Para Vladimir Nabokov, una niña no es un objeto nada malsano. Martin Amis, también escritor, afirma que antes de publicar Lolita en 1955, ya había incursionado en historias sobre otras nenas.
No es una novela sucia, sino una masterpiece, un clásico de la literatura universal. Entiéndase lo que se puede hacer con el lenguaje: todo está permitido, la perversión, lo erótico, las posibilidades son ilimitadas. La sensación de imaginar, ver, tocar, explorar, puede lograrse de disímiles formas.
La adaptación para el cine de Stanley Kubrick, es refinada y sugerente. Mientras que la del director británico Adrian Lyne se explaya con más escenas eróticas. Solo por el tema Love in the morning, de Ennio Morricone, gana en valor artístico.
Una amiga mía opina que es asquerosa. A mí me encantaron esos filmes, me recuerdan “mi primera vez”.
Humbert Humbert, el protagonista, evoca al antiguo deseo. Annabel fue su ninfa primigenia, a la que conoció en aquella playa donde sus padres lo llevaron, en el más lejano y perfecto verano de su adolescencia. Aún alienta ese clamor entre sus arraigos. Más allá, se erige la pintura en el marco azul, delicado, del mar.
Recuerda la ventisca de arena cuando los pies jugaban ligeros y sin cautiverio. Ahora todo regresa, de una manera más perfectible. La musa imperdible lo acompaña. Aúlla en su oído. Es un látigo. Mezcla lo viejo con lo nuevo, reúne a dos ninfas, cuya carne es la misma. Falta muy poco para que se pierda totalmente. Su sino es morir.
H.H. había muerto antes. La tuberculosis irrumpió en el cuerpo de la ninfa y lo alcanzó a él al mismo tiempo, condenándolo al único amor limpio, el de las ninfas: a esa intemporalidad que no se experimenta con la mujer hecha que ha sido manoseada por otros con la insoportable negrura de otras manos.
Cuando llega a la casa de Dolores, ya era un hombre anterior, perdido en sí mismo. De repente, la evocación toma forma: abre los ojos enormes, sus pestañas bajan y suben en frenesí. Como en un ejercicio para una visión opaca, adolorida.
El candor atrae, basta fluir dentro de esa marea. Irremediablemente, la cabeza se trastorna, despertando al animal dormido entre las piernas. Mas lo que se erecta no es solo eso, sino el mundo que descansaba olvidado. Como una página que se arrancó y echó al fuego. Sin embargo, nunca fue destruida. Queda un rastrojo, que el mismo fuego se encargó de preservar.
Lo, Dolores, Lolita, se mece en el columpio con sus flotantes trenzas de miel, con los brazos aferrados a la madera. Lleva los pies desnudos, la blusa de arabescos y un short diminuto que moldea sus piernas y caderas. Es una explosión contenida. El juego a punto de iniciarse.
No, no fue así. Es más cinematográfico. La ninfa, tirada boca abajo sobre la hierba, su piel se confunde con el verde y el amarillo de las flores. El regadío del jardín la mantiene mojada, como a otra flor más. A través de esa cortina de agua se filtran los rayos del sol. Ella lo mira y sonríe, con sus aparaticos dentales centelleantes.
El hombre ensordece, ya no escuchaba a la señora Haze hablar sobre la habitación que probablemente va a rentar por un tiempo indefinido. Indefinido será el sentimiento. El receptáculo para guardar la primera impresión, la deliciosa escena irrepetible.
De un lado, vemos al hombre fracturado, el profesor de Lengua Inglesa, con unas pocas canas escondidas entre su mata de cabellos. Del otro, a Lolita, la salvaje encantadora, la maleducada que camina sin zapatos y pisa la tierra del jardín.
Un casamiento y una tragedia serán la antesala del secuestro y la huida de la extraña pareja que recorre los Estados Unidos. El hombre y la ninfa se hospedan en moteles, prueban los diferentes desayunos, conocen sitios, y se esconden tras postales turísticas.
Por momentos, el cuarentón romántico da lástima. Otras, lo encuentro deplorable. Realmente, casi nunca me pongo de parte de la chica. Más bien, la detesto. Inaguantable en su sensual vulgaridad, alguien que desconoce por completo la concepción de la belleza. Caprichosa e irreverente, en el peor sentido. Su incultura moderna la vuelve consumidora de revistas del corazón. Flirtea con machos a diestra y siniestra. Para ella no existen categorías masculinas.
Quiero que se pierda en alguna excursión. O que le golpeen la cabeza con una raqueta de tenis. ¡Fuera, la Lolita desagradable, la masticadora de chicle, la puta imberbe!
No diré más sobre la extraña relación. Dejo que esos personajes sean descubiertos por tus propios ojos y sentidos. Júzguenlos ustedes mismos.
A mí también me pasó, si rememoro con claridad, que puede ser malo o bueno ser Lolita. Pero yo no pedí ser ninfa, solo existí en esa niña. Tony fue acaso mi Humbert Humbert. El marino mercante, el vecino que residía en la calle…, edificio…, segundo piso, apartamento 7. En numerología, el siete está entre Piscis y Neptuno. Como número sagrado, empuja a develar misterios. La parte psíquica es intuición y reflexión.
La historia de nuestros encuentros iba a ser dibujada en un papiro. Sucedió en el contexto más ordinario del mundo: “La bodega del barrio”, rincón milenario donde se compran los alimentos normados con una libreta donde se marca en casillas lo que cogiste y lo que no hay.
Casillas en blanco, fantasmales. Sin embargo, había comida, no vamos a negar que vivíamos en un país feliz y despreocupado bajo el ala del socialismo.
Ahora voy hacia atrás, le doy rewind al casete. Antonio era un tipo demasiado apuesto que acaparaba las miradas con su uniforme gris, planchado y muy pulcro. Cuando estaba en la cola, delante de mí, imaginaba poder tocar sus espaldas, apretujadas entre la tela de algodón. Y, si me acercaba bastante, casi podía oler las gotas de sudor que resbalaban por su cuello.
Su pelo era negrísimo, como “alas de cuervo”, igual al cabello de Morella, la obsesión de Poe. En el rostro sobresalían dos ventanas azules, reidoras, luminosas. Nariz y boca habían sido heredadas de algún ancestro griego. Daban ganas de comérselo, con esa delgadez atlética, que lo hacía lucir mucho más alto de lo que era.
Si nos tropezábamos por ahí, solo holas y miraditas. ¿Era el azar, algo escrito para ambos? Apenas importaba. El hilo se tensaba más y más, a punto de romperse.
Yo florecía en mis catorce años. Los treinta y tres de él me abatían. Tenía la misma edad de Cristo cuando lo crucificaron. Él no sospechaba que era mi Cristo redentor. Y frente a él, o encima de él, pondría las excitadas rodillas para hacer lo que me pidiera. No padecía de aprensiones aún. Deseaba ser castigada, obligada a meterme entre los labios la cilíndrica estructura, con sus relieves y venitas azules.
Una idea se mezcló a un aparato muy útil. En la esquina de la bodega, había un teléfono público, de los antiguos, de esos que tienen el disco para marcar. Entonces se me ocurrió pintar, en la pared de encima, con tiza, su nombre y el mío, dentro de un corazón atravesado por una flecha.
El mensaje más cursi del reino de la cursilería. No obstante, el más directo. Aquel dibujo inocente, permaneció allí muchos días. Nadie se tomó el trabajo de borrarlo.
Estábamos a finales de diciembre y caían alfileres. En mi aburrimiento de aquella tarde, hacía llamaditas a mis amigos para entretenerme, cuando apareció él. Al verlo, enmudecí y colgué, sin esperar respuesta del otro lado.
Se me acercó y, bajito al oído, me preguntó si él era el Tony que vivía adentro del corazón pintado en la pared. Solo atiné a mover la cabeza, dando el sí, como una estúpida muñeca mecánica. No sé cómo me asoció, si ni siquiera sabía mi nombre. Luego recordé que alguien me había saludado en la bodega delante de él.
Confirmado el descubrimiento, se echó a reír. Aunque no como burla, sino como quien ríe de las travesuras de un animalito. Vino después el disparo: “Te he visto mucho por aquí y me gustaría que aceptaras una invitación, ¿te gusta el té? Digo, si no tienes nada que hacer…, somos vecinos, ¿no?
Al principio, dudé. Pero, por dentro, el sí era demencial, rotundo. Molestaba un poco la llovizna (llovía desde hacía un par de horas). ¿Y si caía un aguacero y no podía salir luego del apartamento? Qué estupidez. No pensar en lo “otro”, en lo que probablemente podría suceder.
Iba aterrada, él caminaba delante y yo detrás. Al entrar en el ámbito en penumbras, divisé un sofá y una mesita baja. Lo demás eran amplios cojines en el suelo. En toda una pared, se alzaba un librero con un equipo de música, montones de discos y casetes. Encendió una lamparita y nos sentamos.
Mientras tomábamos el té, puso un disco. Se escuchó la voz de Barbra Streisand, cantando Cry me a river.
“¿Te gusta esa música? Para mí es tan sensual, como tú”.
En eso me pone la mano en el muslo desnudo y yo se la quito, nerviosa.
Hay que decir que llevaba puesto un short de mezclilla, cortísimo, desflecado, con un corazón rojo en el trasero. La moda de los corazones en el culo se imponía.
Lleva las tazas a la cocina y yo me pongo a hojear una Biblia. Comencé a leer una parábola del Nuevo Testamento, cuando…, irrumpe Adán, pero sin la hoja de parra. Se apoya en la pared. La línea de su cuerpo se curva hacia un lado, como una escultura de Praxíteles. Aunque, más bien, era el David de Miguel Ángel, con esa belleza firme y masculina.
Súbitamente, la estatua cobra vida. Me agarra las manos, guiándolas en un lentísimo movimiento, por todo su cuerpo. ¡Amor insanis, amor obscenus!
La acción se intensifica. Noto el despertar de cada poro. La pelusilla suave de sus brazos y el pecho. Se aviva la línea oscura, más áspera, hasta su rosácea virilidad. De pronto, el mástil se eleva en toda su altura…
Al agarrar aquel pene de hierro, tiembla el clítoris, como si me hubieran dado un chupón allá abajo. Contrariamente, me petrifiqué. Quizás el miedo me arruinó la calentura y solo alcancé a decir: “Tengo que irme por un trabajo de la escuela”.
Tony no dijo nada, caminó hasta la puerta y la abrió un poco. No intentó retenerme.
Salí corriendo bajo la llovizna, avergonzada. Nunca había visto un hombre desnudo. Y mucho menos a uno como él.
En los próximos días, la ansiedad por verlo no me dejaba dormir. Lo tenía incrustado en la cabeza. Cuanto más lo deseaba, menos lo veía por parte alguna. Estaba más perdido que perdido. Probablemente se había ido de viaje.
No sabía qué hacer, hasta que decidí echarle una nota por debajo de la puerta, con el número de mi teléfono. Porque en mi casa sí había teléfono, solo que me gustaba usar el público para tener más privacidad. Tony no lo sabía.
A comienzos de febrero, como a las seis de la tarde, suena el timbre del teléfono. Recién salida del baño con la toalla puesta, escucho una voz sexy: “¿Eres tú? Ayer regresé de México y vi tu nota. Ven, que te voy a hacer un champurrado.”
Sin reflexionar siquiera, me puse un vestido, las sandalias y me peiné con un moño. No podía esperar. Temblaba antes de llegar a su puerta. Cuando entré, había lámparas encendidas. Sobre la mesa, dos tazas humeantes olían a chocolate. Se escuchaba una música electroacústica.
Era Vangelis y estábamos en el Paraíso. Nos bebimos el champurrado hirviendo, deleitándonos, mirándonos. Y enseguida hubo una lluvia de besos en la frente, la nariz y los cabellos.
Probé su saliva dulzona. Aspiré la amalgama de perfume y sudor que salía de su pelo. Las manos, impacientes, quitaron todo lo que estorbaba. Vi como de su boca emergían o se escondían los botoncitos erectos, insalvables. Para luego bajar a los infiernos enredados, en un asalto lento, controlado; hasta que vibraron las pupilas.
Al final, me acomodó en el suelo, sobre varios cojines, y hundió el mástil en la vagina indefensa. Que primero se contrajo. Y pronto se abrió, como una flor sangrante.
Ese hombre me quitó el cartelito de niña. Yo no sabía el significado de ciertas palabras aprendidas de adulta. Ni que la lujuria sería el mejor y peor castigo. Eso era todo: vida, muerte, orgasmo y resurrección.
Dos espacios comenzaron a gobernar: la escuela y su casa. En la escuela, mi cabeza estaba en el apartamento de Tony. Ya en su casa, podía dejarme llevar, volverme loca.
El sentimiento y la atracción se encargaban de todo. El arte amatorio solo se aprende con alguien que te seduce y te da placer. Le succionaba, me succionaba, nos succionábamos enteros. El sesenta y nueve nos aplaudía y nos premiaba con orgasmos y eyaculaciones.
Debo decir que yo era su nena mimada. Cuántos dulces de crema, cuántas malteadas preparó para mi apetito de adolescente. En su cocina, no faltaban las pastas italianas, acompañadas de aliños exóticos. Las carnes blancas con salsas afrodisíacas y el vino. Pero solo me dejaba tomar dos copas. No quería que una borrachera me delatara. Así disfrutábamos de aquellas delicias, tirados en los cojines, como amantes encerrados en una concha.
Fui la criatura moldeada por su boca y sus manos. Hablábamos y jugábamos. Leíamos juntos y fornicábamos. La pasión es una larga trenza y una droga.
De la misma forma, tuvimos esa maraña de bocas secas, sin saliva, seguidas de un hambre golosa. Aunque, contrariamente, el orgasmo no venía fácil. Eso era lo único que no soportaba.
Cannabis punto rojo, Peccatum Ultimum. Una deliciosa risa estridente, estúpida, resonaba entre las paredes, la cháchara de papagayo, también una buena ración de lágrimas y un juramento de amor. Entretanto, él sonreía y me callaba la boca.
Durante los primeros tiempos, nunca salimos de la casa. Luego nos aventuramos a pasear, muy discretos, cuidándonos de que nadie conocido nos viera.
Nos reuníamos en un punto determinado. Íbamos al restaurante, al cine, y los domingos a cualquiera de las playas del este. Según la mentira de turno, las horas en que desaparecía, entre semana, estaba en un Círculo de Estudio. Y el sábado o el domingo, andaba con mis amigos del barrio.
Nunca fue tacaño, se gastaba la plata. Los marinos mercantes de los años setenta comerciaban con ropas y equipos electrónicos. Y él no era la excepción.
Vegetábamos en una nube, flotando tranquilos, hasta que una cadena de errores desató el caos. Cuando fue a México, se apareció con unas Huaraches con flores, y un alebrije, gato-alado. Un objeto muy hermoso que, según la leyenda, servía de protector contra los espíritus malignos.
En el último viaje, me trajo una radiograbadora Sony, con siete casetes grabados. En cuanto a regalos de libros y dinero, apenas se notaban. Los regalos más costosos fueron los más comprometidos y perjudiciales.
Mis dignos progenitores indagaron sobre el origen de las cositas. Y rápida, como quien las inventa en el aire, les dije que eran regalitos de Cecilia, una amiguita de clase que se iba del país.
Ellos dudaron y no me creyeron. Pues la divina mentirosa ya ostentaba una mancha, por las ausencias de la escuela. Se cansaron de preguntarme y no confesé. La estrategia cambió, e hicieron una pesquisa top-secret. Se informaron por una maestra de que algunos chicos de la Secundaria habían emigrado con sus padres. Aunque de mi grupo, nadie.
Asimismo, la chismosa de la cuadra nos vio a Tony y a mí saliendo del restaurante La Carreta. Por tanto, ya existía otra evidencia. Eso llegó a oídos de mi madre. Aunque al principio no le dio demasiado crédito a su lengua viperina.
El lío se dilucidó totalmente cuando, en un remedo de la escena de Dangerous liaisons, mi madre arremetió a revisar el escaparate donde guardaba mi ropa y, ¡Eureka!, en la última gaveta halló mi diario.
Escandalizada, lo leyó. Aunque le ocultó a papi ciertos detalles “escabrosos”. Fui una tonta al escribir su nombre, profesión, e incluso la descripción de su apartamento.
Mis dignos progenitores actuaron con total sangre fría, investigaron y dieron con él. Las amenazas fueron lo suficientemente fuertes: denunciarlo en su trabajo y acusarlo con la ley, en caso de que no me dejara tranquila.
Por supuesto que de un delito como ese no podía salir bien parado. Lo mínimo sería que lo separaran de su cargo y, lo peor, que fuera encarcelado por corrupción de menores. Gracias a todos los santos, la sangre no llegó al río.
Conmigo no hubo compasión, el castigo fue tremendamente injusto: cero salidas los fines de semana. De la escuela, directamente para la casa. Y viceversa. ¡Y a estudiar solita! No obstante, siempre me las ingenié para evadir la vigilancia. Por lo que empecé a buscar a quien no debía ser encontrado.
Mi hombre cortó conmigo por teléfono, a través del mismo aparato que nos unió. Estaba molesta, en ese momento odiaba a mis padres. Padecí, lloré y me quedé sin lágrimas. Acaso más triste que una monja en penitencia.
Antes de la mudanza, hice algunos intentos. Toqué a su puerta varias veces. Percibía que me observaba del otro lado de la mirilla. No me abrió, por más que apreté el timbre como una loca.
Siguieron días de asedio, días caóticos. Me fue imposible dar con su persona. Supongo que estaba viviendo en otro lugar, hasta la mudada definitiva.
¿Era amor, deseo? ¡Solus amor servabit nos!
A veces, si deambulo cerca de su calle, entro al edificio y miro su puerta. La nostalgia aún no nos desdibuja como amantes. Lo que ocurrió en ese apartamento, nunca más se repetiría.
Allí, entre aquellas paredes, Tony fue mi Humbert Humbert y yo su Lolita.
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