Juana M. Ramos

Un reino mágico en Centroamérica

Según Flores,
el menos iluminado
pero gracioso, risueño
y con piel de manzanita
de todos los presidentes,
el pueblo salvadoreño
es un apéndice de Disneylandia:
un pueblo de enanitos emprendedores 
que viven en cajitas de fósforos,
se alimentan de aire y algodón,
nunca mudan de ropa
y son los felices ciudadanos
de “El Pulgarcito de América”. 
Después de todo
Flores tenía razón. 



New York City

Aquí, en este lugar
que duele, asfixia y penetra,
que absorbe y fragmenta
la desdentada gana de conquista.
Aquí, en este lugar
desde donde veo desfilar la vida
que ya no me cabe:
cabizbaja, insegura y miedosa me mira. 
Aquí, desde este lugar
que me tragó entera,
que me eructa, me vomita.
Aquí en esta ciudad
preñada de temores, paridora de alertas 
y pocas esperanzas, de concreto y hierro 
dando gritos irremediablemente. 



El circo 

Entré sigilosa, tomé asiento
en primera fila para observar
desde todas las esquinas a los personajes 
que desfilan y levantan esta carpa.
Un mago en decadencia, semimudo,
hace tiempo bufón más de otra corte, 
organiza el espectáculo: mueve, pone, 
quita, sube, baja y mece trapecistas, 
domadores, ilusionistas y payasos;
le propicia un buen espacio al gigante de 
este circo (después de propiciado el suyo). 
Las agujas del reloj, su varita mágica, 
manosean cada día hasta hacerlos
ceder sin remedio, el juego
donde más se engolosina.
Una vez ultrajadas las semanas,
reparte los pedazos de las horas 
pobrecitas que de pie se sacuden
tal agravio, y las tira en la arena
adonde correrán los famélicos enanos
a romperse hasta los huesos por un 
espacio en el circo, aunque sea
en el último espectáculo. 



Juegos de niña 

Las estatuas de marfil, 
de una de dos y de tres… 

Puerta giratoria
         que repite risas, 
eco de algún 
         carrusel, 
de una rueda
         de manos pequeñitas 
que augura los temores
         de una descendencia, 
de vicios heredados
         en melodioso círculo 
girando contra el reloj 
         hasta petrificarse. 



Metro

En la estación, el tren 
de las nueve menos diez
aparece a tiempo
como todo en la ciudad,
imponente en la distancia,
cotidiano ya de cerca,
contrito al momento de abordarlo.
Se desplaza frio, calculador,
una voz monótona sin cara,
predice las próximas paradas. 
Cabezas inclinadas sumergidas
en las medias noticias
que ostentan los periódicos,
voces que tropiezan,
criaturas inconformes
en coches que bloquean
las entradas, las salidas.
Cual río, un café derramado en el piso 
se abre paso entre la gente.
Árboles, techos, cables de luz, 
cúpulas, una tienda de disfraces
que se ofrece rebajada en un letrero, 
un cementerio a lo lejos amanece
y se estira entre los vivos.
Todos se conjugan atónitos
ante un tren que hiere el paisaje,
que parte y penetra la ciudad. 



Carnet

Por nombre:
pobrecito heredero
de una tradición familiar,
de nacionalidad mundano,
su estatura una montaña
de seres silenciados.
Pesa en total las conciencias
de los que nunca hicieron nada. 
Señas personales:
anarquista de profesión, 
inmune al servicio militar, 
fugado (con visa)
a otra parte. 



Toque de queda 

A las 6 se interrumpe la ciudad,
se abandona a la voluntad
de una ley que a diario la aniquila. 
Un silbato a medianoche, 
un motor, un portazo, sonidos 
metálicos, suelas en compás 
atraviesan sus arterias,
se cuelan por debajo de las puertas 
sometidas a llaves dobles 
y cadenas que pretenden detener la marcha. 
Puertas vigilantes que hace tiempo 
                                   ya no duermen. 
Es inútil la vigilia,
ahora la ciudad ojerosa espera a oscuras
en una sala, un dormitorio,
abrazada a unos hijos que se angustian,
a unos padres que tratan de entender,
a un sueño que lo justifica todo,
a una noche triste, la más triste,
desde el primer día anunciada.
Noche- grito que se escurre por las alcantarillas, 
noche de temores aún dueños de sí mismos,
de cuerpos arrastrados por todas las aceras.
A la mañana siguiente, amanece la ciudad,
se despereza, vuelve a su andar cotidiano
como si la noche no existiera. 



Incógnita

          Una mujer
asoma por la ventanilla del avión, 
          inquisitiva,
sin imaginar que colgaría 
para siempre de una pared 
          de la Casa Azul 
al fondo de una Frida 
          vestida de juchiteca 
y ojos enigmáticos. 



Laberinto

En el trasfondo
          una mariposa 
abre
          las alas, 
                    maniática 
                    planea la huida, se esconde 
          entre 
          las ramas, 
                    esculpe en su vuelo un escape, 
justifican
          su nerviosismo 
                    un cielo cenizo y una nube 
                    con forma de tragedia, 
inútil
          aletea entera, 
                    el tiempo y la memoria 
                    se posan en sus alas 
no logra 
          encontrar 
                              la salida. 



Una ciudad en el pecho 

        (Del sueño)
A Monseñor Romero
 

En la procesión,
con las manos santas,
te montas en el hombro
la urna de un sueño
que pariste por lealtad a ti, 
sueño sin nombre
pero con una ciudad 
                              en el pecho. 



Epílogo: a mi padre 

¿Quién en su nombre,
contará la historia fragmentada? 
Mónica González Velásquez

Con su radio
al fondo del pasillo,
silla de ruedas que cava
en su nostalgia,
esa de días presurosos,
de saludos a mitad
en medio de la avenida. 
Revive otras épocas,
mira fijamente
hacia el patio
que ha hecho suyo
día a día.
Lo veo
desde la distancia
distancia que he dado
en llamar prudente.
Lo observo encorvado,
su mano izquierda 
sosteniendo su barbilla,
el índice tembloroso, 
constancia de una enfermedad 
que empieza a inundarlo. 
Su mirada minusválida,
ya en decadencia,
traspasa los lentes que estrenó 
hace más de una década. 
Espanta parsimonioso 
una mosca de su frente,
a su izquierda un mosquitero 
esconde un ser consumido
que solo balbucea.
Interrumpen el pasillo
dos mujeres pedigüeñas 
embadurnadas de abandono.
Él gesticula,
acerca el radio a su oído, 
bosteza e inclina la cabeza
hasta quedar medio dormido. 
Escucha pasos a lo lejos,
abre los ojos desbordados. 
Estira su mano fría y sudorosa, 
se arma de mejor semblante, 
encuentra la mejor sonrisa,
se la calza de a poco en el rostro 
al descubrirse invadido 
                    con mi presencia. 



Fosa común 

Bocacalle
tantas veces transitada, 
callejón que alberga 
lagunajos de restos salobres, 
de chaparrones inminentes. 
          Profunda boca
que hospedó seres desbordados, 
empalagada hasta el fondo: 
ancha, voraz, hambrienta
te abres para devorar una prole, 
para engullir descendencias. 
          Armada de sed 
te preñan sin tregua, 
recipiente de apetitos erguidos. 
          Eres caverna 
vencida por ríos en crecida,
por sorbos de espuma a bocajarro. 
          Boca toda jubilosa, 
en ti ha estallado el Hombre 
con sus ganas y sus gulas, 
lo has tragado rígido, 
vertical, entero. 
          Incontenible 
se ha empozado en ti. 
Mirarte boca es derrumbarse, 
dejarse arrastrar por él, 
          yacer con él, 
damnificarse en su torrente. 
Besarte boca es besarlo a él, 
untarse de él, de ellos, de todos; 
exhumar sus despojos salados 
          que te alimentaron, 
residuos de los que estás hecha. 



Examen de conciencia 

Cuéntame algo
que nadie sepa de ti
lo que nadie sabe de ti
lo que intuyo a leguas de ti 
la triste figura en tus ojos. 
Cuéntame eso
que asoma en tu paso 
cuando de ceño fruncido 
caminas a solas.
Cuéntame aquello
que le has contado a tu dios, 
quien todo lo sabe.
Dilo a mansalva,
a borbotones,
con la mano empuñada, 
procaz daga hambrienta,
si tu dios lo sabe
que lo sepa el mundo.
Tira el secreto al ruedo,
a la mordaz tarde,
escúpelo si es necesario, 
lánzale más de una piedra, 
sepúltalo en tus canteras, 
arrepiéntete de él,
alega un momento de locura, 
culpa a tu madre, a tu padre, 
a su escasez y abandono, 
a la niña temblorosa
que se abrió completa 
sin bajar la guardia, 
a los pasos puntiagudos 
encaramados en el afilado 
deseo de huir,
al examen de conciencia
que lacera el corazón,
pero por nada de este mundo 
confieses en domingo 
que has pecado. 



Hombre nuevo 

Antes de comprarlo
le examinó bien los dientes,
le midió la frente
vislumbró inteligencia.
El hombre cobrizo abrió
la boca y entretejió varias frases,
la deslumbró con su verbo.
Lo eligió.
Ella se arrancó una costilla
(ante la mirada atónita de su padre) 
se la entregó y lo hizo alguien,
lo parió de nuevo.
El hombre de maíz
se ganó el trofeo,
la oportunidad
de mejorar la raza,
de comer en platos
hasta entonces
fantaseados.
El hombre cobrizo
olvidó su origen,
pero sabe bien
dónde está parado.
Ahora,
los une una hipoteca,
una cuenta de ahorros, 
una tarde de cine que
pretende atenuar la costumbre, 
el “Comúnmente es así”
de Mayakovsky,
un conato de incendio,
un desliz al descubierto,
el saxofón de Coltrane,
una descendencia
con un no sé qué
de exótico a lo lejos
y la esperanza de que
habrá un segundo aire. 



La del Edén en el pecho 

Una cucaracha me observa
desde la esquina superior izquierda
del marco de una memoria moribunda
sé que me observa para desatar mis miedos
sé que me observa desde las cuatro vigas
de madera sobre las que se sostiene mi primer exilio. 
Sé que me observa desde los brazos
de una madre que vela mis noches
de una madre que ha abandonado el tálamo nupcial 
de una madre, la mía, la del Edén en el pecho. 



Una se cansa 

Una se cansa del gesto agrio,
de hacer línea para todo,
del quejido compulsivo y del alquiler,
de buscar semanalmente los encargos,
del amargo rictus en el rostro del carnicero
al momento de estrellar su filo contra la carne muerta. 
Una se cansa de la muchedumbre que ocupa los 
                                                            asientos,
del nerviosismo de piernas cuando el tren se atasca 
                                               entre estaciones, 
del We apologize for the inconvenience 
y del We thank you for your patience,
¡paciencia que no hay otra!
No hay manera de salir huyendo,
no hay cómo hacerse de aquel “cuchillo verde”. 
Una se cansa de insistir en la inicial de su segundo 
                                                            nombre, 
de insistir en que una es más que un nombre, 
de explicar cada semestre por qué “abolir” es un 
                                                  verbo defectivo, 
del rechinar de dientes que provocan tres infinitivos 
                                                  en hilera, 
de la epopeya del ego en las redes sociales, 
de las grandes corporaciones y los desastres 
                                                  ecológicos, 
de los ripios y los lugares tan comunes, 
de la decimonónica manera de decir, 
de las miradas, ni buenas ni malas, 
simplemente miradas,
de pisarle los talones al salario, 
del sindicato y las cartas al gobernador
para mendigar algo que por derecho corresponde, 
de esperar ansiosamente el retroactivo,
del café mediano con leche de almendra y miel,
de la misa dominical,
de darle la paz al prójimo,
del “cuántos capítulos te faltan”,
de los lujosos condominios a la orilla del East River 
(por mencionar un ejemplo más o menos asequible) 
en los que nunca viviremos,
de la avenida Bedford con sus bares y cafés,
de los bares y cafés que comienzan a inundar
como sarpullido el Este de Williamsburg y su 
                                                            Broadway. 
Una se cansa de buscar un lugarcito en la redondez 
                                                            de los días, 
de la máscara sobre la máscara sobre la máscara. 
Una se cansa, se marchita, muere. 



Consumación

Little dark girl with kind eyes
you have no knife, the knife is
mine and I won’t use it, yet.
Charles Bukowski

Abrupta flor
en mi jardín te abres
pálida quebradiza temblorosa.
Mi mano, chupamirto
(o puñal, tú decides),
se despeña en la inmediatez
          de tu cáliz,
se arroja antes de tiempo,
mas en el tiempo justo,
su presencia hiere
su tino hiere
hiere menos
que otros filos.



Heredera

De mi padre heredé
una especie de disgusto por la vida 
y por los grupos de más de tres personas,
la desconfianza de los días calurosos
que amagan lluvia, una aversión
casi completa a las visitas inesperadas,
la taza de café y el cigarrillo,
la luz de su calle y la oscuridad de su casa, 
el apego a la ausencia y la distancia. 
Le debo a él frases cortas y largos hiatos,  
la afición a las simples cosas, 
el temblor recurrente en la mano derecha, 
un desidioso paseo al río Anguiatú, 
la marcha nupcial de Wagner, 
la ineludible propensión al portazo y la huida, 
un absurdo miedo a las mudanzas, 
la hebra que a diario me remienda, 
el “yo no como aquí”, 
su andar desordenado, 
la cita quincenal eternamente trunca,  
una biblia versión Reina Valera, 
la pérdida, el desconsuelo,
la palabra alambicada,
las hermanas que nunca conocí, 
un par de tardes de danza en sus brazos,
su manera fronteriza de querer,
la herida en su costado,
el saludo reticente,
una sangre proclive a edulcorarse. 
De mi padre lo heredé todo,
fobias, filias y sus periferias. 
A mi padre lo heredé entero, 
no sobró una astilla para mis hermanos. 



© Imagen de portada: Juana M. Ramos.




Sobre la autora:
Juana M. Ramos (Santa Ana, El Salvador). Profesora de Español y Literatura en el York College, (CUNY). Ha participado en conferencias, coloquios, festivales y lecturas de poesía internacionales en México, Colombia, República Dominicana, Honduras, Cuba, Puerto Rico, El Salvador, Argentina, Guatemala y España. Ha publicado los poemarios Multiplicada en mí (Artepoética Press, 2010; segunda edición revisada y ampliada, 2014); Palabras al borde de mis labios (miCieloediciones, 2014), En la batalla (Proyecto editorial La Chifurnia, 2016), Ruta 51C (Proyecto Editorial La Chifurnia, 2017), Sobre luciérnagas (Proyecto Editorial La Chifurnia, 2019), Sin ambages/To the Point (Cuadernos Negros Editorial, 2020) y Clementina (La Chifurnia Libros, versión en español). Es coeditora de la antología bilingüe (español/italiano) Palabra Volcánica / Parola Vulcanica (Formarti, 2022) y del libro de testimonios Tomamos la palabra: mujeres en la guerra civil de El Salvador (1980-1992) (UCA Editores, 2016). Sus poemas y relatos han aparecido publicados en antologías, revistas literarias impresas y digitales a lo largo de Latinoamérica, Estados Unidos y España. Además, sus poemas han sido traducidos al inglés, portugués, francés e italiano. En 2020 dio inicio a una intensa labor cultural a través de EntreTmas, un espacio digital donde entrevista y promociona a escritoras latinoamericanas y españolas que residen en Estados Unidos, Latinoamérica y España.


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Ana Varela Tafur

Ana Varela Tafur

Ana Varela Tafur (Perú, 1963). Poeta, docente y activista cultural. Ha publicado, entre otros títulos, ‘Lo que no veo en visiones’ (1992), ‘Voces desde la orilla’ (2000), ‘Dama en el escenario’ (2001) y ‘Estancias de Emilia Tangoa’ (2022).