Mi amiga Alba murió de un infarto. Tenía 28 años y no recuerdo haberla visto triste. Se contoneaba por el Parque G con su risita infantil y dominadora. Trasnochaba y rapeaba con nosotros. Había que acompañarla a la parada a las cinco de la mañana y dejarla en el P4. Timbraba cuando llegaba a su casa, para que lo supiéramos.
La última vez que la vi por el parque se había tatuado una frase en el hombro. Algo sobre la vida y la alegría. No estoy seguro. Me enseñó las letras en su piel negra. Nos reímos mucho. Nos reíamos de todas las cosas. No sé por qué hago este paralelismo entre su risa y la muerte.
Murió Tomás. Dejó tremendo hueco en el funcionamiento del edificio. Era el encargado. Sabía al detalle el mecanismo de los ascensores y los trucos para sacar a la gente que se queda atrapada cuando falla la luz eléctrica. Sabía al detalle por dónde pasan las tuberías y cómo conectan los apartamentos. Ponía el motor todas las mañanas y calculaba el tiempo que demora en llenar la cisterna. Nos conocía a todos y sabía tratarnos.
La última vez que lo vi estaba flaco. Fumaba, creo que lo mató el cáncer. Con todo, me atendió en la madrugada y bajó a reconectar el breaker que da electricidad a mi casa, que se había disparado.
Murió Sara, mi tía abuela. Una mujer fuertísima. Me duele recordarla hospitalizada y respirando mal, en sus últimos días. En el portal, cuando la visitaba, me contaba su infancia, que es también la infancia de mi abuela. Cosas muy tristes. Escribía poemas que nunca me leyó. Escribió su vida y se ganó felicitaciones en un taller creativo para ancianos.
Lloré frente a la caja. No tuve huevos para ver cómo la bajaban al nicho. Estuve en el Ituto para enterarme de a quiénes les dejaba sus espíritus.
Murió Rafa, abuelo de mi hijo. Un viejo sabio y muy jodedor. Conocía cada cueva de este país y la clase de rocas que las componen. Conocía el manto freático y otras rarezas similares. Era capaz de describir a fondo cualquier piedra. Y la composición de los equipos Cuba de béisbol en cualquier torneo, de cualquier año.
Regresó de la muerte varias veces. Una vez, a las cuatro de la mañana, lo encontré fumando en el baño del cuarto de hospital donde estaba interno, casi sin pulmones. Al año siguiente, entubado y con la conciencia a medias, me pidió un cigarro. No volví a verlo.
Antes de todos ellos, murió mi abuelo. La morgue olía a carne cuando vestí el cadáver. Lo velamos en la sala de su casa, en Alacranes, un pueblo en Matanzas. Tiempo después fui a verlo al cementerio; le puse un cigarro, encendí otro y hablé con él. Mi hijo bailó sobre la tumba. Me sentó bien que tomara la vida de esa forma infantil.
Le dije: “Abuelo, mira qué grande se ha puesto mi enano. La última vez que lo viste tenía menos de un año y, según las fotos, se rio contigo, se durmió en tu barriga cogiendo fresco en el portal de tu casa. Ahora está correteando entre las tumbas. Estuvo jugando a Harry Potter con un palo. Ni se entera. No me pregunta qué hacemos aquí ni qué hay allá adentro. Él vino a encaramarse y a saltar en la tapa. Yo, la verdad, no pienso regañarlo; que él salte me parece mejor que las flores que te trajo mi padre, que hace 20 años que no te ve”.
“Yo no te traje flores. No estoy seguro de que te gustaran. Probablemente te dieran alergia. A ti lo que te gustaba era fumar conmigo viendo la televisión. Y ahora que hace tiempo que no lo hacemos, vine a hablar contigo. No voy a llorar. Estoy bien contigo. Mi padre sí creo que te debe cosas, pero no de la forma en que le debo yo cosas a mi Aggayú. Mi padre te las debe espiritualmente. Cosas de distancia, que no se resuelven con llanto y con flores. Y lo que le queda es desbrozar el mármol, botar las flores muertas y poner en la maceta las flores nuevas que van a marchitarse en la mañana”.
Después estuve pensando en la muerte, y en las formas en las que he estado vivo. Hace 29 años que me quejo de todo, o que estoy serio. Paso tiempo conmigo y con nadie más. No he construido recuerdos. Quien hable en mi velorio me llamará introvertido y melancólico. Me dirá insoportable y antipático.
Que alguien hable o no hable en mi velorio es, ahora mismo, lo que me borra la idea del suicidio. Aunque es un tema al que le he dado vueltas tres noches por semana. Dice Nietzsche que pensarlo es un consuelo poderoso, que ayuda a pasar más de una mala noche.
Sigo haciendo cosas de las que no me siento orgulloso. Se me está yendo el tiempo rápidamente. Pienso las palabras y las palabras me dominan. Y he estado pensando en las diversas maneras de la muerte. En que dejo un niño. En que no va a hablar nadie en mo velorio. En que mi vida va a ser 20 líneas en cualquier revista (pensando con grandeza), o que va a ser apenas un recuerdo. El otro día lo dije, y me miraron como a un bicho rarísimo.
Ahorita cumplo 30 y no soy lo que esperaba. Cuando los cumpla, voy a leer esto para reírme. Y voy a ser un tipo resignado con barba, barriga colgante y un hijo.
Si llego a 30.
Ibaé bayén tonú. Ibaé bayén tonú.
Murió mi eternidad y estoy velándola.
Vaca muerta
Quiero estar tranquilito y dejarme de rabia. Estoy que le entro a gritos a cualquier vieja en medio de una cola y en el primer tumulto que se forma aprovecho para gritarle cuatro cosas a la policía, que no la soporto. A veces voy por la calle como Joker por la pequeña Gotham del PlayStation, disparándole a todo lo que se mueva.