Ayer hice una llamada telefónica. “Secretaría de Educación Pública, si conoce la extensión, márquela. De lo contrario, espere. Ti ti ti ti ti ti”.
Mientras esperaba, descubrí qué cosa es talasofobia: la fobia relacionada con el miedo al océano y a todo lo que esconde. Lo aprendí porque me puse a ver un video en el cual unas olas gigantes, que parecían parte de un megatsunami, hundían a medias una embarcación pesquera. Esa escena se repetía una y otra vez, o más bien yo la repetía una y otra vez porque no podía poner otra cosa, temiendo que se cortara mi llamada.
“En estos momentos todas nuestras operadoras están ocupadas. Por favor, espere en la línea. En unos momentos lo atenderemos. Ti ti ti ti ti”.
La ola color azul y blanco coral se retraía levemente y atacaba la parte delantera del barco. Luego, se volvía a retraer y hundía con más fuerza el pico de la embarcación, pero al final esta resistía y volvía a su estado horizontal, intentando luchar contra las olas. Mas ellas volvían a retraerse y volvían a atacar y ponían la embarcación totalmente vertical.
Yo no sé cómo alguien estaba grabando ese video.
“En estos momentos todas nuestras operadoras están ocupadas. Por favor, espere en la línea. En unos momentos lo atenderemos. Ti ti ti ti ti”.
Seguía esperando a ver si me atendían. Por eso no podía cambiar el video de las olas salvajes y la embarcación, que pasaba de horizontal a vertical. Dejé que continuara reproduciéndose y me puse a mirar el techo.
“En estos momentos todas nuestras operadoras están ocupadas. Por favor, espere en la línea. En unos momentos lo atenderemos. Ti ti ti ti ti”.
La frase de la operadora automática comenzó a mezclarse con el sonido de las olas. Sentí cómo mis pupilas se dilataban y comencé a ver, por todo el techo de mi departamento, techo blanco y lleno de pequeños desniveles, un montón de perros poodles blancos apiñados en un espacio que parecía ser la proa de una embarcación. Cada perro poodle pegaba la cabeza a otro perro poodle, como intentando hacer una gran cadena para no caerse. En ese punto, mi techo era una embarcación llena de perritos poodles que intentaban no caer al mar por culpa de la tempestad.
“En estos momentos todas nuestras operadoras están ocupadas. Por favor, espere en la línea. En unos momentos lo atenderemos. Ti ti ti ti ti”.
Yo abría y cerraba los ojos, tratando de quitarme esa imagen, pero las olas seguían rugiendo, la operadora automática seguía repitiendo lo mismo y mis pupilas seguían dilatadas. Perritos poodles que deben morir en una embarcación consumida por el océano, me puse a pensar.
Entonces respondieron.
—Hola, buenas tardes, ¿con quién tengo el gusto de hablar?
—Con Amanda Pérez. Gracias.
—Buenas tardes, señorita Amanda. Por favor, espere en la línea, en un momento la atenderemos.
Ti ti ti ti ti…
Me quedé esperando, una vez más.
Volví a mirar al techo, con el sonido de las olas aún sonando y los perritos poodles en la embarcación. De repente, comencé a notar que entre los perritos se creaba un espacio. Un espacio lo suficientemente grande para que pudiese entrar otro ser vivo.
“Hola, buenas tardes, señorita Amanda. Por favor, espere en la línea, en un momento la atenderemos. Ti ti ti ti ti”.
Ya eso no estaba repitiéndose. Solo era la música, el ti ti ti ti ti. Pero mi cabeza lo comenzó a repetir, como mismo se repetía el sonido de las olas.
Esta semana he recibido dos llamadas contundentes. Dos llamadas de personas totalmente diferentes que parece que se estacionaron en cada extremo de mi cerebro, en forma de teléfono, y de ahí no se van. Esas llamadas han sido para contar problemas, situaciones que no son mías pero que son imposibles de obviar. Siempre he pensado que uno puede intentar evadir su existencia personal cuando los problemas son propios. Uno los bloquea, los ubica en un pedazo del cerebro que se esconde y se duerme. Entonces, en esa evasión, uno sigue viviendo, supervitando.
Los problemas de uno, o se sufren o se olvidan. Pero los que no se pueden separar, esconder, evadir tan fácilmente, son los problemas de ciertos otros. O al menos eso opino yo. Precisamente, en el otro es donde más estoy yo.
Comencé a pensar en eso mientras veía cómo mi cuerpo se levantaba y se unía a la barca de perritos poodles en mi techo. El espacio que se estaba formando en la embarcación era para mí. Pero solo para mí, no para las dos noticias en forma de teléfono que están en cada extremo de mi cerebro.
“Hola, buenas tardes, señorita Amanda. Por favor, espere en la línea, en un momento la atenderemos. Ti ti ti ti ti”.
Y yo continuaría esperando, esperando indefinidamente, en una embarcación abatida por las olas de un océano profundo y oscuro. Esperando indefinidamente, como mismo he esperado indefinidamente que desaparezcan los problemas de esos otros. Apretada entre un montón de perritos poodles temblorosos que no estaban listos para morir.
“Hola, buenas tardes, señorita Amanda. Por favor, espere en la línea, en un momento la atenderemos. Ti ti ti ti ti”.
—Ok, señorita operadora. Yo esperaré, yo esperaré aquí —sentí que respondía mientras intentaba con todas mis fuerzas no caerme de la embarcación, con las olas rebotando y rebotando, pegando y pegando hasta el punto en que el barco ya se volteaba por completo.
Entonces, caíamos al océano.
Yo y todos los perritos poodles.
“Hola, buenas tardes, señorita Amanda. Por favor, espere en la línea, en un momento la atenderemos. Ti ti ti ti ti”.
—Señorita, escúcheme, creo que voy a tener que colgar —respondía yo, mientras me hundía lentamente, separándome de todos los demás. Dejando de pensar en los problemas de los otros. Sintiendo que estaba a punto de llegar a una playa, una playa en Santo Domingo, cuando recién fue descubierta. Y que ahí todo iba a estar bien, porque estaría seis siglos atrás.
“Hola, buenas tardes, señorita Amanda. Por favor, espere en la línea, en un momento la atenderemos. Ti ti ti ti ti”.
Ya no me interesa. Ya no me interesa nada, pensaba.
Dice mi esposo que, cuando me vio, estaba tirada en el piso, tragando en seco y con los ojos fijos en el techo. Dice mi esposo que la llamada se había cortado. Dice mi esposo que me sentó en el sofá. Dice mi esposo que me dio un ataque de ansiedad.
Yo no sé, porque no entiendo de esas cosas. Y si esto era ansiedad, ¿qué es lo que tengo el resto del tiempo?
Me dio un vaso de agua con azúcar y me dijo que hiciera ejercicios de respiración.
Así lo hice.
Sentí que el corazón se me desaceleraba. Eso estaba bien. De repente, empezó a doler. Empezó a doler mucho.
—¿Estás más tranquila? —me preguntó.
—Sí —dije, por responder algo.
Pero la verdad es que los problemas de esos otros empezaron a emerger del océano y, aunque ya palpitaba suave, yo tenía miedo de pensar en el corazón. Pensar por qué dolía. Pensar en lo que había allá dentro, en lo profundo, que causaba tanta pena y que se me mostraba indescifrable.
A veces es desesperante la oscuridad del corazón.
Talasofobia.
Voyeurismo entre vecinos y olor a jazmín
Contribuyo al show voyeurista con mis vecinos del frente. Doy cosas a cambio de todo lo que ellos me dan desde sus ventanales y azotea. Es un intercambio. Somos una mezcla de cosas que se esconden y florecen de manera fluctuante, en un espacio que no tiene el más mínimo significado para nadie más que nosotros, que vemos y olemos a jazmín.