Fidel, públicamente cauto sobre el programa nuclear, opinó en “Las dos Coreas”: “Cuando se produjo hace alrededor de un año el ensayo pertinente, le transmitimos al Gobierno de Corea del Norte nuestros puntos de vista sobre el daño que ello podía ocasionar a los países pobres del Tercer Mundo que libraban una lucha desigual y difícil contra los planes del imperialismo”. Hacia el final, se dijo satisfecho ante la disposición de Corea del Norte de suspender su programa nuclear.
Pero la disposición quedó en palabras y abril de 2013 vio otra mediación de Fidel. Hablaba del “deber de evitar la guerra” en medio de la crisis atómica que imantaba los ojos del mundo. “Ahora que ha demostrado sus avances técnicos y científicos, le recordamos sus deberes con los países que han sido sus grandes amigos”, pues la guerra afectaría “a más del 70 por ciento de la población del planeta”, enfatizaban los 12 párrafos del hombre que en 1962 apuntó misiles hacia Miami Beach.
Fidel miró a los ojos de Kim Il-Sung en 1986 durante su visita a Corea del Norte. En breve el primero de los Kim —que por 70 años controlan el país— vería en su solapa la Orden Playa Girón. Ambos guerrilleros llegaron al poder mediante la violencia. Contra una dictadura proimperialista uno; contra el militarismo japonés el otro.
Al fin de la II Guerra Mundial tropas soviéticas y norteamericanas dividieron la península coreana. En el 48 Corea del Norte dijo “No” a elecciones al amparo de la ONU, y surgió la República Popular Democrática con Kim Il-Sung al frente. Pyongyang y Seúl exigían la preeminencia sobre el otro y en 1950 detonó la guerra. Un millón de chinos pasó a la península para rebatir la invasión gringa. No hubo un tratado de paz, sino armisticio en 1953; oficialmente la guerra no ha acabado.
Según el Buró de Asuntos del Sureste Asiático y el Pacífico de Washington, Pyongyang mueve unos 9 millones de militares y paramilitares activos y reservistas. Y maneja el cuarto ejército más grande tras el chino, el estadounidense y el indio.
En 1960, iniciada la relación diplomática, el Che regresa a La Habana señalando el de Kim Il-Sung como el modelo para Cuba. Al año, el mítico semanario Lunes de Revolución le dedica un número íntegro. Luego, una primaria en Marianao llevaría el nombre del país; y unos astilleros del Almendares serían bautizados Chullima: el caballo alado de leyenda norcoreana que representa la aceleración del trabajo en el Museo Revolucionario.
La alianza con Corea del Norte hizo que la del Sur se alejara. Pero las cosas cambiaron en 2015. El Canciller Yun Byung-se anunció “medidas con el objetivo de mejorar las relaciones con Cuba” como parte de un plan de posicionamiento en Latinoamérica.
Al Gran Líder le gustaría que tú dijeras esto.
Poco antes, la aseguradora estatal K-sure firmó un memorando de entendimiento con La Habana para facilitar el comercio bilateral. La compañía surcoreana proporcionó al Banco Central y al Exterior de Cuba una línea de crédito de 67.9 millones de dólares. Pero eso, al parecer, no modificará el vínculo entre el comunismo caribeño y el asiático.
En septiembre de 2015 Miguel Díaz-Canel estaba en Pyonyang oyendo un concierto del Benemérito Coro Estatal. Kim Jong-Un lo acompañaba en un asiento próximo. Celebraban el 55 aniversario de relaciones. El tercer Kim, treintañero, declaró con la seguridad de quien está al tanto y al mando de todo: “la viabilidad invulnerable de la amistad entre Corea del Norte y Cuba se demostrará en el futuro de forma más dinámica gracias a los esfuerzos de los dos países”. Luego pidió que llegaran sus saludos a Fidel y Raúl Castro, “amigos cercanos, colegas y compañeros de armas del pueblo coreano”.
Visita Pyongyang una representación de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC) formada por los cuadros nacionales Rogelio Polanco (actual embajador ante Venezuela) y Victoria “Vicki” Velázquez. Ella iba a tener un encuentro con Kim Il-Sung. Toda expectante sale a la audiencia en un auto.
Cuando vuelve a la embajada parece una cabra molesta.
—¿Qué pasó? ¿No te recibieron?
—Sí, sí, no es eso…
—¿Y esa cara entonces, muchacha?
La gente se acomoda a su alrededor y la escucha contar cómo su homólogo local la recibe, le explica que hablará con el Gran Líder. Y ella que sí, sonriente, un tanto incómoda por el preámbulo, no ha ido todo el camino esperando a Michael Jackson. El joven norcoreano saca una página mecanografiada en español y extiende la mano:
—Y al Gran Líder le gustaría que tú dijeras esto.
Al final, se dijo, él era apenas un simple comunicador. Roberto Hetcheverry se sintió ofendido pero no terció. Oyó con boca cerrada la vanidad de un general norcoreano a un diplomático cubano:
—Nosotros derrotamos en 1953 al ejército regular norteamericano —dijo el traductor—; pero ustedes lo que rindieron en Girón, lo que llaman la primera derrota del imperialismo en el hemisferio, fue a tropas entrenadas por los norteamericanos.
Nos invitaban a muchos desfiles militares, nos tenían en cuenta. Mientras ven con desconfianza a otros, el cubano es muy apreciado allí. Es lógico —dice.
¿Y las aeronaves con pilotos estadounidenses? ¿Y los portaviones? A Roberto se le ocurren posibles respuestas que le arden en la cabeza.
—¡Y el funcionario se quedó callado!
Al margen de esta gran pequeña afrenta, el Estado norcoreano organizaba exhibiciones cada 19 de abril, día de la victoria contra la operación más grande fomentada por la CIA.
En la de 1994, Roberto queda impresionado por la preparación de las tropas especiales, incluyendo las mujeres karatecas. En la unidad que visitan invitan a los cubanos a tirar con fusil y pistola. Roberto saca la cara.
A 25 metros revienta un globo primero; una botella después, a 50 metros de distancia.
Lo imagino buscando la cara del general en onda “Cuba se respeta, camarada”.
Le digo que hizo trampa, que él estaba preparado militarmente por el Ministerio del Interior (MININT). Asiente y le nacen en el rostro patas de gallina.
Al reverso de una foto con muchos norcoreanos de casacas verdes, contará la hazaña a su hermano: “solo nos entregaron cuatro balas por arma, ¡qué bárbaro soy!”.
Cada primero de enero, sin embargo, celebraban en casas de visita, sitios paradisiacos, palacetes con espejos hasta en el techo (!?).
—Nos invitaban a muchos desfiles militares, nos tenían en cuenta. Mientras ven con desconfianza a otros, el cubano es muy apreciado allí. Es lógico —dice.
Tan apreciado es el isleño que Roberto presume haberse librado de una multa de la policía vial apenas mencionando su nacionalidad. Él, que no sabe ni inglés, machucó unas palabras salvadoras: “¡Cuba tesawang!”.
Aquello ocurrió en una de sus caminatas por la ciudad, en un tiempo en que casi hizo trillo entre el barrio diplomático y el Hospital Materno. Roberto andaba tres kilómetros con comida hecha en la embajada porque a la madre de Claudia no le gustaba la comida del hospital.
Al llegar se quitaba los zapatos, los dejaba en un compartimento del primer piso y agarraba una chapilla. Volvía de madrugada por calles desoladas, cruzando las avenidas por pasos de nivel que los locales llamaban pirijó.
El que vive en Pyongyang tiene que ser un ciudadano modelo. Tiene que ganarse el derecho de residir en esa ciudad. Se supone que viviendo allí, tú seas vanguardia.
Pero, llegado el momento de recibir a la criatura, a Roberto lo llamaron para asistir al parto y no quiso dar un paso.
Cuando Claudia nació, todavía su madre con dolores, en el salón se cuadraron cubanos y norcoreanos. Cantaron los himnos patrios, y por la parte anfitriona propusieron que la niña, símbolo de la hermandad entre ambos pueblos, llevara el nombre de la flor nacional.
La madre se vio en la disyuntiva de hacerles el feo a los entusiastas locales o condenar a la pequeña a un nombre impronunciable. Confabulada con el traductor aseguró que Rosa, en español, equivalía a la flor coreana (una variedad autóctona de magnolia). De todos modos, dos mujeres en la familia se llamaban así, y les diría que la adición era en honor a ellas.
Claudia Rosa pasó sus primeros meses de vida mimada entre unos pocos cubanos y el servicio interno de la embajada. Dos cocineros, un jardinero, dos traductores, un chofer del embajador y uno del funcionario de comercio exterior. Algunos miembros del personal, elegido por una agencia empleadora norcoreana, mantenían afectuosas relaciones con los cubanos, aunque mediaba una extraña distancia impuesta por disciplina.
—El que vive en Pyongyang tiene que ser un ciudadano modelo. Tiene que ganarse el derecho de residir en esa ciudad. Se supone que viviendo allí, tú seas vanguardia.
Las mujeres que manejaban trolebús exhibían las estrellas de reconocimiento donde fuera más visible. Roberto contaba las estrellas y se maravillaba.
Ir al cine no era, per se, un libérrimo acto de disfrute; sino parte de la estimulación laboral. El tique, la butaca, las dos horas de película, el salón a oscuras, los ganaban vanguardias. Meritocracia in extremis. Hasta los actos más llanos de la individualidad estaban mesurados, cronometrados, eran otorgados.
Esa obsesión por controlarlo todo, incluso lo supuestamente espontáneo, forjó historias como esta en el repertorio vivencial de Roberto.
No lo busque más. Él y toda su familia ya no viven en Pyongyang.
—Pasó y no me gustó —comienza sin mirarme—. A varios mutilados en maniobras militares, en cumplimiento del deber, les conseguían una muchacha que los atendiera y pudiera servirles como esposa el resto de sus días. Y la muchacha tenía que inmolarse y casarse con aquel hombre.
—Es decir, ¿arreglaban matrimonios?
Acepta con la cabeza.
—Y al ciudadano que viole la disciplina… es feo, es feo lo que te voy a decir…, pero lo sacan de la ciudad. Te voy a contar algo que viví —y Claudia me imita reclinándose.
Oscar, el funcionario de comercio exterior, tuvo un chofer por 15 años, se llamaba Kim. Un domingo lo llama de su casa y le dice “Hace falta que vengas a buscarme”. Kim piensa que está en la embajada. Cuando llega, llama y llama. Está cerrada. Y comete un error: brinca la cerca. Toca. Por supuesto que no hay nadie. Vuelve a brincar, arranca el auto y se va.
El lunes pasa un norcoreano preguntando por el funcionario del MINCEX. La esposa de Roberto lo recibe y le pide que espere. Cuando baja Oscar, el visitante se presenta como su nuevo chofer. La respuesta es un breve galimatías, luego una rotunda negación. El sustituto le cuenta lo que hizo Kim el domingo, y que por ese motivo había sido sancionado.
Oscar se siente culpable de la suerte del viejo chofer y sale a buscarlo, defenderlo ante los contratistas. La respuesta que recibe en la empleadora lo deja helado:
—No lo busque más. Él y toda su familia ya no viven en Pyongyang.
Meses después, la persistencia de Oscar apenas había dado un dato brumoso: Kim, su mujer y sus hijos podían haber acabado en algún campo de arroz.
Una funcionaria del MINCEX, digamos, Virginia, no se asombraría en 1987 de la foto de Kim Il-Sung en las habitaciones de cada hotel; ni le incomodaría tanto velar, que algún conserje pusiera micrófonos en su auto o su casa. Eso es nada, comparado con lo que ocurre al final de esta historia.
Antes, pasó el cumpleaños del Líder Supremo, y los niños de Pyongyang recibieron mochilas, galletas dulces, libros y películas sobre la fragosa historia norcoreana. Antes, Virginia asistió a quién sabe cuántas recepciones, y soportó los interrogatorios amables de los, al menos, tres funcionarios que acompañaban a los diplomáticos. Desde quién era su esposo hasta qué papeles tramitaba actualmente.
Virginia se aburría con la TV, que duraba de 5 a 10 p.m. entre loas al Querido Líder, injurias a Japón, y evocaciones de la guerra con los Estados Unidos.
—Entonces aprendí —dice socarrona—: esperaba la primera pregunta del cuéntame tu vida y después me los comía a preguntas. No respondían, se quedaban callados. Imagina lo cerrados que eran que nunca supimos la edad del traductor ni conocimos de su familia.
Virginia pasaba los días de verano con menos gente para hablar, porque los cubanos iban de vacaciones a la isla, y a los norcoreanos le tenían prohibido confraternizar con extranjeros. Esto, que hoy Virginia recuerda con espanto en su casa de Miami, seguramente no le importó demasiado en 1987. En Cuba también se vivían ese tipo de restricciones, bajo el término “diversionismo ideológico”.
Virginia se aburría con la TV, que duraba de 5 a 10 p.m. entre loas al Querido Líder, injurias a Japón —que subyugó por décadas la península—, y evocaciones de la guerra con los Estados Unidos.
Pero el tedio acaba un día 13. A los pocos que quedaban en la sede diplomática los montan en avión hasta un hotel. Es agosto y Kim Il-Sung festeja el cumpleaños de Fidel Castro con una cena opípara. Será con comida cubana, había dicho el Gran Mariscal; a Virginia se le abre el apetito de pensar en la lejana carne de cerdo.
Y llegaron los platos. Y se fueron los platos.
Virginia no puede precisar cuánto tiempo pasó cuando le sirvieron el entrante y le pusieron el congrí y el cerdo. Sí sabe que le dejaron a mitad la cena a ella y a una decena de comensales, que su tenedor se quedó en el aire, que Kim Il-Sung no probó bocado, pero cuando él se reclinaba en su asiento cambiaban los platos en aquella mesa redonda.
A veces Roberto ve una valla de propaganda en la calle y la lee en telegrafía. Amaba su trabajo, pero al regreso a Cuba pone fin a su vida de comunicador. Se fue quedando atrás en los cursos de computación, y eso lo desmotivó.
La culpa de su vida la tiene Corea del Norte. Allá hay grandes centros de alevinaje de goldfish, y cientos de mujeres trabajándolos. En cuatro meses, antes que el agua helara, vaciaban los criaderos para exportación. El metro de Pyongyang, las fuentes, parques y restaurantes están llenos de peceras con destellos de oro.
—Averigüé un poco, y cuando volví ya venía con la idea.
En 1997 se hizo cuentapropista. Su padre le echó un responso epocal en que denostaba la iniciativa privada y temía que su hijo, a nueve años de jubilarse del MININT, acabara con delincuentes. Claudia habla de él con devota admiración, porque cambió ciertos lujos, un auto del trabajo, otros posibles viajes por algo que le apasionaba. Locura en los 90.
Roberto abrió la tierra en el patio de su madre hasta hacer un pozo, ahora en La Habana puede faltar el agua pero a su familia no. Hizo 50 peceras. Una sobre otra. Un edificio de vidrio para los pececillos que van a cambiar de dueño. De vez en vez se pregunta por los destellos dorados en la ciudad de Pyongyang.
Roberto frota sus brazos lanudos, y curva las cejas:
—Te he sido sincero, porque seguro vas a encontrarte muchos mitos.
La Habana, febrero-marzo 2017.