¿Qué significa que una virgen cuide a un pueblo?
Nada.
No significa nada.
O, más bien, vuelvo a hacer la pregunta y reformulo mi respuesta.
¿Qué significa que una virgen cuide a un pueblo?
Significa que ese pueblo tiene un patrón, o en este caso, una patrona. Una señora feudal, una reina, una presidenta, una madre bien impositiva.
Alguien que los cuida, pero que también los condiciona.
Ese siempre ha sido el acuerdo con los dioses, sean de la cultura que sean: es un dando y dando que pone de manifiesto el sentido utilitario de lo que significa la experiencia de estar vivos.
Toma y dame-dame y toma.
Pero tal relación utilitaria del acto religioso es también un acto masoquista. La fe, la verdadera fe, como diría Bergman, es un grave sufrimiento. Lo de verdadera lo agrego yo. Quién sabe si Bergman distinguió entre varios tipos de fe. El caso es que yo sí lo hago. Hay una fe a la que llamaré fe pandillera. Aparece de a ratitos y desaparece cuando la petición no se cumple. Este tipo de fe acepta la queja.
Hay otro tipo de fe a la que nombraré fe complaciente. Es también intermitente y es también la más querida. Es la que está presente cuando todas las cosas se solucionan, cuando todas las peticiones se cumplen. Esta es la fe que incluye en su significación la palabra “gracias”.
Y está la otra fe, la verdadera fe que no es nada popular. La fe que te decepciona diariamente, pero que a la vez te da la fuerza suficiente para levantarte y volver a la decepción. Es, además, la fe reflexiva. La fe profunda. La fe que provoca la pregunta de por qué a mí y te fuerza a encontrar una respuesta lógica a tal cuestionamiento. Es la fe del sentido, porque todo debe tener un sentido para, precisamente, no perder la fe.
Cuando cualesquiera de estos tipos de fe se encarnan en la figura de un dios, de una diosa, de un santo, o de una virgen, entonces la cuestión se torna aún más complicada: ya no es la fe en abstracto la que provoca esa decepción, ese sufrimiento, esa alegría, ese lo que sea, sino otra deidad, que para colmo, es similar a uno. Porque la Virgen de la Caridad del Cobre se parece a mí, con un traje amarillo.
Qué casualidad.
Me gusta el amarillo, pero no me gusta la Virgen de la Caridad del Cobre.
Pero esa soy yo y mis problemas con ciertas deidades. Lo cual no significa que yo sea una persona sin fe. Yo tengo mucha fe. Muchísima fe. Yo tengo una fe atravesada por una frase de Giacomo Leopardi que dice algo así como: “todo cambia, todo pasa y el mundo es fango. Cálmate”. Esa es mi fe, la de la calma; a pesar de vivir atormentada, la calma.
La calma, la calma, cálmate, Amanda.
La cuestión es que nunca simpaticé con la Virgen de la Caridad, ni de forma personal, ni de forma colectiva. Porque nunca entendí el sentido de venerarla, de obedecerla, de llorarle, de arrodillarme.
¿Arrodillarme a cambio de qué?
Si tuviera que asociar un tipo de fe a la de la Caridad del Cobre como protectora de un pueblo, sería con la fe verdadera, esa fe fatídica que, a su vez, representa una forma masoquista de experimentar la vida.
Y no está mal, solo que el masoquismo colectivo no es lo mío. ¿Qué ha hecho la Virgen de la Caridad como patrona y protectora del pueblo cubano? De qué nos ha cuidado. Somos pobres, somos miserables, somos infelices, pasamos hambre, sobrevivimos a través de una alegría falsa, no tenemos derecho a desear ni a la realización profesional. Vivimos en una isla sin acceso a otra cosa que no sea agua, que tampoco puede ser bebida.
Como vivimos en una isla tenemos huracanes, tifones, inundaciones, ciclones. Y como somos un país pobre, miserable, sin recursos nos cuesta mucho recuperarnos de los ciclones, de los huracanes, de los tifones, de las inundaciones. Y en ese estado permanecemos (permanecí) hasta que salimos (salí) de las coordenadas de la patrona de Cuba y pasamos (pasé) a ser parte de las coordenadas de otra patrona, que tampoco entiendo mucho cómo ha ayudado a su pueblo.
Las vírgenes, los santos, los dioses “buenos” no son más que presidentes “buenos”. Disfrutan tenernos en la miseria para que se incremente la fe que le profesamos, para que les tengamos miedo. Porque la fe, señora, la fe, al final de la jornada, es una forma de autoengaño.
Todo este monólogo se lo solté a una vecina a la que encontré el pasado domingo. Era temprano. Ella salía de misa. Yo salía de mi casa. Concordamos en un puestecito donde venden tamales y atole. Ella se compró un atole. Yo me compré un tamal. Y mientras ella se tomaba el atole y yo me comía el tamal, me preguntó si yo le había puesto flores el pasado 8 de septiembre a la patrona de mi país. Entonces empezó la conversación, donde solo hablé yo y donde solo la señora me observaba con cara de ¿qué está hablando esta boba? Y como ya yo estaba masticando el último pedazo de tamal y como la señora había terminado su atole y me miraba y miraba el reloj insistentemente, la señora, ella misma, decidió dar fin a la conversación donde nunca pudo hablar. Me dijo: «Ay mijita, yo no entiendo nada de lo que dices. Que la Virgen te bendiga». Y se fue caminando despacito.
Pero yo no podía quedarme callada y, sin saber por qué, le grité «¡Señora, señora, viva la Santa Muerte!». La señora se volteó y me miró bien feo. Yo me puse nerviosa, dejé la boca medio abierta y como aún estaba masticando se me cayó el último pedazo de carnita de mi tamal. Eso me puso triste. Pensé que había sido un castigo de la Virgen. Pero entonces, el tamalero, que había escuchado toda la conversación y que me conoce y que sabe cuánto me gusta el tamal y cuánto me gusta la carnita, me dijo: «A ver, ven; ten otro tamal. Es un regalito».
Ya les dije, todo es un dando y dando. No le puse flores a la Virgen de la Caridad y esta hizo que se me cayera un pedazo de carnita. Alabé a la Santa Muerte y me regaló un tamal entero. Así las cosas, así la vida, así los actos de fe.
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