde termino comienzo, paso de función en función, 
          mercachifle hebreo, 
          trapero, vendí aves 
          de corral, yo mismo 
          le retorcía el pescuezo 
          a la gallina para caldo 
          de la casera que 
          pasaba los lunes a 
          la compra, obrero 
          viví del trabajo de 
          mis manos, y no 
          del mental vendiendo 
          papel que es humo, 
          papel mojado, letras 
          de cambio descontando, 
          todo a base de 
          porcentajes, finanzas: 
          acabé haciendo 
          carpintería, dos 
          travesaños para 
          uno de los miembros 
          del Dios Trino, no es 
          fácil preservar el 
          equilibrio de la Cruz 
          del Gólgota para 
          Gloria del Crucificado.

Nunca más volveré a morir. Me quedo quieto, sonata 
           (Primavera) de Beethoven, 
          termina el día, la sustancia 
          que soy cumple su función, 
          devengo ceniza, coagulo 
          malva o papa, en pérgola 
          me veo glicina, cuelgo, 
          en campos de mastuerzo 
          florezco, muero flor de 
          calabaza: mi cuerpo por 
          transubstanciación lo 
          sirve el cocinero del 
          monasterio budista 
          o capuchino, adónde 
          fue a parar papa hervida 
          mi cuerpo, en dos partida, 
          cada mitad salada en el 
          plato donde el monje 
          mastica, tiene cada 
          cual su función: nada 
          más sobrecogedor que 
          ser triturado sustancia 
          en un refectorio tibetano, 
          trina vez primera por 
          gusano, luego por el 
          fuego, y ahora por el 
          abad del monasterio.

¿Podré verme entre las siete estrellas un día en 
          Laodicea, entre los siete 
          candelabros de oro en 
          Efeso, y servir de 
          mensajero a aquel 
          que llamaron 
          primogénito de los 
          muertos y ser 
          redimido de qué? 
          No tengo redención, 
          qué hice. No tengo 
          salvación, a qué. No 
          participo, no pido 
          consuelo, mi desolación 
          no tributa beneficios, el 
          ramillete de malvas 
          para mi madre carece 
          de justificación, el saco 
          de papas lo carga 
          todavía mi padre de 
          Polonia a La Habana: 
          del fuego surge la luz. 
          No veo, no veo a quién 
          me entrego, a lo sumo 
          me veo Melibeo, coloco 
          la alianza a los pies de 
          Guadalupe descalza, 
          soy Baucis, me entrego 
          a las llamas con Filemón 
          entrelazados en 
          Capadocia.



© Imagen de portada: José Kozer.




Sobre el autor:
José Kozer (Cuba, 1940) es hijo de emigrantes judíos de Polonia y Checoslovaquia. Entre 1960 y 1997 vivió en New York, donde fue profesor de Español y de Literatura en lengua castellana en Queens College. Su poesía ha sido traducida al inglés, portugués, francés, hebreo, griego, alemán e italiano. Sus poemas, ficción, diarios y ensayos se han publicado en numerosas revistas de América y Europa. Ha traducido, asimismo, dos volúmenes de la obra de Hawthorne, Kokoro de Lafcadio Hearn, poemas de Delmore Schwartz y por vía indirecta (a través del inglés) obras japonesas de Saito Mokichi, Natsume Soseki, Akutagawa y el poeta monje medieval Saigyo. Su obra está representada en numerosas antologías y se han escrito varias tesis doctorales sobre su trabajo y monografías acerca de su obra. En 2002, Jacobo Sefamí editó La voracidad grafómana, artículos, notas, testimonios, reseñas, documentos y bibliografía sobre José Kozer en la UNAM (México). Ha publicado más de cincuenta libros de poesía entre los que destacan: La rueca de los semblantes (León); Bajo este cien (México y Barcelona); La garza sin sombras (Llibres del Mall, Barcelona); Carece de causa (Buenos Aires); Dípticos (Bartleby, Madrid); Farándula (México); No buscan reflejarse (Letras Cubanas, La Habana); Anima (FCE, México) y dos libros en prosa: Mezcla para dos tiempos Una huella destartalada, diarios (Aldus, México). Visor editores de Madrid publicó una amplia antología de su obra titulada Y del esparto la invariabilidad con prólogo de Reynaldo Jiménez; y Monte Ávila Editores de Caracas una antología suya titulada Trasvasando. Ha obtenidos los premios Pablo Neruda (2013), Montgomery Fellow (2016) y el Premio Avellaneda del CCCNY del 2021.


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Ana Varela Tafur

Ana Varela Tafur

Ana Varela Tafur (Perú, 1963). Poeta, docente y activista cultural. Ha publicado, entre otros títulos, ‘Lo que no veo en visiones’ (1992), ‘Voces desde la orilla’ (2000), ‘Dama en el escenario’ (2001) y ‘Estancias de Emilia Tangoa’ (2022).