Estamos en enero. Un viento frío sopla desde el sur, la luz tiene esa transparencia particular de nuestro inviernillo insular. Hace dos meses que no llueve aquí, y esta noche comienzan los carnavales en El Castillo. Las fiestas del señor K., pudiera decirse. La comarca se llena de agrimensores forasteros.
No obstante a ser un pequeño e insignificante pueblo de dos mil habitantes, han logrado recientemente suscribir un acuerdo de colaboración con Corea del Norte.
Leo en el diario español El País que en Motilla de Silos, un pueblo manchego “con mucha historia y unas tradiciones muy bonitas y muy arraigadas”, se celebra, como algo ancestral, las fiestas de San Plutonio el 8 de junio. Como símbolo de la destrucción total y posterior reconstrucción, el plato fuerte de la festividad consiste en arrojar pequeñas bombas de hidrógeno desde el campanario de la localidad, algo que los habitantes del lugar consideran como “algo que hay que vivir para entender”.
A tenor de esta festividad tan particular, los pobladores de la villa se consideran un referente mundial, algo de lo que están verdaderamente orgullosos. Aducen que “sin estos ritos, sin estas tradiciones, las bombas se extinguirían”, y con ello toda su capacidad pirotécnica y festiva, por lo que, no obstante a ser un pequeño e insignificante pueblo de dos mil habitantes, han logrado recientemente suscribir un acuerdo de colaboración con Corea del Norte.
Según el párroco de la localidad, quien además es el encargado de lanzar desde el campanario la primera bomba que da inicio a la festividad, este rito de muerte y resurrección “es algo muy sanote y muy especial. Hay referencias en la Biblia”, dice.
El periódico Granma, órgano oficial del Partido Comunista Cubano (y único), anunció, a través del director de Investigaciones Agropecuarias del Centro de Ingeniería Genética y Biotecnología de Cuba, que se comenzarán en el país, de manera intensiva, los cultivos de soja y maíz transgénicos.
Según el funcionario de esta institución científica, no haber adoptado sino hasta ahora una decisión como esta es solo el resultado de prejuicios absurdos, pues “buena parte de los criterios opuestos a los organismos genéticamente modificados se sustentan en experiencias referidas al mal uso de las indicaciones tecnológicas, la falta de información, deficiente capacitación…”.
Me pregunto si esta decisión no estará en sintonía con algunas novedades interesantes en el campo científico, a nivel mundial. O lo que es (más o menos) lo mismo: mirar con atención, de una buena vez, allí donde ciertos “prejuicios” nos hacían desviar la vista: hace apenas un año (Julio de 2016), ciento diez premios Nobel de distintas disciplinas —Medicina, Química, Física— publicaron una carta a favor de los Organismos Genéticamente Modificados (OGM). Y sí, aunque sean premios Nobel, tal vez cuatro o cinco pudieran parecer un lobby. Pero suponiendo que esta no sea una fake news, creo que la “posición común” de ciento diez laureados con este importante galardón constituye tal vez el regimiento más autorizado que haya podido existir en este sentido.
Y como esto no es más que una digresión, aprovecho para aventurar una propuesta interesante: de haber influido realmente esta carta en la decisión del gobierno cubano, sería muy provechoso también, tratándose de Premios Nobel, que la atención y el entusiasmo se extendiera a otras áreas contempladas por esta prestigiosa distinción. Como la literatura, por ejemplo. De los treinta últimos Premios Nobel en esta disciplina, solo tres han sido publicados en Cuba…
En fin, cuarenta años defenestrando de Monsanto y sus inhumanas políticas de envenenamiento mundial con afán de lucro, de la avaricia capitalista (que antepone sus intereses comerciales en detrimento de la salud humana universal), de la perversa maldad imperialista que juega alegremente con nuestros jugos gástricos, y ahora resulta que todo ello no era más que prejuicios, incapacidad, desinformación.
Los pobladores del lugar, invadidos ahora desde todos los rincones de la Isla verían como se insiste tozudamente en un despropósito constructivo que, al final, quedará como el recuerdo de una absurda pretensión de grandeza y poderío.
Una decisión que se asume sin ser sometida siquiera al escrutinio o el debate en el Parlamento (Asamblea Nacional), mucho menos a nivel popular. Alea jacta est, o mejor, la semilla está echada.
Donde termina el canal de entrada de la bahía de Cienfuegos se construyó, a mediados del siglo XVIII, la Fortaleza de Nuestra Señora de los Ángeles de Jagua, conocida popularmente como Castillo de Jagua.
Para entonces, la ciudad ni siquiera existía: sería fundada, casi un siglo después, por hugonotes franceses procedentes de la Florida (abril de 1819).
La explicación que en aquel momento dio la Corona española para justificar el emplazamiento de la fortificación en un paraje tan desolado se basó en que la bahía era un posible refugio para los tantos corsarios y piratas que por entonces asolaban las aguas del Caribe, necesitados de reabastecerse de agua, frutas y madera para reparar sus embarcaciones.
Sin embargo, un estudio ni siquiera minucioso del terreno demuestra enseguida el desatino, el absurdo, la increíble pifia de su ubicación estratégica y primordial: poco antes de entrar a puerto se topa uno con la desembocadura del Arimao, río que, en su salida al mar, entronca a mitad de camino con la laguna de Guanaroca, que a su vez tiene un cauce que fluye hacia el interior de la bahía.
Por allí, entonces, una vez descubierto el atajo, entraban y salían tranquilamente los filibusteros, luego de un tranquilo y confortable camping en las inmediaciones, mientras en la flamante Fortaleza las arañas tramaban sus encajes con hilos de seda en las bocas de las baterías de alto calibre, y la soldadesca mataba su aburrimiento con la pesca desde el arrecife y la leyenda de la Dama Azul.
Doscientos años después, los pobladores del lugar, invadidos ahora desde todos los rincones de la Isla (modernos filibusteros, señores K., palestinos, agrimensores de las riberas del Cauto…) verían como se insiste tozudamente en un despropósito constructivo que, al final, quedará —otra vez— como el recuerdo de una absurda pretensión de grandeza y poderío.
En el Artículo 153, Capítulo IV (Desechos peligrosos y radiactivos) de la Ley No. 81 del Medio Ambiente de la República de Cuba, aprobada en 1997, leo: “La importación de desechos peligrosos y radiactivos requiere de la previa y expresa autorización del Ministerio de Ciencia, Tecnología y Medio Ambiente, el que requerirá para su otorgamiento que la importación se realice en correspondencia con las recomendaciones internacionales y las regulaciones nacionales vigentes y se prevea su aplicación socialmente justificada”.
Mi quisquillosa y aprensiva intuición me ha ido llevando, casi involuntariamente, de un texto a otro, de una noticia a la siguiente, hasta dar finalmente con este párrafo (“…luego de tantas idas y venidas, vueltas y revueltas, dan con las casas”, diría Homero en la Odisea). Su lectura corrobora el sesgo receloso de ese presentimiento inicial.
¿Dónde está la ley que aprueba la importación de desechos tóxicos y radiactivos en Cuba? ¿Cuándo se discutió? ¿Dónde está publicada? No aparece en la Gaceta Oficial. Lo que sí existe en forma de estatuto es este artículo escondido en la retórica Ley de Medio Ambiente, que consagra y legaliza la posibilidad de importar basura tóxica y radiactiva de cualquier lugar del mundo. Y prever, en función de esta perniciosa importación, “su aplicación socialmente justificada”.
Importar este tipo de “mercancía” es, también y al mismo tiempo, como se sabe, un gran negocio. Un negocio de miles de millones que ingresa el Estado a cambio de nada. O sí, a cambio solo de un pequeño y profundo pedazo de tierra donde sepultar la escoria.
¿Qué significa? ¿Qué es lo que permite que se justifique socialmente su diligencia, su empleo, uso, función o interés (todos sinónimos de “aplicación”), así como la certeza de que están aseguradas todas las medidas de protección para evitar un accidente de consecuencias imprevisibles, o los suculentos dividendos que este tipo de transacción supone?
De todas formas, y como para “curarse en salud”, los mismos ideólogos que redactaron el texto legal, y los incompetentes que en sesión plenaria lo aprobaron, dejaron ratificado (Artículo 4, inciso d) que “En caso de peligro de daño grave o irreversible al medio ambiente, la falta de una certeza científica absoluta no podrá alegarse como razón para dejar de adoptar medidas preventivas”. (El subrayado es mío.)
Es decir, ante la amenaza o la inminencia de que algo suceda —escape, derrame, propagación—, o incluso en el caso de que llegase a suceder (el espíritu de la letra es amplio), el hecho de no conocer con total exactitud cuál podría ser la manera acreditada e irrefutable de evitar el percance no menoscaba la intención, pues los paliativos a implementar serían suficientes para justificar legalmente el daño. Y, posiblemente, para eximir de cualquier tipo de culpa a los causantes del estropicio.
Importar este tipo de “mercancía” es, también y al mismo tiempo, como se sabe, un gran negocio. Un negocio de miles de millones que ingresa el Estado a cambio de nada. O sí, a cambio solo de un pequeño y profundo pedazo de tierra donde sepultar la escoria.
Puedo suponer que ha sido esta una de las principales “motivaciones” en la rápida y ultrasecreta habilitación de mi comarcal y vecino Confinatorio, antes cenotafio, ahora sí tumba efectiva y aterradora.
Este país necesita dinero con urgencia, y puede que sea esta una de las maneras más expeditas de obtenerlo. De lo contrario, ¿para qué existe entonces una ley que autoriza estas importaciones?
Según Evgueni Adamov, Ministro de Energía atómica de Rusia, su país recibe veinte mil millones de dólares a cambio de veinte mil toneladas de residuos tóxicos y nucleares, a partir de la autorización de Putin para levantar, en Julio de 2001, la prohibición de importar residuos nucleares para almacenarlos y/o enterrarlos en tierra rusa, consagrada por el artículo 50 de la antigua Ley de Medio Ambiente de la URSS.
La respuesta a cualquier inquietud, al fin y al cabo, algún día llegará: tiene carácter “ineludible”. Tal vez suceda cuando el Confinatorio ya esté terminado y en pleno funcionamiento. Cuando ya no se pueda hacer nada al respecto.
Pero allí en Rusia, a pesar de todo, no se llegó a esto de un plumazo. Seis meses antes, según una encuesta de la agencia Romir, el 94% de los rusos se oponía al levantamiento de la prohibición de importar (y es importante hacer notar que —y otra vez, no obstante a todo—, ya se conocía y se debatía públicamente esta situación).
Seis meses después, la Duma vota a favor del proyecto. Entre una fecha y la otra, hay todo un historial de hostigamiento a activistas, partidos verdes, militantes antinucleares, periodistas; encarcelamientos, allanamientos de sedes ambientalistas, al mismo tiempo que se producen manifestaciones y se hacen llegar al parlamento cartas firmadas por más de seiscientas organizaciones civiles de todo el país.
Aquí, en cambio, nadie parece tener ni idea de este asunto, no obstante al hecho de que —y cito por última vez el documento de marras—: “Toda persona debe tener acceso adecuado, conforme a lo legalmente establecido al respecto, a la información disponible sobre medio ambiente que posean los órganos y organismos estatales” (…) “El conocimiento público de las actuaciones y decisiones ambientales y la consulta de la opinión de la ciudadanía, se asegurará de la mejor manera posible; pero en todo caso con carácter ineludible.”(Artículo 4, incisos e y j).
De todas formas, ¿qué es, y en dónde aparece registrado, “lo legalmente establecido al respecto”? ¿Cuál es “la mejor manera posible” de asegurar la información de lo que se hace? ¿Y la de consultar la opinión ciudadana?
Esta generalidad, tan vaga, ambigua y desdibujada (¡de la mejor manera posible!), ¿no implica, o supone, según el caso y las circunstancias, la posibilidad de abrogarse el derecho de no comunicar, de no consultar nada? Es una frase tan genérica que dentro de ella cabe todo. O nada.
De todas formas, paciencia. La respuesta a cualquier inquietud, al fin y al cabo, algún día llegará: tiene carácter “ineludible”. Tal vez suceda cuando el Confinatorio ya esté terminado y en pleno funcionamiento. Cuando ya no se pueda hacer nada al respecto.
A medida que estas actitudes (y respuestas) se repiten, se hacen más o menos habituales (miradas esquivas; “Sí… ¿y qué?”, etc.), uno comienza a pensar que lo tóxico no es solo la capacidad que poseen ciertos elementos, químicos o naturales, de provocar alteraciones en el sistema nervioso, hasta llegar al envenenamiento en sus dosis más altas. O la consecuencia de una contaminación ambiental.
Lo tóxico, entonces, parece manifestarse también como una suerte de comportamiento, modo de proceder o reacción circunstancial e involuntaria, orgánica, incluso, que permea cualquier tipo de acción, importante o cotidiana, y que puede ir desde una simple opinión sobre un hecho baladí hasta el posicionamiento ante una cuestión trascendente.
Una manera de proceder que parece traslucir (y como consecuencia de) una especie de acumulación ponzoñosa, sedimento malsano y latente que se activa de manera involuntaria ante todo aquello que parezca sospechoso (de cualquier cosa), desconocido, o “extraño” (que también puede ser cualquiera o cualquier cosa).
Lo tóxico, en fin, como esa gripe llevadera que primero toleramos, y que luego se hace endémica, consustancial. Y con ella se convive de manera natural. Habitual.
No es un simple mecanismo de defensa, sino más bien un prejuicio que se ha ido formando por una sucesiva acumulación de capas (de estulticia, de adoctrinamiento, ausencia de formación cívica, desinformación, de aceptación campante de lo considerado “políticamente correcto” —en todas sus acepciones— sin un mínimo de rigor reflexivo, especulativo, tangencial al menos).
Lo tóxico, también, como “disposición” a estar “pendiente” de todo sin profundizar en nada. A juzgar la parte por el “todo” (¿y qué es aquí el todo?). Lo tóxico como disposición a aceptar lo que íntimamente se considera incorrecto, desatinado o falso, o al menos dudoso, pero cuyo rechazo público podría llegar a ser contraproducente.
Lo tóxico, en fin, como esa gripe llevadera que primero toleramos, y que luego se hace endémica, consustancial. Y con ella se convive de manera natural. Habitual.
Cándida. Humus vital. Casi un ethos.
Ahora intento entrar otra vez al Reactor. Quiero saber qué está sucediendo allí realmente. Quiero ver si en verdad las cosas han cambiado, si hay mucha diferencia entre lo que vi la última vez y ahora. Salgo al caer la tarde, cuando baja un poco el sol, y me dirijo tranquilamente hacia el lugar. Un paseo de casi nueve kilómetros (ida y vuelta).
Lo primero que llama mi atención es la cantidad desacostumbrada de personas que encuentro en el camino. No puedo precisar bien si son pequeños agricultores merodeando por sus sembradíos, nuevos señores K., abúlicos agrimensores, pescadores (sin avíos) que regresan de la costa o simples curiosos, como yo.
Paseantes no: ya nadie pasea en este país, no hay tiempo, disposición o actitud para la flânerie (Baudelaire, Benjamin, Walser… beatus illie).
Y más que la sorpresa del encuentro, me sorprende comprobar que, a mi paso, todos se detienen a mirarme. Parecen sorprendidos. Y así se quedan, mirándome fijamente, sin ningún recato, hasta que desaparezco.
La verdadera sorpresa está en descubrir que hay dos personas uniformadas del otro lado, y que parecen estar allí esperando mi llegada.
Es extraño: hasta hace poco tiempo, si te tropezabas con alguien haciendo este recorrido, apenas te miraba. Como si nada de particular hubiera en que dos personas se encontraran al azar en un paisaje tan desacostumbrado e inhóspito. Luego cada uno seguía su camino.
Esto en el caso de los viajes que se hacían de día, por supuesto. De noche, en esa zona, nunca sabías realmente qué hacía allí otra persona, siempre desconfiabas de cualquier presencia. Si veías una luz, o escuchabas un sonido, cualquiera que fuese, la primera reacción era detenerte. Luego te escondías, sin saber muy bien por qué, y esperabas, hasta tener la certeza de que podías seguir. Siempre atento, y en silencio. Siempre era así, aunque supieras que no hacías nada reprobable. Ahora todo ha cambiado.
Una hora después, al llegar a lo que hace un tiempo atrás fue el primer perímetro de los tres que circundaban el domo, noto que han tirado una nueva cerca, de mucha más calidad que la vieja y fragmentaria malla de alambre de púas. Pero la verdadera sorpresa está en descubrir que hay dos personas uniformadas del otro lado, y que parecen estar allí esperando mi llegada.
Por el color de la ropa y el distintivo en el hombro derecho reconozco que son SEPSA, el más especializado de los servicios de protección estatal en el país. No sé qué significa la “A” final, pero estoy casi seguro que las primeras cuatro letras de esta sigla corresponden a Servicios Especiales de Protección y Seguridad, o algo por el estilo.
El más alto tiene cara de jabalí y espaldas de estibador portuario; el otro, más pequeño y delgado, tiene los ojos perdidos detrás de unos gruesos cristales de aumento. Parece la típica pareja del policía bueno y el policía malo.
Vuelvo a mirar las insignias en el hombro derecho, y comienzo a elucubrar que tal vez sí, que las dos últimas letras de la sigla signifiquen “Sociedad Anónima”, como dice un amigo. Anónima y estatal. No sé. De lo que sí estoy seguro ahora es que disponen de un buen sistema de información en el territorio.
El Sepsa es una guardia severa. Y así me lo hacen saber. Está prohibido pasar. Miro por encima de ellos en dirección al Gran Domo, y veo que han levantado otra cerca perimetral, unos cien metros antes de llegar a la base del reactor. Con otra batería de uniformados.
Ni siquiera se me ocurre insistir. Mucho menos preguntar por alguna razón que justifique la prohibición. O el misterio. Ellos, como todo ser investido de alguna autoridad y un uniforme en este país, saben que no tienen ningún deber de dar explicaciones. No se toman esa molestia. “Conforme a lo legalmente establecido al respecto”.
Esta “sub-zona”, al parecer, no quiere terminar nunca. Como si secretamente se negara a convertirse en algo cerrado, concluso, invariable y definitivo una vez que yo determine su final inevitable.
Cuando creía que ya nada nuevo podría agregar, me encuentro un reportaje aparecido en el semanario provincial 5 de Septiembre, titulado “Basurero, basurero, que nadie quiere mirar”, que alude a un hecho seguramente desconocido para la mayoría de los habitantes de esta ciudad (y este país).
Cuando creía que ya nada podía sorprenderme, esta información me devuelve la bofetada del pretencioso que cree haberlo agotado todo en unas cuantas páginas. Y al mismo tiempo, parece insistir en mi idea de que por algún motivo que no logro discernir, estamos predestinados a lo tóxico, elegidos para morar en un limbo pestilente y peligroso, interior y exterior, convidados a danzar un alegre minué con la corrosión.
Diez años después, las consecuencias medioambientales, como es de suponer, se hacen sentir de manera determinante en la población local.
El reportaje en cuestión informa sobre cómo en el año 2007 fue construido el reparto más moderno de la ciudad de Cienfuegos, conocido como “Petrocasas”, y el sino trágico con el que esta barriada parece marcada desde su mismo nacimiento. Fue una donación del presidente venezolano Hugo Chávez, consistente en un lote de cien casas prefabricadas a partir de productos derivados del petróleo. Sería el primero de su tipo en Cuba, y su ubicación, según el diario, parece haber sido decidida teniendo en cuenta su perfecto emplazamiento como “pórtico” del futuro “Polo petrolero”, hipotético mega proyecto industrial que, junto a la reconvertida refinería de fabricación soviética y puesta en funcionamiento ahora por PDVSA, abarcaría una extensa área al oeste de la bahía de Cienfuegos.
Quienes determinaron el montaje y construcción del asentamiento “Simón Bolívar” obviaron un detalle fundamental: a doscientos metros del lugar donde sería levantado, estaba el vertedero municipal de Cienfuegos, un emplazamiento a cielo abierto que acoge diariamente alrededor de mil metros cúbicos de basura, y que funciona en condiciones deplorables desde hace más de veinte años. Doscientos metros.
Sin embargo, una serie de circunstancias ajenas a todo tipo de previsión, en franca violación de normas jurídicas, urbanísticas, ambientales, determinaron que se pasara por alto el desacuerdo de Planificación Física al respecto, priorizando una coyuntura del todo ajena a cualquier tipo de prevención o protección sanitaria: el presidente venezolano, de visita en la ciudad, pasaría por allí, de camino a la nueva refinería; era importante que viese su filantrópico gesto convertido en diáfana realidad; había que acometer aquella obra en tiempo récord (sesenta días); sería una muestra fehaciente de las perspectivas de desarrollo industrial que ofrecía la zona…
Diez años después, las consecuencias medioambientales, como es de suponer, se hacen sentir de manera determinante en la población local.
Según Iván Figueroa Reyes, Jefe de la Unidad Provincial de Supervisión del Citma, en este basurero “se mezclan desechos orgánicos, los cuales en su proceso de descomposición generan metano, altamente inflamable, lo que trae a su vez otros dos problemas: la emisión de este gas de efecto invernadero a la atmósfera, y la posibilidad de producir un incendio, ya sea de manera accidental, espontánea o intencionada. Estas emisiones resultan altamente tóxicas para la atmósfera y para el ser humano, pues en la combustión se liberan otros compuestos químicos, sobre todo dioxinas y furanos, sustancias generalmente desconocidas pero perjudiciales para la salud y con alto poder cancerígeno”.
Un fuego, por cierto, que nunca termina, pues como afirma el mismo especialista, “la basura más antigua se encuentra a mayor profundidad y contiene también mayores cantidades de metano, por eso el fuego avanza hacia capas y capas acumuladas por años y permanece encendido como si fuera un horno”.
Los varios intentos de los bomberos por extinguirlo han sido en vano: la tierra parece tragar toneladas de agua, pero el fondo sigue hirviendo.