Entre el vapor madrugante de La Habana y el hielo hecho aire en Concepción, al centro de Chile, hay más de un día de viaje.
El viaje se va entre tres aeropuertos distintos, dos aviones diferentes, la hipócrita deferencia de las aeromozas, la comida de plástico a bordo de los vuelos, el aguante feroz de gases intestinales, y la falsa comodidad de los asientos reclinados.
Abajo está el mundo.
Viajar es hoy una experiencia enlatada.
Nosotros somos la carne que va —prensada— adentro.
Abajo están el Caribe y después los Andes. Pero uno ni se inmuta. Si acaso, revisa el trayecto en la pantalla táctil, como una burla inconsciente a los pueblos nativos y a los colonizadores que demoraban meses en hacer lo que nosotros, apenas, en más de un día.
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Sombrillas rotas abandonadas y perros enormes abandonados. Esos son, si hay otros, los signos de la ciudad de la independencia, donde O’Higgins proclamó la libertad contra el Imperio Español en 1818.
Concepción late alrededor de la centenaria universidad que lleva su mismo nombre. Izquierdista y revoltosa —perdonen la redundancia—, es donde más eco queda de aquellas manifestaciones de 2011, cuando los estudiantes exigieron educación superior gratuita.
Ailín, cubana, delgada e hiperquinética, ha visto desde la ventana de su renta, muy cerca del campus, las turbas de alumnos que aún toman las calles. Cuando llegan a Ailín los mensajes de que las clases de su Doctorado quedan suspendidas hasta nuevo aviso, se pone a adelantar lecturas de los muchos libros por leer. A veces el olor a gases lacrimógenos permanece en las calles por días, como una presencia fantasmal que recuerda la violencia.
Ailín lamenta, por lo general, no salir a comprar las tradicionales empanadas que le calientan la panza y dejan colgando siempre un hilillo de queso derretido entre mordida y mordida; o pasear por los bosques que bordean la ciudad y que hace un tiempo protagonizaron indomables incendios.
Pareciera, sí, que Concepción, tan tranquila a priori, es la hacienda del Apocalipsis.
Los mapuches, pueblo originario del sur, quemaron la villa fundada por los españoles, límite del avance colonizador. Nunca fueron dominados, y por eso ahora luchan contra el Estado moderno chileno, que los considera herencia de la Capitanía General de Santiago.
Más recientemente, el terremoto de 2010 quebró aquí el único edificio que se quebró en todo el país. Los responsables de levantarlo están ahora en prisión por irrespetar ciertos requerimientos constructivos.
Como es casi de rigor en la contemporaneidad, luego de un desastre de tal magnitud, a los hombres nos gusta alzar monumentos, piedras pulidas, metales entrelazado. Los metales y las piedras que levantaron en Concepción no gustaron para nada a los locales.
—Estaba feo —me dice un estudiante de la universidad—, y en eso tan feo gastaron un montón de dinero de los contribuyentes.
Ahora los ciudadanos protestan ante el impresionante edificio del Gobierno regional, a cuyas espaldas se alzan dos torres sin gracia, muy cerca del río Biobío.
En honor a la verdad, cuando los eventos naturales o los universitarios no se rebelan, Conce parece, incluso, una buena ciudad para hacer familia: quieta, de choferes gentiles que ceden el paso, aunque el semáforos les corresponda a ellos.
Conce puede, además, ser un poco una comparsa a ritmo de música gringa y algún reguetón que por mucho que se mueva en los cuerpos chilenos parece un compás ajeno. Los habitantes y los forasteros nocturnean en una zona de clubes por encima de la línea del ferrocarril (algunos cutres; otros, como el Maldita sea, frecuentado por homosexuales), o alimentando palomas de la Plaza René Schinder, tan zonzas y regordetas que dan ganas de patearlas.
También se hace fiesta en Conce cuando llueve porque, afirman, las bajas temperaturas suben un poco. Cerca del mar, donde fue fundada la urbe, hay menos frío. Aunque 5 grados para una tardenoche parezca demasiado, se está mejor aquí que cerca de los Andes.
La diferencia, también, puede estar entre el grosor de un abrigo y otro.
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Grafitis de Concepción.
En un muro, justo cuando pasa una señora encanecida, leo: “Deja a tu esposo, besa a tu cuñada”.
En una tapia escribieron: “Las tierras robadas serán recuperadas”. Arriba, el cartel de un negocio dice: “Bienvenido”.
Cerca de la zona de clubes nocturnos: “El futuro es una ilusión de la gente alienada”.
Como si una bomba de ideología sesentera hubiese explotado en el centro de la ciudad, quedan estas esquirlas en distintas paredes:
“El capitalismo es el genocida + respetado del mundo”.
“Guerra social contra el Estado y el capital”.
“¡Primero de mayo: vivan las rojas banderas de la revolución! ¡¡Viva el maoísmo!!”.
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—Acá sufrieron mucho con Pinochet —me dice un amigo cubano residente en Concepción y se pone a tomar su mojito que, al final de la noche, mezclará en los intestinos con un trago chileno: Terremoto.
Estamos en un bar, afuera llueve. Nos acompaña un adolescente, Mario, hijo de la mujer que le renta la habitación a mi amigo.
Mario es comunista, posiblemente pintor de algún mural izquierdista de los que adornan Conce. Fuma marihuana y trabaja pintando fachadas antes de entrar a la universidad. Va a estudiar Sociología.
—Aquí probablemente fuma o ha fumado la mitad de la gente que conozco —dice mi socio.
A veces “los flaite”, los del bajo mundo, se echan un cigarrito que mezcla la yerba con otras mierdas. Ese cuesta solo un luca (luca, aquí, es mil pesos).
Mario quiere viajar a Cuba, dice. Nos pregunta cuánto vale ir al país donde se construye el Socialismo.
A mí aquello me parece una escena de esa obra macabra que fue la dictadura. Yo, emisario de La Habana, vengo a asilar a un hippie guerrillero, puro creyente del aura revolucionaria.
“Acá sufrieron mucho con Pinochet”. Los comunistas lucharon frente a frente contra las bestias. Las bestias trocearon y desaparecieron a muchos militantes. Para el muchacho chileno, el comunismo era y es el caballero andante, que de haberse coronado hubiese gobernado mejor para todos. Para los cubanos, el comunismo es un señor feudal, muy viejito, que patalea por no soltar el cetro.
Decirle eso al muchacho sería como matarle Santa Claus a un niño. Quizá haya que explicarle, pero no tengo corazón para romper corazón. Además, sé que los más de ochocientos dólares que cuesta el pasaje será suficiente barrera para mantenerlo a salvo de su propio sueño. Sería peor que contarle: que fuese él mismo al feudo y lo viera con sus ojos de cachorro abandonado.
Elegir entre los diez lucas para el gramo de marihuana (un gramo alcanza para dos cigarros) y volar a la isla de la maravilla… Parece que le resulta una dura decisión.
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«Hay aquí una ciudad que se llama Angostura. Por el nombre, debiera ser la capital del país”.
De Concepción a Santiago de Chile, en el bus de regreso, voy pensando cosas así.
Pensar Chile como un extenso lugar es pensarlo verticalmente. De pared (el Pacífico) a pared (los Andes), forma una canaleta al borde del sur suramericano, un alero gigante que drena el mal humor del Océano Pacífico.
Un personaje de Roberto Bolaño ve Chile como una isla: el desierto de Atacama al norte, el Pacífico al oeste, la Antártida al sur, la cordillera al este.
En el bus alguien ronca como fuelle mal compuesto. Adentro hay 19 grados. Afuera, 9.
A un lado de la autopista Talca-Chillan la cumbre de los Andes se roba los últimos rayos de sol. Las cabezas del continente se van a dormir pintadas de un rosa violáceo.
Chile
es
un
balde
de
tierra
que
se
des-
pa-
rra-
mó
hasta
el
ex-
tre-
mo
helado.
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Agosto en Santiago es el puro reverso del agosto habanero. Glenis, cubana que trabaja en Información de la terminal de autobuses, lo aprendió solita, cuando llegó de adolescente, hace once años ya.
—Me casé con un chileno, para irme de Cuba, ¿cachai?
El amor como maraña.
—Cuando llegué aquí me divorcié de ese weón y le pagué la otra parte del dinero, po.
El matrimonio de Glenis no fue como esa prisión de la que se ha hablado a veces, sino liberador, en el más estricto sentido.
Con los guantes, trato torpemente de teclear su nombre en mi móvil. Inútiles manos de lana. Me deshago de ellos, hasta que el frío los pone a bailar una gélida samba.
Cuando me acerqué a la taquilla a pedir información sobre el horario de un bus, ella puso los ojos en mí como en una aparición.
—¿De Cuba?
Cuando estás entre igualhablantes, la patria es la fonética. Aunque ella ha perdido parcialmente la cubana, por el cantao chileno.
Cierra la taquilla, conversa, descubrimos que tenemos una amiga en común o al menos una conocida (los lazos se magnifican cuando hay lejanía de por medio), usa su tarjeta de trabajadora para pasarme a sitios en los que, de otro modo, debería pagar.
—Es un país caro —dice—. Pero si te esfuerzas tienes lo que no ibas a tener en Cuba ni soñando. ¿Cachai?
Cuando llegó a Chile no tenía a nadie; solo a sus padres en el otro extremo del continente, Estados Unidos, quienes de vez en cuando le mandaban ayudas.
Muchos años antes sintió la necesidad de dejar atrás su Camajuaní natal para irse a La Habana. Una vez allí quiso probar fuera de fronteras.
Los migrantes son bien recibidos acá. Hay muchos haitianos que aprenden pronto el idioma y ocupan varias ventas de copias de zapatillas. Quedarse no es difícil, me repiten los cubanos en Chile y me preguntan, extrañados, por qué no me quedo (como si ir hasta allá implicase un mismo e invariable final). Las autoridades de Inmigración no son tan recalcitrantes como en otros países, y a los tres meses se puede solicitar uno de los tipos de residencia que expide el Gobierno chileno.
Glenis ve ir y venir a cientos de personas en la terminal de buses. Gente que, como ella, vino de un lugar para irse a otro. ¿Cuánta gente pasa en un día por la Estación Central? ¿Qué cantidad de almas habita Camajuaní? Camajuaní puede ser un día en la Estación. Gente que viene y que va. La Estación, en un año, puede ser La Habana. Gente que va y que viene. Cuba es una Estación de la que parten los buses, y no regresan.
—¿Cachai?
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El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos guarda reliquias y una honda solemnidad. Una pared de más de diez metros exhibe fotos a escala de grises de torturados, desaparecidos, asesinados. En una misma foto pueden cohabitar las tres condiciones.
1988 fue el año cero de Chile. Un plebiscito por la permanencia o no de Pinochet en el poder dio a la oposición (comunista, socialdemócrata, entre otras especies de la fauna antidictatorial) la oportunidad de llegar al Gobierno.
“¡Solo la lucha nos hará libres! ¡Solo la libertad nos hará dignos!”. Tales gritos ocupaban la portada de Correo de la Resistencia, del guerrillero MIR, uno de los boletines clandestinos que circularon luego de que los bandos de la Junta Militar prohibieran y criminalizaran la mayoría de los medios opositores.
Ese Chile que apretadamente ganaba con el No contra Pinochet, me recuerda, salvando distancias, a Cuba.
¿Qué distancias? La de los muertos, torturados y desparecidos.
¿Qué me recuerda? La transición, fin de décadas de un apellido que rige el país con grados militares.
“Cuando Pinochet salió del Gobierno siguió al mando del Ejército como Comandante en Jefe hasta 1997”, me cuenta el joven académico Manuel Aris. El Ejército es, en Chile, la institución del poder. En Cuba lo es el Partido Comunista, hipnotizador social donde los haya, dogmatizador de sus Fuerzas Armadas. Al dejar la presidencia (no por ley electiva sino biológica) Raúl Castro permanecerá frente al Comité Central.
—En Chile hay una derecha prodictadura muy fuerte —asevera Aris—. En la campaña de terror que hizo la dictadura para el plebiscito de 1988, se decía que los políticos civiles eran corruptos y que los militares eran los únicos que podían administrar limpiamente.
Justo como en Cuba.
En 1994 se destapó el escándalo de la empresa de cobre estatal, una de las más grandes del sector a nivel mundial: el directivo recibía comisiones millonarias de una empresa china para vender mineral a precios preferenciales. La historia, que parecía darle la razón a los milicos, hizo de bumerán:
—Por ese tiempo salieron a la luz pruebas de un Pinochet corrupto —cuenta Aris—. El halo de integridad se fracturó.
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Marcos Chilet, saco, corbata slim fit con motivos rosados y medias rayadas multicolores, no es un hipster desempleado. Fue directivo en la Secretaría de Comunicación digital; es diseñador, pero se encargaba de los tuits del Gobierno de la presidenta Michele Bachelet. Y antes, vivió como pocos en las redes sociales la intensidad de las revueltas universitarias: fue parte de su coordinación general en la campaña web. A veces vuelve a lo que hizo e hicieron sus compañeros: para él los blogs de hace tiempo son como gente de Pompeya, “a las que cayó la ceniza del Vesubio y se quedaron justo como estaban”, dice.
Sofi es una investigadora que no pasa de los treinta y que ha escrito muchísimo sobre las revueltas estudiantiles de 2011. Para ella aquel levantamiento estuvo muy marcado por la psicología de su generación, provocó un quiebre con el miedo que quizás permeaba a las generaciones anteriores, y no buscaba esa radicalización de épocas previas que generaron y perpetuaron una dictadura por 17 años.
Cuba, también harta de polarizaciones, tiene una generación que ha ido perdiendo el miedo —quizás porque no lo vivió, aunque aún pudiera vivirlo— a la anulación social, la cárcel y el destierro.
El cañonazo de las doce meridiano retumba en el Cerro Santa Lucía, lleno de santos y templos, y escaleras, y familias y, dicen, delincuentes. En La Habana suena uno a las 9 de la noche.
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Grafitis de Santiago.
Frente a una puerta de la empedrada y victoriana calle Londres, el sitio más apacible y encantador que alguien pueda imaginar en Santiago: “Aquí tortura”.
En un banco solitario frente a Bellas Artes: “Les molesta ver cómo logro lo que me propongo”.
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La noche de agosto es gélida, pero los bares a la intemperie nunca duermen solos.
—Será que para escribir hay que fumar marihuana, o al menos para escribir relativamente bien, no importa demasiado la calidad de la hierba, o para sentirse escritor.
Eso me contaba él, sentado junto a unas doce personas en torno a una mesa en la acera. A ratos se sentía como en una escena de Los detectives salvajes.
Lo que más le sorprendió fue la actitud de ella, que tanto tiempo atrás le pareció —me confesó— independiente, decidida. Se puso el porro en los labios y lo pasó, saltándolo (sabe que no me meto esas mierdas, me dijo) a otro comensal.
—¿Qué sientes? —le preguntó por pincharla.
—Nada, mi amor —soltó ella junto al humillo, agarrándole la cara con los guantes de lana, dejándole un beso en la cara helada—. Lo hago por compartir.
Y eso lo quebró, o tal vez quebró la imagen de ella, que en algún momento había sentido tan suya, como parte de sí mismo: la imagen de autenticidad, de no dejarse llevar por la manada. Hubiera sido mejor que mintiera, que le dijera que se había volado, que estaba rica, que era adicta.
—No se hubiese tratado de la droga —me dijo—, sino de su placer, y yo, por quererla tanto, podía haberme abstraído.
Buscó en el rostro de ella algún rostro conocido, una pista de quién era. Puso luego los ojos (no quería asustarla) en la gente de la noche santiaguina, abrigada y presurosa; en una loca sucia que se golpeaba la cara y la cabeza con manotazos de miedo; en una vendedora que pregonaba chocolates con cannabis; en una muchacha de la mesa que los miraba abrazados, como con odio o envidia.
En Chile, la tenencia de estupefacientes está prohibida por ley. En Chile, pocos olores (quizá el pestilente del mar) conectan más su largura que el de la hierba quemada.
Supongo que todos, un día, descubren el engaño.