Sylvia Plath, una oveja en la niebla

Las colinas saltan hacia la blancura.
Gente o estrellas
me observan con tristeza, las decepciono.
“La oveja en la niebla”, Sylvia Plath.

Los escribidores andan en la oscuridad o a la luz del día. Algunos buscan protección en la oscuridad. Se internan allí, como si de una madre se tratara. Y allí permanecen bajo su ala protectora.

¿Por qué a veces la muerte parece una solución irrevocable para algunos?

Para esta oveja blanca, quizás fuera así. Porque las dudas interfirieron y atenazaron su hermosa estatua, rota por la inseguridad de no ser suficiente.

Nada podía molestarla más que esa quebradura, a pesar de haber sido una escritora luminosa, de alas prestas para levantar el vuelo. Y lo hizo, con aquel apellido extranjero heredado de un padre alemán. Plath sonaba quieto, plagado de misterios.

Nacida el 27 de octubre de 1932 en Jamaica Plain, en Boston, Massachussetts, Sylvia Plath estaba destinada a ser una de las más importantes escritoras de lengua inglesa. Al mismo tiempo, sería como una especie de femme fatale de la literatura, marcada por la enfermedad y la muerte.

No obstante, heredó los genes de sus progenitores, personas muy cultas e inteligentes. Otto Plath era profesor de alemán, académico y biólogo, especializado en entomología. Y Aurelia Schober creó un curso de secretariado médico en la universidad de Boston. Ambos resultaban una singular pareja, con una diferencia de edad considerable, pero compenetrados entre sí.

De niña, Sylvia pasaba sus vacaciones en casa de sus abuelos, en Winthrop, a la orilla del Atlántico. Allí, entre olas azules y verdes, arenales y rocas, se sentía libre de la disciplina de sus padres. Y podía estar horas al sol, rodar en la arena. El mar significaba un talismán, un lugar cálido y protector.

Pero esa certidumbre terminó de manera abrupta cuando su padre murió y toda la familia decidió unirse. Ya sus abuelos no vivirían al borde del mar, sino con su madre, ella y su hermano. Irían a otra casa, a una ciudad diferente.

No obstante, en Wellesley sería más salvaje y, luego, más insegura. Ya no vería más al Coloso (su padre). El orden se trastocaba.

Había una imagen fija de él: en su estudio encerrado, escribiendo sus artículos, y a ella se le permitía entrar unos minutos en la tarde para mostrarle sus logros estudiantiles, exhibiéndose, para luego aceptar un regalo por sus calificaciones. Aceptación con premio, una relación de trueque emocional.

Por sus altas calificaciones, en Smith College ganó el summa cum laude por ser la mejor en Inglés. La universidad la construyó. Aunque también, de algún modo, se convirtió en un vampiro, extrayéndole la sangre y las fuerzas.

Por otro lado, revistas como Seventeen y Mademoiselle le publicaban sus poemas y relatos. Con esta última, su cuento Sunday At the Mintons ganó el primer premio y 500 dólares.

Se dio cuenta de que la escritura estaba arraigada a su vida. Registrar su cotidianidad, sus pensamientos y reflexiones en las páginas de un diario, la ayudaron autoanalizarse. En su diario era su víctima y su propio juez.

Usaba sus experiencias en sus poemas y cuentos, aunque los disfrazara con personajes de ficción. La plenitud era eso, volcarse hacia sí, cortarse en pedazos y nombrar a otras mujeres, ojos de mujeres más jóvenes o mayores, con la misma mirada.

Era brillante y creativa, y los profesores la veían como un prodigio. Su frenética manera de estudiar la alejaban de sus compañeras. Por su retraimiento y soledad no podían conectar con ella. Cuando realmente hizo amigos, ellos nunca sospecharon de su desorden interno. Esa certidumbre solamente quedó registrada en su catarsis sobre el papel.

La negrura siempre estuvo ahí, acechándola. A los veinte años, durante el primer curso en Smith, tuvo una crisis nerviosa e intentó suicidarse.

Hizo una nota para su familia, diciendo que estaría fuera dos días, y bajó al sótano de la casa. Había ingerido barbitúricos. Un sueño la acunó y la gente pensó que había desaparecido.

Aquel acontecimiento fue mediático. Se organizaron cuadrillas para su búsqueda y la noticia de su desaparición salió en los periódicos.

En efecto, era la oveja blanca que se sale del redil y no quiere volver. Durante un almuerzo familiar, su hermano escuchó un gemido, un estertor que venía desde abajo, tal vez una brisa absurda. Entonces la hallaron, muy débil, pero viva.

Los hospitales y los psiquiatras le daban miedo, pero cayó dentro de la telaraña. Nunca olvidó aquellas sesiones de electroshocks, con brazos y piernas amarrados, mientras le sostenían la cabeza fuertemente.

La piedra se desmoronaba. La espada entraba por la piel y traspasaba la frente, las sienes. Dolor agudo y mirada vidriosa. El mar estaba lejos, se veía como una postal. Olas azules y verdes la calmaron más tarde. Debían consolarla estos remedios.

Ahora todo es distinto / viajando desnuda como Cleopatra con mi esterilizada bata de hospital / mareada con tanto calmante y con mejor humor del habitual / sobre ruedas llego a una sala donde un hombre amable me cierra los puños / me hace sentir que algo precioso se filtra entre los dedos / cuenta hasta dos y la oscuridad me borra como una tiza en la pizarra… / no sé nada.

La mejor experiencia fue cuando al final del curso de Smith, le otorgan la beca Fullbright para el Newnham College de Cambridge, en Inglaterra, con los gastos pagados entre alojamiento y libros.

Durante esta última etapa, fue al recital del poeta Ted Hughes y quedó impactada con él. Una atracción que devino luego en matrimonio.

Leían y comían juntos, paseaban, aunque cada uno escribía por separado. El hombre le daba ideas y temas a la mujer. Y ella lo aceptaba.

Sin embargo, él era más solicitado. Daba recitales de poesía y conferencias. A Silvia también la llamarían más tarde para dar recitales en la BBC.

Más de una vez compartieron una entrevista. Para la gente, ellos eran una pareja superior, ideal. Nunca supieron de los entresijos de su intimidad, del machismo de él o la rabia de ella. Tampoco de sus peleas, donde llegaron incluso a la violencia física.

Sin embargo, ella ayudaba a su marido. Escribía sus trabajos a máquina. También, se alegraba de sus éxitos. Pero en el fondo renegaba de su posición, no quería ser valorada como la esposa de, sino por su esfuerzo personal.

En su diario había escrito sobre el ego de su marido y sobre la manera que los hombres y críticos minimizaban a las mujeres escritoras.

Nada impidió que creciera en su poesía. Como artífice de un fino brocado, la influyó el paisaje que la rodeaba, otrora de un retrato feliz, en un clima campestre, benigno y engañoso, que no existió, o tal vez sí, pero sólo en ilusorias visiones.

En Devon, al principio, fue un poco feliz, viviendo con su esposo Ted Hughes y sus dos pequeños. Adoraba la naturaleza y los animales, hacer la recolección de frutos y preparar sus pasteles. Pero llegó un momento en que las tareas domésticas la asfixiaban y le sustraían horas a su trabajo literario.

Luego vino la Quema de Brujas. Un marido infiel es un cliché, y a Silvia este hecho la violentó brutalmente. Una noche quemó sus manuscritos y ahí estaba su segunda novela, la que celebraba aquella alianza.

Imposible negar que el dolor y el abandono perforan más de un órgano vital y nace una especie de compensación turbulenta. Las llagas son diálogos internos que nos recuerdan que somos vulnerables e imperfectos para asumir lo que queremos olvidar: la estructura desbaratada, pisoteada sin piedad.

Estos versos dejan constancia de su tristeza:

Sobre esta colina pelada el año nuevo afila sus cantos / sin cara y pálido como la porcelana / el cielo redondo continúa enfrascado en sus propios asuntos / tu ausencia es imperceptible / nadie sabe lo que me falta.

Y como la naturaleza al percibirlo / alimenta su amargura / sin talento sin pena / nuestro adiós / el sol brilla sobre el maíz verde / los gatos juegan entre los tallos / mirar hacia atrás no aliviará una penuria así.

John Keats expresa la melancolía como un asidero a la vida: Cuando el acceso atroz de la melancolía / se cierna repentino, cual nube desde el cielo / que cuida de las flores combadas por el sol / y que la verde colina desdibuja en su lluvia / enjuga tu tristeza en una rosa temprana.

En la poesía de Plath, hay elementos recurrentes: el agua, el río oscuro y el reflejo de la luna, como un gran espejo. En Lorelei (ella), debe encontrar sosiego bajo el influjo de una neblina azulada, con piedras que suben hasta su rostro como un reclamo y una necesidad de muerte.

Aquí existe una armonía, la majestad de un espíritu que se integra a los elementos en toda su vibración.

Inglaterra la acogió como una hija rebelde y ella le ofreció su corazón. Hubo un pacto que no se atrevió a romper, ni siquiera cuando el invierno de Londres le caló los huesos y casi la echa a patadas.

Necesitaba irse a los Estados Unidos. La madre podría haberla ayudado, pero insistió en una posición de fuerza que ya no poseía.

Aquellas experiencias la sustentaron, mas el hundimiento venía sigiloso. La depresión es una de las peores dolencias, porque de ella se deriva un mal superior: hacer el amor con Tanatos y habitar en el paraje más oscuro.

Silvia en sí misma era contradictoria. Su diario y correspondencia diferían. En uno, emanaba un sentimiento de poderío y completa armonía. Mientras que, en sus cartas, había una pulsión hacia la negrura.

Imagino que, si alguien hubiera podido leer algún fragmento de aquel diálogo interior, podría haberse evitado algo que ni su familia ni amigos pudieron hacer: rescatarla del dominio absoluto de la muerte.

Salir de Devon y mudarse a Londres fue una idea desacertada. Creyó que estar en el circuito artístico la ayudaría en su carrera.

La realidad era otra. Se hallaba más aislada que nunca, en un apartamento sin calefacción y con problemas económicos. Nadie la iba a visitar, sus amigos estaban lejos. Su editor no contestaba a sus llamadas.

Todo conspiraba para hacerla caer, aquel invierno, el más cruel que hubo en muchos años en Inglaterra. Las calles blancas y congeladas, intransitables, y ella sola con los niños, sin esposo, saliendo por necesidad para comprar víveres.

Hubo ocasiones, en que bajó al apartamento del vecino a mendigar un poco de compañía.

Ya nada pudo salvarla, ni siquiera el amor a los hijos. Y así escenificó el último acto de su vida: tapó las hendiduras de la puerta de la habitación donde dormían los niños con esparadrapo y toallas, mientras ella permanecía en la cocina con la llave del gas abierta y la cabeza metida en el horno.

Imagino que el tóxico la hizo adormecerse hasta que dejó de respirar. Antes, había dejado en el piso una bandeja con el desayuno. Los niños desayunarían cuando llegara la nana a cuidarlos. Los niños perderían a su madre irremediablemente.

Lo que quiero de nuevo es lo que era antes / de que la cama / de que el cuchillo / de que el alfiler y el bálsamo / me colocaran en este paréntesis / caballos volando al viento / un lugar / un tiempo fuera de la mente.

Estamos ante símbolos de la angustia. El cuchillo y el alfiler son objetos que provocan dolor físico (diríase más bien, que ella misma los empuñó en sus modos de escapar). La cama y el bálsamo fueron atroces. En la cama recibió los electroshocks. El bálsamo, eran los barbitúricos recetados para su enfermedad.

Para John Donne, la idea de morir es un destino irrefutable: Nadie presta oídos a una campana que tañe en cualquier ocasión, pero ¿quién puede desentenderse de ella cuando esa campana está transfiriendo una parte de uno mismo fuera de este mundo?

Posterior a la muerte de Silvia, se publica Ariel, su segundo libro. Ted Hughes hizo una recopilación muy particular, agregando unos poemas y desechando otros.

Lo curioso es que hay textos de pocas líneas y el discurso es lacónico, como huesos de metal que quiebran estructuras. Contrariamente, en otro grupo de textos las metáforas son más elaboradas y vibrantes. Sin embargo, en la mayoría se aprecia la ironía, la angustia y la ira:

Morir es un arte / como todo lo demás / yo lo hago excepcionalmente bien / lo hago y así se siente real / creo que dirías que a eso fui llamada.

Lady Lazarus es una mujer que regresa de la muerte y vuelve a morir, como un bucle interminable.

Pronto / muy pronto / la carne que la tumba devoró / se sentirá bien en mí / y yo una mujer que sonríe / tengo sólo treinta años / y como gato he de morir nueve veces / esta es la número tres / que desperdicio eso de aniquilarse cada década / que millón de momentos.

Éxtasis en la oscuridad / luego el chorro azul y sin sustancia / del tolmo y las lejanías. / Leona de Dios / ¡cómo nos vamos uniendo / eje de talones y rodillas! / Y ahora me hago espuma de trigo / centelleo de mares.

En su poema Daddy, el lenguaje es de una dureza inquietante. Habla sobre la incomunicación, las barreras ancestrales, y hace alusión a su enfermedad (padecía de diabetes y le cortaron una pierna).

Otras imágenes la retratan como una judía y a su padre como un soldado alemán. Es acaso un desquite mordaz, no exento del dolor que generó su partida.

Papi he tenido que matarte / te moriste antes de que me diera tiempo / pesado como el mármol / bolsa llena de Dios / lívida estatua con un dedo del pie gris / del tamaño de una foca de San Francisco.

Creía verte en todos los alemanes / y el lenguaje obsceno / una locomotora / una locomotora que me apartaba con desdén / como a un judío / judío que va hacia Dachau / Auschwitz, Belsen / empecé a hablar como los judíos / creo que podría ser judía yo misma / con mis ancestros gitanos / con mi rara apariencia / y mis naipes de tarot / y mis naipes de tarot.

Tenía diez años cuando te enterraron / a los veinte intenté morir / y regresé / y regresé a ti / pensé que hasta mis huesos volverían también.

Sylvia Plath, no sólo poseía la gracia de la escritura, sino una excelente preparación académica, que le permitía ejercer como profesora universitaria. Como lectora incansable, la influenciaron los escritores Robert Lowell, Virginia Woolf y Anne Sexton.

En su matrimonio, lamentablemente, no hubo igualdad de condiciones, algo a lo que aspiraba antes de casarse pues siempre trabajó y quiso ser independiente; un reto para una mujer de la década del cincuenta.

Preocupada constantemente por los asuntos políticos del mundo, se proyectaba como pacifista. En su novela autobiográfica The Bell Jar, comienza con sus impresiones tras la ejecución de los esposos Rosenberg. 

Era un verano extraño, sofocante, el verano en que electrocutaron a los Rosenberg y yo no sabía qué estaba haciendo en Nueva York. Les tengo manía a las ejecuciones. La idea de ser electrocutada me pone mala, y eso era lo único que se podía leer en los periódicos, titulares que como ojos saltones me miraban fijamente en cada esquina y en cada entrada al Metro, mohosas e invadidas por el olor de los cacahuetes. No tenía nada que ver conmigo, pero no podía evitar preguntarme qué se sentiría al ser quemado vivo de la cabeza a los pies. Pensé que debía de ser la cosa más terrible del mundo.

Alcanzó metas desde muy joven, publicaron su poesía y cuentos en revistas, ganó premios, le concedieron becas, se casó y fue madre. Salió su primer libro, The Colossus and Other Poems, más tarde su novela, The Bell Jar. Todos los eventos dentro de un período de treinta años.

Después de su desaparición física, hubo un acontecimiento sin precedentes: Poesías completas de Sylvia Plath, editado por Ted Hughes, ganó en el Premio Pulitzer en 1982.

De esta poetisa norteamericana se han escrito varias biografías, pero se dice que Cometa Rojo, Arte incandescente y vida fugaz de Sylvia Plath, de Heather Clark, es la definitiva y la más completa.

La autora empleó siete años, documentando toda su correspondencia (incluidas las últimas cartas a su psiquiatra), informes médicos y policiales, además de poemas inéditos.

Con este trabajo quiso exorcizar la imagen de una escritora asociada a la enfermedad mental y a la fama después de muerta. Su teoría es que quizás Sylvia Plath sufría de depresión post-parto, y que el efecto de las píldoras que tomaba pudieron ser un detonante para arrojarla hacia la muerte.

Si bien lo único real es que tuvo dos intentos de suicidio y finalmente en el tercero lo consiguió.

Se la pasó librando batallas para recuperarse, pero no pudo más con la tristeza, con ese flotar sobre el vacío, y renunció la indefensión camuflada que la había acompañado.

A la mujer rubia, de huesos largos y mirada sibilina, nadie la conoció. Sólo ella supo cómo vivir y morir.





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Los cuatro pilares de la civilización moderna

Por Vaclav Smil

Cuatro materiales forman lo que he denominado los cuatro pilares de la civilización moderna: cemento, acero, plásticos y amoníaco”.