Recuperar a Landrián: restaurarlo completo

La recuperación del cineasta Nicolás Guillén Landrián ha entrañado un combate de trayectoria incierta. Nos confunde el hecho de que el enemigo, el ICAIC, se haya puesto a la cabeza de la empresa, prometiendo llevarla a buen término, lo cual ha sido posible por la tendencia a pensar que el rescate histórico del artista pasa por su reingreso en el ICAIC. 

Pese a que, técnicamente y hasta donde hemos podido averiguar, los documentales de Landrián primero fueron rescatados en París, donde (además de una pequeña exhibición de Coffea Arábiga en 1990) la pareja de Zoé Valdés y Ricardo Vega comienza a mostrarlos desde 1999 y los envía al artista en Miami, la tarea de su redescubrimiento pasa inmediatamente a Cuba. 

Es así que, a partir del año 2001, la Muestra de Nuevos Realizadores del ICAIC va insertando documentales suyos en su programación, hasta que en 2002 y 2003 le dedica sendos espacios de homenaje. 

Deslumbrados con la calidad de las obras recién liberadas, el entusiasmo de los jóvenes fue sincero: se consiguieron malas copias, se redactaron tesis, se estudió su estilo. Pero no se evitó que el esfuerzo por recobrar al cineasta tuviera al ICAIC como contendiente y destino, como tribunal y espacio de reconquista, lo cual lo ha convertido en el indirecto líder de la empresa. 

Se puede decir que Nicolás Guillén Landrián es el último de los artistas y escritores que la Revolución se aventura a recobrar, después de haberlos castigado en vida. El ilustre linaje es conocido: lo encabezan José Lezama Lima, Virgilio Piñera, Servando Cabrera, Antonia Eiriz. 

Se trata de un proceso de rectificación del Estado cuyo éxito le conviene mucho, porque le devuelve los escrúpulos. Sobre todo, propone que la esencia justa de la Revolución es comprobable al cabo, y que han sido simples hombres defectuosos quienes han cometido los errores que hoy se arreglan. 

Sujetos al tiempo y al escarnio, están los funcionarios falibles que llevaron demasiado lejos su celo en el cuidado de la Revolución. Eternamente, está ella, que sabe encontrar el camino de la verdad, a fin de cuentas.

La falacia de esta pantomima consiste en que, esencialmente, las reglas de admisión política siguen existiendo para el Estado y sus instituciones. Es apenas el contenido el que varía con el tiempo, como parte de un camino meramente de adaptación: si antes era peligroso escuchar a los Beatles, hoy se les celebra; si antes los homosexuales iban a campos de trabajo, hoy se les protege. 

Una ley permanece, en cambio, inviolable: no se puede desconocer el poder del Partido, del líder supremo o del cónclave oscuro que gobierna. Es decir, de la “Revolución”. 

Bien mirado, es la única ley que nos rige. Con los años, ha ocurrido un simple proceso de depuración que ha sincerado esta norma, disgregando sus extensiones innecesarias. Se ha entendido que comportamientos ancilares como la sexualidad, creencias religiosas o la pintura abstracta, no interactúan con el mandato de ese código de ingreso, no lo amenazan. Apenas se ha ampliado el derecho de admisión a la Revolución. Pero sigue existiendo. A él responden también los difuntos. 

Este código de entrada fue pronunciado en Palabras a los intelectuales (1961), cuando Fidel Castro explicó que el individuo podrá no ser revolucionario, pero no podrá ser contrarrevolucionario. 

Para ser readmitido, entonces, el antiguo castigado (a quien se expulsó de la vida pública, a quien se estropeó su vida privada y, en algunos casos, hasta detuvo su encomiable obra), debe presentar credenciales creíbles de que no incurrió en el delito de ser abiertamente contrarrevolucionario. En casi todos los casos, se trataría no solo de una reparación del Estado de los antiguos errores de sus funcionarios, sino también de una rectificación post mortem de la víctima. 

Guillermo Rosales o Gastón Baquero son vetados por esta causa de la celebración institucional: hay demasiada evidencia de su oposición al régimen. Mientras que, a Antonia Eiriz, por ejemplo, se le permite la entrada, a pesar de que los hechos de su vida (abandono de su bello arte, retiro al exilio) y hasta de su obra misma (El dueño de los caballitosLa muerte en pelota) sugieren un antagonismo profundo hacia el poder. Pero esta artista fue reservada en sus declaraciones públicas y hoy puede regresar sin problemas de Miami al Museo de Bellas Artes de La Habana. 

Para alistar al artista que retorna, se requiere entonces un grado de opacidad biográfica, sobre todo en la etapa de su ostracismo o exilio, en la cual deben participar los custodios de su historia. 

El resultado sicológico de esta transformación del creador también se difumina. Incluso, si es teóricamente posible su retorno a la condición revolucionaria (como trató de hacer a toda costa Cintio Vitier con Lezama Lima), esta se considera la consecuencia óptima. 

Pero no solo una ley inviolable impone la Revolución para el reingreso, sino también un estilo: este se compone de escaramuzas verbales, fragmentaciones astutas, vaguedades historiográficas, destinadas a suavizar cualquier aspereza del difunto. Cuando creemos que estamos ejecutando una pirueta discursiva para afirmar ante la institución la herejía de un candidato, es la Revolución la que guía nuestra mano. 

Guillén Landrián no solo es el último de los grandes reincorporados, sino que también ha sido el más difícil de adaptar: su castigo fue demasiado cruel, su obra cinematográfica (a diferencia de la mayoría) sí lidió directamente con temas de la política de la época, sus censores detectaron demasiado una violación de la regla áurea que nos rige. Fue demasiado rebelde y demasiado disidente. El esfuerzo por suavizar estas evidencias ha sido intenso. 

Veinte años de tanteo, de prudentes afirmaciones, casi nos devuelven hoy a un Landrián piadosísimo (¿quién más devoto que Job, castigado y con fe?) y distraído en su día. 

En 2022, el Festival de Cine de La Habana llegó por fin a homenajearlo, con paneles que dilucidaban su vida y obra, con cinco de sus documentales restaurados y la promesa de otros cinco más, y con la proyección del documental biográfico llamado Landrián que, si bien se habría salido del plan al mostrar algunos hechos de su vida políticamente dudosos, estuvo sometido igualmente a la vigilancia del ICAIC, obligado a omisiones y ardides.

Pero la cumbre del reingreso institucional es la televisión, el medio de propaganda controlado directamente por el Partido Comunista. Allí por fin se recibe al nuevo Nicolás Guillén Landrián convertido en aliado. 



Nicolás Guillén Landrían.


En un material llamado ¿Quién era Nicolás Guillén Landrián? de la televisión de Camagüey, se oye decir a quien fuera presidente de la Muestra de Nuevos Realizadores del ICAIC a partir de 2001:

“Nicolás Guillén Landrián no creo que haya sido un descreído total, no lo creo. Al contrario, yo creo que estaba, al igual que Sara Gómez, al igual que Tomás Gutiérrez Alea, dentro del campo revolucionario que pensaba que se podía lograr todo eso casi que de inmediato. Es algo que con el tiempo se ha demostrado, que los cambio socio-políticos exigen un largo plazo”.

Y luego explica su ausencia de los catálogos del cine cubano:

“La historia del cine cubano está llena de fantasmas. Hay cineastas que de repente desaparecen de ese mapa y yo no diría que hay ahí un deseo de excluir de forma explícita. Es que, por lo general, la historia del cine cubano se ha contado a partir de las grandes películas y se pierden de vista los matices”.

Así, el Nicolás Guillén Landrián que prima hoy en antologías y mesas redondas es un personaje estrafalario, demasiado irregular en cualquier contexto, incomprendido por funcionarios celosos, alienado como la poesía. 

En el mejor de los casos, se reclama su derecho a dudar, para que ese derecho pertenezca también a sus defensores, pero no se revindica su voluntad rebelde casi temeraria, su tragedia cuyo tema debió consistir en el único que vale la pena representar: la tragedia del ser; aquella que propone un examen más ordenado de los hechos de su vida y una investigación más porfiada. 


Hechos

Apenas hay registros biográficos de Nicolás Guillén Landrián. Hasta ahora, la información sobre sus hechos se extrae de la famosa entrevista que, meses antes de su muerte, el joven estudiante de cine, Manuel Zayas, le hiciera por intermedio de los periodistas Alejandro Ríos y Lara Petusky. 

Luego, están los testimonios de algunos de sus allegados, en especial de su viuda, los cuales han servido a varios documentales. También están algunas cartas que el cineasta enviara a Zayas en su momento. No mucho más. La documentación de su presente, sobre todo de los últimos 15 años en Cuba, parece no existir. 

Sin embargo, revolviéndolo todo, algo ha aparecido. En olvidados rincones de la red, en gastados periódicos, en anaqueles de alguna biblioteca de Miami, perduran huellas de Landrián en su momento. Son pisadas que revelan una trayectoria bastante discordante a esa que se nos ha señalado y que permiten una reconstrucción verosímil de sus actos en Cuba. Quizás no haya llegado a todas las pistas de Landrián, pero he agotado cada rastro que estuvo a mi alcance.

Entre las fuentes encontradas, lugar principal tiene el libro The Politics of Psychiatry in Revolutionary Cuba, un estudio sobre el maltrato siquiátrico con motivaciones políticas en Cuba que, entre otros, presenta el caso de realizador de cine Nicolás Guillén Landrián. 

Según los estudiosos a cargo de esta investigación, Charles Brown y Armando Lago, para elaborar la crónica del cineasta se basaron en una entrevista a la víctima, realizada en 1990, en un documento que ellos llaman “affidavit” (declaración jurada), firmado por el propio Landrián, en un informe de America’s Watch y en material de prensa. Hemos podido acceder al informe y al material de prensa. También existen personas que llamaron a Landrián “Nicolasito” a las cuales nos hemos acercado.

Sabemos que, después de haber participado en la lucha contra Batista, Nicolás Guillén Landrián colisiona con el poder desde muy temprano. 

En 1961, según su viuda, ya se encuentra amonestado públicamente, expulsado del Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos (ICAP), donde trabajaba, y con la prohibición de portar armas. 

Las causas de este primer correctivo no están muy claras, pero se relacionarían con algún comportamiento irregular que molestó a las autoridades, aunque no tuvo más consecuencias que las administrativas. 

De 1962 a 1966, trabaja en el ICAIC y llega a dirigir una parte importante de su documentalística, obra que fue calificada por Fidel Castro de “afrancesada”, pero que aportaba una delicadeza y una distancia al cine cubano infrecuente y también deseable. Este primer período termina abruptamente con su primera cárcel en 1966.

El cineasta refiere a los investigadores Charles Brown y Armando Lago que este encierro inaugural se debió a una acusación de intento de salida ilegal del país. 

En el documental de Ernesto Daranas, hasta ahora el más completo y reciente sobre su vida, se habla de una fiesta que organizara Landrián en la Embajada Británica, por la cual se le habría acusado de “actitud licenciosa”, de “contacto no autorizado con miembros de Panteras Negras”, de “consumo de estupefacientes”, y se le condena a dos años de encierro en una granja de trabajo en Isla de Pinos (Daranas, 2022). 

A Manuel Zayas en 2002, Landrián le dice: “A mí me meten preso por razones ideológicas. Me mandan para Isla de Pinos”. 

Lo cierto es que, en la granja de pollos donde lo obligan a trabajar, experimenta algo que tiene la apariencia de un episodio sicótico, pues refiere que oyó a las gallinas llamarlo por su nombre y por tanto le prendió fuego a la granja. De allí lo sacan para aplicarle electroshocks y obtiene el diagnóstico de esquizofrénico-paranoico.

Tenemos a ese hombre golpeado que regresa al cine. Como una concesión, a este sobrino del poeta Nicolás Guillén, se le permite nuevamente estar detrás de una cámara, pero no sin condiciones. 



Nicolás Guillén Landrián y Gretel Alfonso.


Para que demuestre su reforma, se le destina al Departamento de Documentales Científico-Populares del ICAIC, donde el delicado artista tendría que invertirse en la tosca producción de documentales propagandísticos para el Partido Comunista. 

Le dan la tarea entonces de cubrir una de las aventuras delirantes que Fidel Castro imponía al país por esos días: la siembra de café en las afueras de la capital, tierras donde nunca se ha dado el café. A ello estuvo volcada toda Cuba y hasta una emisora de radio se destinó a la epopeya. 

Nicolás Guillén Landrián regresa con el asombro y el escarnio de esa encomienda. Regresa también más cínico que en su primera etapa. Si antes de Coffea Arábiga (1968) se podía sentir la duda, después de la cárcel y el manicomio, después del Departamento de Documentales Científico-Populares del ICAIC, la distancia que se percibe hacia la ilusión revolucionaria es cáustica. 

Sobre este particular, existe un gran debate que apenas presentaremos con intenciones biográficas. Al parecer, hasta su redescubrimiento en Cuba, en 2002, se consideró la famosa escena de Coffea Arábiga, la que exhibe a Fidel Castro acompañado por la canción de los Beatles The Fool on the Hill, como el mayor atrevimiento político del cineasta. Incluso en algunos materiales, la yuxtaposición de este hecho con la expulsión del ICAIC, lo convierte en una causa directa. 

En la entrevista citada a Manuel Zayas, Landrián, aparentemente evita confirmar que el escarnio que todos vemos en la escena fuera su intención: “Si ven burla, mucha burla, se me fue la mano. Yo quería ironizar con las cosas que sucedían alrededor del Cordón de La Habana… pero no había una intención de burlarme del plan del café, porque eso hubiera sido funesto. Había ironía, sí”. 

Esta frase se ha utilizado para exculpar al cineasta de una afrenta directa al altísimo, lo cual cancelaría cualquier posibilidad de su reingreso en el reino de Cuba. Sin embargo, podemos considerar que Landrián aquí estuviera ponderando la distinción entre el tosco y suicida choteo y la hábil ironía. 

Si algo supo hacer el Guillén Landrián en esta segunda etapa de su carrera, fue moverse por el borde de los significados para socavar la censura. “Coffea Arábiga es lo más lejos que podía llegarse en esa época”, nos recuerda el periodista Rolando Cartaya, favorable a la tesis de la herejía. 

Podemos recordar por nuestra cuenta que, hasta el día de su muerte, Fidel Castro era tratado por nosotros como el dios de los judíos, cuyo nombre no nos atrevíamos a pronunciar en vano. La yuxtaposición en el documental de su impoluta imagen ascendiendo al estrado, para hablar de un proyecto imposible, con una canción que trataba de un loco sobre una colina, era de comprensible y fácil escándalo.

Así ocurrió: se había preparado una premier de gala para Coffea Arábiga en el cine Chaplin, con cartel y todo. Pero cuando el filme fue recibido por los funcionarios, enseguida se vetó su proyección futura: “A alguien no le gustó la canción The Fool on the Hill, que funcionaba muy bien, y parece que tuve que pagar a partir de eso”. 

En esta etapa (1968-1972) se impide, además, que Landrián ponga el punto final técnico a varios de sus documentales[1].

Pero si en Coffea Arábiga su habilidad estilística lo pudo salvar de un castigo mayor, esta no consiguió protegerlo de sí mismo. En Taller de Línea y 18 (1971), otro encargo del Departamento de Documentales Científico-Populares, sobre un taller de ensamblaje de guaguas, el artista aumentó la apuesta y otra vez tentó el límite semántico, ahora apoyándose en el incontestable sonido.

Es así que, sutil e insolente, se rió de la tarea encomendada, cuando describe una absurda asamblea de trabajadores y una incomprensible clase obrera. 

Entonces los censores tuvieron demasiado de Nicolás Guillén Landrián, un cineasta que no era, como se dice últimamente, un “incomprendido en su época”, sino al que se le entendió muy bien como un impío, como un desertor emocional del proceso revolucionario, del taller de ensamblaje, de la siembra de café, y que había tenido la habilidad de decir todo eso usando las cámaras del ICAIC. 

Nicolás Guillén Landrián estaba fuera de la ley en 1972. Con el resultado del encargo torcido una vez más, el artista había estropeado la última oportunidad otorgada para reformarse. Había vuelto a ser distante y burlón. No había podido dejar de ser él. 

Según cuenta en la entrevista a Zayas, unos meses más tarde se le expulsó finalmente del ICAIC: “El documental que provoca mi expulsión de la industria no es Coffea Arábiga, es Taller de Línea y 18”. 

Las razones que se adujeron para su despido fueron el ser “inconsistente” o “incoherente con los fines de la Revolución” (Camejo, 87). También lo habrían rechazado por negarse a participar en un audiovisual denigratorio de Heberto Padilla, según leemos en el informe de America’s Watch (Camejo, 87) y en Brown y Lago (Brown y Lago, 69). 

Lo cierto es que ni el poder de su tío, ni ninguna influencia al nivel de la presidencia del ICAIC, pudo ayudarlo. Entonces el cineasta negro se encontró de pronto en la calle, alejado de su arte, en un país donde la vagancia puede llevar a la cárcel, con antecedentes penales y una condición siquiátrica que lo ponían en la situación más vulnerable posible. 

Aquí comienza la parte más oscura de su biografía. Aquella que la nueva historia oficial ha querido ocultar y de la que, quizás, hemos encontrado algo más que un aviso. 



Nicolás Guillén Landrián en el río Toa.


En los relatos contemporáneos de su vida, suelen resumirse estos últimos 14 años con la enumeración de las prisiones y centros siquiátricos en los que estuvo encerrado. A saber: Morro-Cabaña, El Príncipe, Combinado del Este, Hospital Siquiátrico, Villa Marista. Pero las causas de su castigo, oficiales y reales, quedan en un éter de imprecisión. Detrás de esa nube, había formas esperando.

Según confiesa Landrián, cuando lo alejan del cine para siempre, se abandona a la obsesión de que detrás de su ostracismo se encontraba la voluntad directa de Fidel Castro. Después de todo, alguien le había confiado que una autoridad mayor que el presidente del ICAIC, mayor que el poder de su tío Poeta Nacional, dictaba su condena. Después de todo, Él lo había tachado de “afrancesado” en su día

Para su siguiente caída hay dos versiones. La primera, la recogen Camejo, Brown y Lago, y habla de una fiesta en la que Landrián habría hecho un comentario sobre la redacción de un plan para matar a Fidel Castro (Camejo 1988:87). 

La segunda versión se extrae de la entrevista que ofreciera a Zayas, donde se entiende que habría existido algo más que un comentario público: un guion terminado que el artista habría enviado a algún sitio para su evaluación (probablemente el ICAIC) y cuyo feedback crítico estuvo a cargo de la policía política.

“Presenté un guion de ficción que se llamaba Buena gente”, cuenta Landrián, “que era el caso de un individuo muy buena gente y lo que quería era matar a un dirigente del Estado. Ese guion, que no fue aprobado, me lo sacaron en uno de los juicios, diciendo que yo me había atrevido a concebir la muerte de un dirigente del Estado, por contrarrevolucionario. Aunque el filme tenía un happy end del carajo”.

Si esta obra existió o no, las consecuencias para su autor fueron equivalentes a las de haber proyectado, en verdad, un magnicidio. 

Durante seis meses fue interrogado en Villa Marista sobre su plan para ultimar a Fidel Castro, una imputación que debe escandalizarnos por su absurdo, pero no por su infrecuencia, ya que es muy común que la Seguridad del Estado indique y ejecute condenas por causas descomunales, que nada tienen que ver con las capacidades del individuo. Hoy mismo, a finales de 2024, hay decenas de jóvenes presos bajo el cargo de sedición por haber salido a protestar contra el gobierno en las calles.

A pesar de que en Villa Marista no se habría torturado al cineasta y de que el cargo de “intento de atentado” se abandonó finalmente, parece que la relación con los interrogadores del cuartel de la policía política no fue precisamente conciliatoria, porque Landrián sale de ese centro con una acusación de “diversionismo ideológico”, más la consecuente condena de dos años de privación de libertad. 

En cuanto a las fechas de este encierro, en el documental biográfico de Ernesto Daranas se indica 1975 como el año de su inicio. Sin embargo, en el informe de America’s Watch, cuya fuente primaria habría sido Landrián mismo, se avisa de que el comienzo del arresto habría sido en 1976 y su fin en 1979. 

Se trataría, además, del episodio de cárcel más terrible de los horribles momentos que sufrió el cineasta en manos de la policía política. Nicolás Guillén Landrián habría comenzado su condena por “diversionismo ideológico” en la unidad de siquiatría de la prisión de máxima seguridad del Combinado del Este. Allí habría recibido altas dosis de psicotrópicos y de allí lo habrían trasladado, bajo las órdenes de la Seguridad del Estado, a la tenebrosa sala Carbó Serviá del Hospital Siquiátrico de La Habana (Mazorra). 

Por aquel entonces, las prácticas de la policía política eran despreocupadamente rudas. No siendo observados por ningún outsider, se abandonaban con soltura a la crueldad, que es el centro del poder. 

El caso de Nicolás Guillén Landrián, con sus más de veinte electroshocks, dos costillas mal soldadas por una paliza de los guardias en prisión y un testículo perdido por falta de atención médica en ese mismo lugar, simplemente nos dirige a ese lado de la Revolución ignorado por la mayoría del pueblo (al menos hasta el domingo 11 de julio de 2021), que es el de la violencia despiadada. 

No fue, ni es, un aspecto contingente del poder. En los años 70 y 80, ese fondo lúgubre que perdura comprendió torturas siquiátricas en la sala Juan Pedro Carbó Serviá del Hospital Siquiátrico de La Habana. 

A esa sala-cárcel, con rejas y decenas de camastros alineados, enviaban en su día a los locos más peligrosos (asesinos, violadores) y a los disidentes. 

Estuvieron allí, entre otros, el profesor Ariel Hidalgo, por redactar un libro marxista heterodoxo; el adolescente Juan Manuel Cao, autor del borrador de un guion censurable; y el también escritor Rafael Saumell. 

El libro Politics of Psychiatry in Revolutionary Cuba documenta 27 casos de personas que fueron sometidas a tratamientos siquiátricos por haber cometido “delitos políticos”, como Landrián. 

Entre los torturadores, aparece con frecuencia el nombre de alguien que en inglés se designa con el título impreciso de “orderly”, que podría traducirse como enfermero, pero también como “ordenanza”, y a quien gustaba identificarse como oficial de la Seguridad del Estado (Brown y Lago, 69). 

A Heriberto Mederos, en la sala lo llamaban “el enfermero”. Fue él quien supervisó las ocho sesiones de electroshocks a Nicolás Guillén Landrián, propinadas sin anestesia y a menudo sobre el suelo mojado.

Una evocación reciente del periodista Juan Manuel Cao nos da idea de lo que allí ocurría: 

“Algunos corrían y los enfermeros los perseguían por la sala, los maniataban a como diera lugar, y les colocaban un objeto en la boca: una boquilla de plástico o algo por el estilo. Así, delante de todos, sin el menor escrúpulo, los arrastraban, luego conectaban el aparato a la pared y los hacían retorcerse como muñecones inanimados. Luego, los dejaban tirados en el suelo, sangrando por la comisura de los labios, echando espuma o babeando. Los otros locos se acercaban con morbo, curiosidad o miedo. Hubo dos a los que costó trabajo atraparles, algunos pacientes participaron de la cacería, los acorralaron en el baño, y allí, sobre el piso mojado, les dieron los corrientazos. Juro que vi chispas saltar en el agua. No exagero ni el más mínimo detalle”.



Documento a nombre de Nicolás Marcial Guillén Landrián.


Se sabe en que en estos años entraban y salían de la cárcel, también por razones políticas, Ricardo Bofill y Adolfo Rivero Caro, fundadores del Comité Cubano Pro Derechos Humanos. En algún momento, Landrián restableció una vieja amistad, de los tiempos del Partido Socialista Popular, con Adolfo Rivero Caro, con quien, según testimonios, también compartió galera. Después conocería a Bofill. 

En nuestra corta memoria de siglo XXI quizás se registre el nombre de Ricardo Bofill con el estigma de la propaganda de los años 80, que puso en él toda su atención. 

El año 1988 fue de especial animadversión hacia el antiguo docente de la Universidad de La Habana devenido activista pro derechos humanos. El periódico Granma le dedica sendos materiales en el mes de marzo donde lo llaman a él y a su grupo “sujeto lépero, mendaz e inescrupuloso”, “pícaro de la calle”, “alimaña», “simulador”, “farsante”, “verdadero Frankenstein, fabricado por la CIA”, “mercenarios y vendepatrias”, etc.

También la televisión cubana emite una serie de entrevistas suyas manipuladas que titulan Memorias de un fullero. Y hasta la publicación de humor gráfico Palante hace una tira cómica de su biografía malhechora, llamada “Superfullero”. 

El motivo de tantos desvelos es que el ex comunista Bofill había comenzado una nueva forma de lucha pacífica, que elegía la denuncia internacional de las violaciones de los derechos humanos, en lugar del enfrentamiento armado. 

Inspirado en los acuerdos de Helsinki y ex-convicto por el caso de la Microfracción, el antiguo profesor de Filosofía Marxista de la Universidad de La Habana organizó las bases para desenmascarar a un régimen que pasaba como símbolo de justicia social y bienestar ciudadano, gracias, entre otras cosas, a su hermetismo informativo. 

Puso énfasis en los derechos universales de las personas, no en la ideología. Contactó con organizaciones internacionales. Sumó activistas. Fundó en 1976 el Comité Cubano Pro Derechos Humanos, que a principio de los 80 crece en las cárceles de la capital, especialmente en El Combinado del Este, y cuya principal tarea fue la de darle voz a las víctimas. 

Parte de ese trabajo está recogido en el documental de Néstor Almendros Nadie escuchaba

Tan exitosa fue la labor del CCPDH y las organizaciones que le siguieron, que no solo pasó al acervo popular la equivalencia de “derechos humanos” con la oposición al gobierno, sino que a finales de los 80 comenzaron a llegar al país por primera vez organizaciones y periodistas extranjeros, atraídos por las preocupantes noticias que desde las prisiones de la Isla llegaban al exterior. 

De pronto, Cuba aparecía por primera vez en los reportes de las violaciones del mundo, invirtiendo su papel de acusador. El clímax de esta actividad (y comienzo del final) tuvo lugar con la visita, en septiembre de 1988, de una delegación de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, invitada por el gobierno cubano para que comprobara el funcionamiento de los sistemas de salud, educación, carcelarios, etc. Y también para que hablara con los ciudadanos que se atrevieran a acercarse. 

Durante varios días las puertas del bungaló del Hotel Comodoro, donde se hospedaba la delegación de la ONU, estuvieron abiertas para quienes quisieran denunciar su caso. Más de mil cubanos acudieron, a pesar del terror. 

Al año siguiente, la comisión produjo un informe de 400 páginas y Cuba fue condenada por primera vez en la ONU por violaciones a los Derechos Humanos. Desde luego, Fidel Castro rabiaba. 

En una entrevista con la periodista norteamericana María Shiver había dicho: “En Cuba no existe un Comité de Derechos Humanos, sino un grupito de contrarrevolucionarios, de ex presos contrarrevolucionarios, manipulados por la Oficina de Intereses de los Estados Unidos”. Con esa minoría democrática acusada de mercenarismo, entabló relación y colaboró el artista disidente, expreso político e irredento, Nicolás Guillén Landrían.

Quizás fuera el periodista Tomás Regalado quien por primera vez denunció internacionalmente el caso de Guillén Landrián, reconociéndolo no solo como una víctima de la represión del régimen, sino también como un gran artista: “Hace unos años el brasileño Glauber Rocha escribió sobre él: Nicolás Guillén Landrián es uno de los pilares más sólidos del cine cubano y del nuevo cine latinoamericano”, publica Regalado en 1983 en el Miami Herald

El propósito de su artículo, intitulado “El sobrino de Nicolás” (Regalado 7) no solo era ajustarle cuentas moralmente al tío “poeta nacional”, presidente de la UNEAC y miembro de Comité Central del Partido, que hacía oídos sordos a la tragedia política de su sobrino, sino también divulgar una denuncia que había salido de Cuba clandestinamente, donde se avisaba de un nuevo arresto de Nicolás Guillén Landrián. 

Por el artículo sabemos que Landrián había sido apresado en 1980 por “enviar al exterior un documento denunciando la situación de los Derechos Humanos en Cuba” (Regalado 7). Camejo reproduce la misma causa y sitúa este tercer encierro seis meses después de ser liberado en 1979. 

Por esta razón, el cineasta “colaborador con el enemigo”, formalmente habría sido acusado de “Peligrosidad predelictiva” (Camejo, 87) y condenado a cuatro años más de cárcel en el Combinado del Este. 

Coincidentemente, ese mismo año, casi todos los directivos del CCPDH son encerrados en la misma cárcel por la divulgación del documento “Cuba: los Derechos Humanos en crisis permanente”. 

El escritor Cesar Leante, resumiendo la historia de Bofill para el lector español en El País, dice que en 1980 el activista ha sido “acusado de mantener, vínculos con diplomáticos occidentales” y elaborar “documentos contrarrevolucionarios con destino al exterior”. La concurrencia de fecha y motivo entre ambos arrestos es notable.

Sabemos que, en algún momento de 1981, Rafael Saumell (escritor y también preso político con tratamiento siquiátrico), confirma haber compartido con Landrián la sala de psiquiatría del Combinado del Este. Allí vio cómo una enfermera diligente comprobaba todos los días que el cineasta rebelde tomara cuatro sicotrópicos, al parecer devastadores. Esta tercera condena habría durado hasta 1981, o a lo sumo 1982[2]



Nicolás Guillén Landrián.


Tomás Regalado, siguiendo los informes clandestinos de Cuba, nos dice que en “Un año después [de 1980] era puesto en libertad, pero se le continuaba hostigando debido a la publicación por parte de la editorial Numen de Barcelona de un libro de poemas suyos”. 

En 1983, sin embargo, se le vuelve a encerrar. Es el motivo de la nota del periodista, donde leemos: “Ahora, un informe clandestino de la Sección Cubana de Derechos Humanos que nos envían desde La Habana, confirma que una vez más Nicolás Guillén Landrián ha sido arrestado. Esta vez, sin embargo, el atropello fue más allá de en anteriores ocasiones. Se organizó una farsa judicial en el tribunal especial de La Cabaña (…) y, sin permitirle defensa alguna, fue sentenciado a diez años de prisión.” (Regalado, 7). 

El pecado de Landrián esta vez ha sido el reunirse, en casa de Ricardo Bofill, con unos periodistas franceses, para hablar de la situación de los derechos humanos en la Isla: “El grupo de periodistas fue detenido por varias horas en Seguridad del Estado del régimen, en el lugar conocido como Villa Marista, en La Habana. Allí los galos confesaron que se habían reunido con Nicolás Guillén Landrián, precisamente en la residencia del Dr. Ricardo Bofill. Solo esto bastó para el arresto de Guillén” (Regalado, 7).

Del juicio express de La Cabaña, el “sobrino de Nicolás” recibe una nueva condena, esta vez de diez años de privación de libertad. Su compañero Ricardo Bofill recibe otra semejante, probablemente en el mismo expediente fiscal: “En septiembre de 1983”, cuenta Leante, “[Bofill] es arrestado nuevamente. Amnistía [Internacional] da como motivo ʻuna reunión con dos periodistas francesesʼ, que a su vez estuvieron detenidos durante nueve días antes de ser expulsados del país”.

Hasta ahora se ha repetido que Landrián habría cumplido cuatro condenas de dos años cada una. Coincidiendo con este cómputo, tendríamos que el encierro de 1983 habría sido el último, al menos en lo concerniente a la justicia penal. 

La fecha de su término formal, sin embargo, aún no es precisa. Camejo finaliza su relato de la represión a Landrián extendiendo erróneamente la condena de 1980 hasta 1984 (calculando estrictamente los cuatro años previstos). Pero ya sabemos, por el testimonio llegado al Miami Herald, que no eso no fue así y que Landrián está en la calle, acaso con licencia extrapenal, en 1983, fecha en que lo vuelven a apresar. 

Brown y Lago repiten la imprecisión de Camejo, pero terminan su recuento biográfico informando que a partir de 1984 “la familia de Guillén lo mantuvo confinado (por recomendación de la Seguridad del Estado) en el Hospital Siquiátrico de La Habana (Mazorra) seis días a la semana” (Brown y Lago, 70). 

Es decir, que a la altura del año 1985 Landrián habría cambiado, una vez más, la cárcel por el manicomio, no exento de las terapias electro-convulsivas y los fuertes sicotrópicos. En ese mismo año, a Bofill se le otorga una licencia extra-penal y es adoptado como “preso de conciencia por Amnistía Internacional”. 

Hay razones para pensar que, con el tiempo, el régimen de semiinternado de Landrián en Mazorra se flexibilizó al cabo de los dos años (1985). Con el tiempo, quizás haya desaparecido completamente. 

Se sabe que, en 1987, Landrián se encuentra pintando, escribiendo poemas e incluso organizando su vida sentimental con la joven que conoce ese mismo año y lo acompaña por el resto de sus días. El cineasta también ha vuelto a la colaboración con el Comité Cubano Pro Derechos Humanos. 

El jueves 3 de marzo de 1988, las actas del Congreso de los Estados Unidos recogen una sesión dedicada a la situación de los Derechos Humanos en la Isla, donde se lee el informe preliminar a la ONU que Ricardo Bofill titula “Cuba 1987: Situación de los Derechos Humanos”]. 

En el aparte que repasa las violaciones de los “Derechos individuales”, Bofill denuncia la figura legal de la “Peligrosidad predelictiva”, un mecanismo que da la potestad al Jefe de Sector de la policía, en colaboración con los CDRs, de encausar a una persona solamente por la sospecha de que podría cometer un delito en el futuro, algo que se mantiene en el Código Penal actual, sin ese nombre): 

“El director, poeta y pintor Nicolás Guillén Landrián”, escribe Bofill, “quien ha estado encarcelado en cuatro ocasiones diferentes por razones políticas, recibió su primera advertencia de “Peligrosidad predelictiva” en marzo de 1987, después de que se negara a grabar en vídeo declaraciones falsas que denigraran al Comité Pro Derechos Humanos”. 

Más adelante, en el mismo informe, en el acápite dedicado a la “Libertad de movimiento”, el activista denuncia las listas negras que prohíben silenciosamente la entrada o salida de Cuba de ciertos ciudadanos. Tal es el caso, se dice en el Congreso de Estados Unidos, de Nicolás Guillén Landrián, “director, poeta, pintor y expreso político, que lleva esperando 10 años [por su autorización de salida del país]”.

Por muchas razones, incluida la Perestroika, los últimos tres años de la década del 80 conocieron una leve pausa o, acaso, una menor torpeza institucional, en las prácticas represivas a los disidentes. En lugar del obvio encarcelamiento, se trasladó el énfasis al acoso y otras técnicas de “Zersetzung” (corrupción) hacia los rebeldes.

Mientras Landrián recibe constantes llamados y visitas de la policía, Ricardo Bofill no podía salir de su casa en Guanabacoa “sin que policías, que fingen ser trabajadores, comiencen a perseguirlo y a insultarlo, y aun a agredirlo. Una pedrada le astilló uno de los cristales de sus gafas”, leemos en el artículo de César Leante, y también que “la casa contigua a su apartamento está ocupada por la policía, que desde allí, mediante sofisticados micrófonos, escucha sus conversaciones, y se fotografía con cámaras ocultas a quienes van a visitarlo”.

Este paréntesis en las afueras de la cárcel, no obstante, permite a los activistas ganar ciertos espacios en las calles. Tal es así que, en 1988, en un apartamento frente a Jalisco Park en El Vedado, el Comité Cubano Pro Derechos Humanos organiza lo que se llamó “Primera exposición de artistas disidentes” o bien “de Arte Disidente”[3]

“Se hizo frente a Jalisco Park en febrero de 1988”, nos cuenta Armando Araya, miembro del CCPDH y luego coordinador de la Asociación Pro Arte Libre (APAL), entrevistado para esta investigación. “Allí fue donde conocí a Nicolasito, que participaba con varios cuadros, uno de los cuales se lo había regalado a su amigo Adolfo Rivero Caro. Pero no se trató de una exposición de arte solamente, sino que se instaló una especie de tribuna con un microfonito y se dio voz a varios familiares de personas muertas en circunstancias desconocidas, a manos de la policía política. Entre ellos, recuerdo a la madre de los jóvenes fusilados cuando quisieron asilarse en la embajada del Vaticano. Y otra a la que habían comunicado la detención de su hijo en un intento de salida ilegal y, al presentarse, le dijeron que había muerto, y a la cual no le fue entregado el cuerpo de su hijo (…). El caso es que aquello fue, digamos, un sábado por la noche. Al día siguiente, arman un tremendo acto de repudio en los bajos, con cámaras de la televisión cubana y todo (…). Y, cuando aquello, tú sabes cómo eran los actos de repudio. Eso se estuvo transmitiendo todo el día por televisión (…). Pero se equivocaron ese día, porque estaban allí varios agregados culturales de embajadas que, cuando ven eso, empiezan a llamar a sus embajadores (…). Y entonces es que viene el ministro Abrantes en persona “para salvarnos de esa situación” y nos trasladan en patrullas hasta nuestras casas”.

En cuanto a Nicolasito: “Era más que disidente: era opositor, anticastrista y manifestaba ser anticastrista con un franco decir. No entraba en juego con esa gente. También era muy amigo de Rivero Caro, con quien compartió la misma galera en prisión y colaboraba con el CCPDH en ese sentido: participando en una exposición, quizás ayudando a alguien a transmitir alguna denuncia o haciendo una denuncia él mismo con Bofill”.

Tanto Armando Araya como el periodista Rolando Cartaya, integrantes ambos del Comité Cubano Pro Derechos Humanos y entrevistados para esta investigación, nos han confirmado por separado que Nicolás Guillén Landrián era también un miembro del Comité Cubano Pro Derechos Humanos fundado por Ricardo Bofill.

Dentro de las organizaciones internacionales, observadoras del cumplimiento de los también conocidos como “Derechos Universales” que visitaron Cuba a fines de los 80, estuvo la organización llamada America’s Watch, que envió a varios representantes a hacer trabajo de campo a la Isla, aunque a través de otras organizaciones. 

Una de las investigadoras asociadas a ese grupo de relatores, Mary Jane Camejo, que habría viajado a Cuba entre 1987 y 1988, habló con los disidentes, incluido Nicolás Guillén Landrián, y es muy probable que incluso estuviera presente en aquella “Primera exposición de artistas disidentes” de Jalisco Park. 

A su regreso a Estados Unidos, Mary Jane Camejo redactó un informe de 110 páginas publicado en enero de 1989 en forma de libro, con el título de Human Rights in Cuba: The Need to Sustain the Pressure. Las páginas 86 y 87 están dedicadas a referir el caso de Nicolás Guillén Landrián, bajo el acápite de “Confinamiento siquiátrico”. Allí se lee claramente al final de su resumen biográfico: “En estos momentos [Guillén Landrián] vive en su casa y es miembro del Comité Pro Derechos Humanos” (Camejo, 87).

La diligencia de los activistas pro derechos humanos en la Isla obligó al poder a trasformar sus procedimientos. Estos se volvieron al cabo más sutiles, menos visibles. Una de las lecciones aprendidas habría sido la expulsar al disidente que no calla. En lugar del encierro dentro de la Isla, método de castigo practicado hasta la fecha, el poder habría decidido propiciar el exilio del indómito. 

Desde que salió la primera denuncia por violaciones a los Derechos Humanos al exterior de Cuba, este encierro insular había dejado de funcionar también como mordaza. Si iban a hablar de cualquier manera, entonces mejor en el exterior del feudo. 

Alrededor de la fecha de la visita de la delegación de la ONU en 1988, se empezó a permitir (y a obligar a) la salida del país de los incómodos opositores. 

A Ariel Hidalgo lo presionaron para que se fuera de la cárcel al aeropuerto, unos meses antes de la llegada de la delegación de marras. A Ricardo Bofill también lo presionan, pero no impiden que espere aquí a la delegación y finalmente sale del país, enfermo, apenas un mes después de aquella visita, Aldolfo Rivero Caro conoce el destierro también, en 1988. Nicolás Guillén Landrián partió al exilio rumbo Miami en el invierno de 1989.

Todos los que arribaron a Estados Unidos lo hicieron con el estatus de “refugiados políticos”, un programa coordinado por la Sección de Intereses que, según el documental propagandístico “Peones del Imperio”, “es un instrumento de estímulo y presión a la actividad de la contrarrevolución interna”. 

Las relaciones de Guillén Landrián con los representantes del “Imperio” en la Sección de Intereses de Estados Unidos en Cuba fueron tan buenas que, el Agregado de Prensa en persona, Jerry Scott, se ofrece para sacar más de 100 cuadros suyos, unos meses antes de que el artista viajara a Miami. Algunos se vendieron allá, algunos fueron incluidos en la exhibición de febrero de 1990, en el Museo de Arte Cubano, con que fue recibido el artista ex-preso político en esa ciudad.  

Para bien suyo y mal nuestro, Nicolás Guillén Landrián no pareció preocuparse de su persona pública. No hay apenas constancias de su propia voz, lo cual dificulta la tarea de recobrarlo. No obstante, la relación expuesta de sus hechos delata a un artista muy diferente a la víctima apocada que derivan las insinuaciones corrientes a su martirio. 

En lugar de un torturado fiel a su opresor, sugieren un espíritu rebelde, que, en todo caso, aumentó el tono de voz cada vez que el poder quiso avasallarlo. 

Cuando lo sacan de su primer manicomio, cuando le dan la oportunidad de redimirse haciendo documentales abyectos, dobla la apuesta y produce una obra todavía más heterodoxa, que provoca su expulsión del ICAIC. 

Con el peligro de la cárcel y el electroshock aún más cerca, señala al centro del poder, a Fidel Castro, y pronuncia (o escribe) algo alusivo a su muerte. Más cárcel, más manicomio, lo unen al reducido grupo de rebeldes que surge de la profundidad misma del castigo para desafiar al verdugo. 

Más que nada, sus hechos conocidos sugieren una agonía merecedora de la altura griega de la palabra tragedia: la persistencia de un héroe ante una fuerza insuperable que lo confronta. 

Su pathos se encuentra avisado en el cartel propagandístico que Coffea Arábiga contempla: “Mejor dejar de ser que dejar de ser revolucionario”. Nicolás Guillén Landrián no pudo dejar de ser. “Nunca dejé de pintar o de filmar en mi cabeza”, nos dice.

No hay vergüenza en el epíteto “disidente”. Hay dignidad en la revuelta contra el poder omnímodo que solo entiende de nuestra obediencia. 

La historia de Guillén Landrián no es esencialmente distinta a la de decenas de opositores (sobre todo de las primeras generaciones) que comenzaron creyendo románticamente en un proyecto político que no solo se corrompió muy rápido, sino que terminó traicionándolos a ellos y haciéndoles sentir el peso su culpa.

“Disidente”, “opositor”, “contrarrevolucionario”, estos matices nunca han importado a la Ley. Llegado un punto del castigo, tampoco le interesan a la víctima. 

Hoy la Asamblea de Cineastas Cubanos quiere rescatar a Nicolás Guillén Landrián como emblema de su renovada lucha: celebra sus aniversarios, discute su obra, organiza caminatas a su tumba bajo acoso policial. 

Su recuperación presenta todavía una disyuntiva, incluso para las filas no oficialistas: habrá que decidir si se quiere al Landrián estilista, que supo manejar el lenguaje como nadie, tentando los límites de la censura, o al hombre rebelde aspirante a su dignidad y su ser. 

Si se escoge el segundo, si quieren un Landrián como símbolo libertario, al igual que el concepto que representa, entonces su historia no admitirá términos medios. 

Se es libre o no se es. Para recuperar a ese Landrián, habría que restaurarlo completo. Estamos a tiempo.





Obras citadas:
Alfonso, Gretel. Entrevista con Julio Ramos. “Regresar a La Habana con Guillén Landrián: Entrevista a Gretel Alfonso.” Guillén Landrián o el desconcierto fílmico, Almenara, 2019, pp. 21-36.
Alfonso, Gretel. Entrevista con Yornel Martínez Elías: Entrevista a Gretel Alfonso, viuda de Nicolás Guillén Landrián, 17 enero 2023, Rialta Magazine.
Brown, Charles J., y LAGO, Armando M. The Politics of Psychiatry in Revolutionary Cuba, Freedom House of Human Rights. Washington D. C., 1991, pp. 68-70. 
Camejo, Mary Jane. Human Rights in Cuba: The Need to Sustain the Pressure, The Americas Watch Committee, 1989, Washington D.C., pp. 86-7.
Cao, Juan Manuel. Entrevista con Abel Sierra Madero: “Juan Manuel Cao: Hasta hoy no sé quién me delató”. Hypermedia Magazine, 21 agosto 2020.
Estudio del informe de la misión realizada en Cuba de acuerdo con la decisión 1988/106 de la Comisión de Derechos Humanos, Naciones Unidas, 21 febrero 1989, E/CN.4/1989/46.
García Borrero, Juan Antonio. “¿Quién era Nicolás Guillén Landrián?”, Café Cinema, Televisión Camagüey, 2021.
Guillén Landrián, Nicolás. Director. Coffea Arábiga, producciones ICAIC, 1968.
Guillén Landrián, Nicolás. Director. Taller Claudio A. Camejo Línea y 18 [también conocido como Taller de Línea y 18], producciones ICAIC, 1971.
Guillén Landrián, Nicolás. Entrevista con Lara Petusky Coger, Alejandro Ríos y Manuel Zayas, “El cine postergado”, Incubadora, 20 abril 2023.
Landrián. Dirigido por Ernesto Daranas, producciones ICAIC, 2022. 
Leante, Cesar. Los Derechos Humamos en CubaEl País, 12 septiembre 1988
Regalado, Tomás. “El sobrino de Nicolás”. El Miami Herald, 12 octubre 1983, p.7. 
Retornar a La Habana con Guillén Landrián, dirigido por Raydel Araoz y Julio Ramos, Producciones de Otros, 2013
Rivero Caro, Adolfo. “Antecedentes del Movimiento de Derechos Humanos en Cuba”. El Blog de Tania Quintero, 27 julio 2012
United States, Congress, House. “Human Rights Abuses in Cuba”. 3 marzo 1988, pp. 3267-8.





Notas:
[1] En el libro de Brown y Lago se menciona una muy breve estancia en el Combinado del Este en 1970, de la cual no se dice nada más y tras de la cual habría regresado al cine. Creemos que es una imprecisión.
[2] Aquí Camejo la extiende “por cuatro años”, pero es una imprecisión (Camejo, 87).
[3] Con el primer nombre aparece recogida en el informe de la delegación de la ONU y en la página web de un participante, Roberto Bermúdez; con el segundo, en las memorias de Rivero Caro, aunque este prurito gramatical no importaría a la policía política. 





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