Pasé treinta días hirviendo pedazos de carnero.
Uno detrás del otro los iba limpiando, partiendo, metiendo en la olla exprés, dándoles presión, dejando que se enfriaran, desmenuzándolos, hirviendo el destilado hasta hacer un consomé. Movía la cazuela, movía la cazuela, hasta que el agua y la grasa soltaran todo su potencial.
El carnero huele raro.
Huele como a enfermedad.
Huele rico, pero huele como a enfermedad.
Por la ventana del patio entraba una brisa buena. Una brisa rica, con humedad, pero fresquita. El patio está al lado de la cocina. La puerta está al lado de la estufa. Yo existía parada, todo el tiempo, frente a la estufa.
Era como una cadena.
Yo estaba en La Habana.
La brisa rica siempre era a las ocho de la noche, a la hora en que ponen el noticiero allá y en que la gente comienza a sentarse frente a las teles y no se levanta de ahí hasta que se van a dormir. Entonces, con la brisa rica, ocurrían cosas: se esparcía el olor a carnero hervido y se dilataba el ruido de los televisores del barrio, todos sintonizando el mismo canal.
Casi siempre yo estaba hasta las diez en la cocina, hirviendo el carnero. Y mientras el olor me inundaba, escuchaba la repetición de los televisores. La palabra “buenas”, del presentador del noticiero, destruía la idea del tiempo que concebimos para esa palabra. Bu-u-u-u-u-e-e-e-e-e-e-e-n-n-n-n-n-n-a-a-a-a-a-a-s-s-s-s-s.
Yo estaba hirviendo esa cantidad de carnero porque a mi mamá le regalaron como nueve paletas y cuatro cabezas. Las paletas enteras no caben en la olla. Estaban grandes. Por eso tenía que ir hirviéndolas de a poco. De la misma forma que se extendía el “buenas”, se extendía mi relación con el carnero, o los carneros.
No sé.
Empecé a percatarme de que mi ropa olía a carnero. A grasa de carnero metida en presión y luego hervida. A carnero que lo enfriaron y lo desmenuzaron como si fuera carne ripiada. Luego, el olor se impregnó también en mi piel.
Me bañaba a la una de la madrugada con el agua para hervir pollos, y aun así mi piel continuaba oliendo a chivo muerto, hervido y desgarrado. A esa hora me ponía a fumar como loca a ver si el olor del tabaco se me pegaba más, pero nada. Lo que aparecía era un olor que no desaparecía ni con perfume.
Ustedes saben que yo soy una persona ansiosa. Y de repente, a las ocho y cacho de la noche, comenzaba a entrarme un pavor horrible. Porque yo sabía que siete cosas iban a pasar incondicionalmente: que iba a comenzar el noticiero, que el conductor del noticiero iba a decir “buenas”, que ese “buenas” iba a romper con toda mi estructura temporal de la existencia, que el carnero ya iba a estar cocido, que yo iba a sacar los trozos más grandes para que se enfriaran y que iba a estar moviendo y moviendo el agua con grasa hasta que quedara el consomé. Y que la brisa iba a entrar. Esa iba a entrar desde el inicio.
Dicha situación me desesperaba, pero a la vez me sentía atrapada de cierta forma en ese ritual inquebrantable, casi religioso, de cada día. Me daba miedo que llegara y me daba miedo que no llegara. Todo junto. Aunque me estresara, aunque me molestara, una parte de mí necesitaba perder la noción del tiempo establecido, el sentido de la palabra “buenas”. También necesitaba esa brisa, necesitaba que expandiera el olor a carnero hervido.
La demostración, el premio a haber pasado el ritual diario, era mi olor corporal. Si yo incumplía un día con mi proceder, el olor a carnero se podría reducir. Entonces yo lo interpretaría como un fallo, como una falta.
Quizás lo que pasaba era que yo quería estar enferma. Pero aún no estaba enferma. Y el carnero huele a enfermedad. Entonces era como un juego muy íntimo en el cual yo quería, por lo menos, simular que algo me estaba pasando a mí.
La gente, a veces, quiere enfermarse.
Yo, a veces, quiero enfermarme.
Y a mí me enfermaba esa combinación de las teles encendidas, la brisa y el olor.
Era una enfermedad dolorosa pero complaciente a la vez, por el hecho de crear una simulación de mi vida. La simulación de escuchar noticias, remover el caldo y asentir con la cabeza y saber que todo lo que estoy haciendo son puros actos reflejos que no significan nada, que están vacíos de contenido.
No había que pensar mucho, solo dejarse llevar por la marea. Porque lo que resalta, lo que se queda, lo que de ninguna forma puedes evitar experimentar, es el olor a carnero que se impregna en todos lados, en todos los departamentos, en todos los vecinos, y que luego se te queda como premio, como objetivo final del día.
Es una alucinación autocomplaciente y mentirosa.
Hubo un momento en que comencé a platicar con la carne que se estaba cocinando. Yo le decía: “Mijo, cambió el color de tu carne”. “Mijo, desde que llegaste a este apartamento tu coloración cambia tres veces por día”. “Mijo, tu carne es muy cambiable. Pero tu olor no, mijo, tu olor siempre es el mismo. Es penetrante e inunda lo que toca. Y aunque no lo quieras, y aunque intentes quitarlo, no se puede, mijo, no se puede, lo cual hace que se torne un trofeo de guerra. ¿Entiendes, mijo?”.
Un trofeo al aguante diario. Un ejercicio a la reinterpretación del tiempo, del movimiento en el tiempo. De la paciencia, mijo. De la paciencia de estar vivos y esperar a que quizás, mijo, el “buenas” del noticiero deje de extenderse y agarre otro ritmo. Pero quién sabe si cambie, mijo, quién sabe si yo me quede toda la vida envuelta en este olor, sin salir de La Habana de nuevo, y que ya este ritual sea mi vida, mijo.
Quién sabe si, de repente, algún día me enferme en serio y ya esto se quede para siempre. Para siempre. De entrada, tú no eres mijo, tú eres un carnero que seguramente tenía una vida diferente a la que vives ahora, hervido, destilando tu olor.
¿Cómo te habrás llamado, carnero?
¿Qué estabas haciendo con tu vida hasta que te llevaron al matadero, carnero?
¿No te desespera y te droga el “buenas” interminable, carnero? ¿A ti te gusta el noticiero, carnero?
Este es un texto sobre el olor, el tiempo y la paciencia.
Mercenarios mercenarios, todos somos mercenarios
A una señora que participó en un acto de repudio, yo le pregunté: “Fulanita, mija, ¿y por qué tú te prestaste para eso?”. Ella me respondió: “Porque la placa de mi casa está en candela y no tengo forma de resolver. Aparte, nos dieron merienda y tú sabes que yo tengo un niño. A mí no me importa nada, porque yo no le importo a nadie”.