“A mis niñas muertas”, por Elena Llovet
Este texto está hecho para ser escuchado. Visto así, como documento, parece una suma inconexa de elementos que solo agarran cierta cohesión cuando logro pronunciarlo.
Alrededor de 2019 estaba enfrascada en hacer una obra teatral sobre los entornos de trabajo sexual en Cuba. En algún punto, la investigación se redireccionó hacia el feminicidio. La gente me decía: “Sal de eso”, “Monta algo de Estorino, o un texto posdramático”, “Aplica a un fondo”. Pero yo andaba con aquella idea fija. Ya había tocado demasiadas puertas.
Como aún no teníamos acceso a datos móviles, perdí mi cuenta de internet de la universidad por acceder a algunas páginas que filtraban imágenes y archivos de criminalística. Me dieron un papel que decía que mi usuario quedaba suspendido indefinidamente por buscar “material pornográfico” y allí firmé.
Tampoco tardaron en aparecer las trabas institucionales, el oscurantismo a la hora de acceder a las estadísticas. Así que un profesor me dio un jaloncito, un pay attention y deseché ese proceso, borré los contactos de los familiares, aplaqué un poco mi fiebre documental.
A causa de la oleada más reciente de asesinatos a mujeres en Cuba, los últimos meses han sido de una impotencia tremenda. A medida que pasa el tiempo, voy encontrando más valor en los restos de los procesos creativos que en los resultados.
Esta experiencia no pasa de ser un descarte de aquella investigación, pero quisiera compartirla con ustedes.
*
Llevo tres semanas y cinco días, seiscientas veinticuatro horas, investigando sobre los asesinatos a mujeres y niñas en Cuba, desde febrero 2019 hasta el mes que corre.
Investigo para un performance que debía estrenarse en junio 2020. Digo “debía” porque al tercer encuentro con los actores he decidido salirme del proyecto.
Sirvan estas líneas como disculpa por mi ausencia en los últimos encuentros pautados y como agradecimiento a ellos por su tiempo y la fe que en vano han depositado en mí.
1. Inventario
Tengo 64 GB de información (entre artículos y libros) referentes al tratamiento de lo femenino en el arte y a la causa feminista.
Tengo una agenda Suchel Camacho llena de apuntes sobre las provincias donde más asesinatos han ocurrido, así como los nombres de las víctimas, ocupaciones, edades, contactos de sus familiares.
Tengo las descargas y screenshots de las publicaciones en las cuentas de Facebook de las víctimas, cuentas que han quedado flotando en el ciberespacio, cuentas donde cualquier temba/stalker/necesitado puede comentar: “que rica estás, princesa” en la foto sugerente de una adolescente que lleva tres meses de fallecida.
Tengo un carnet de la Biblioteca Nacional.
Tengo fotos de publicaciones periódicas de antes del 59, específicamente de la sección “La Crónica Roja”, donde se describían los hechos de sangre ocurridos en la semana, muchos perpetuados a mujeres.
Allí están, en tinta: quemaduras de rostro por infidelidad, muerte a machetazos, violaciones que terminan en asfixia. Al final de la nota, se esclarece el nombre de la víctima, la hora del fallecimiento y la sentencia del agresor.
Tengo dos contactos nuevos: el de la bibliotecaria María Esther y el de Lilian, una estudiante de FAMCA que alquila un proyector.
Tengo una carpeta en mi laptop que dice “archivos filtrados caso Holguín”, con las fotos que hizo el forense al cuerpo de una niña de 13 años, enterrada viva por perder el conocimiento en el acto sexual con un adulto de 52.
Ninguno de los cuatro hombres presentes decidió llevarla a un hospital, por tratarse de una menor de edad. Prefirieron enterrarla.
Tengo calambres en las manos cada vez que me siento a intentar escribir sobre esto.
Tengo cejas sin depilar.
Tengo miedo a entrar en el sueño REM.
He desarrollado una aversión al claxon de los almendrones y a los sonidos de la calle.
Apenas salgo.
2. Descongestionando un viernes
Una amiga acaba de llegar de Buenos Aires. Me envía un mensaje a las 2 p.m.: “Veámonos en ese bar de La Habana Vieja donde estuvo Madonna”.
La tarde se me ha esfumado en una modorra terrible. Me percato de que son las 7 de la noche. Me lavo el rostro y las axilas. Llego al bar.
Llevo la frente brillosa del sudor del viaje. Mi amiga está en la tercera mesa. Es ese blazer rojo que destaca bajo la luz del anuncio neón que pone “Budweiser”.
Nos hemos abrazado. Huele a cambio, huele a esperanza, huele a desinfectante de aeropuerto. Llevamos 40 minutos hablando de la vida y del teatro.
—Ele, cuando uno sale de aquí es que empieza la vida. ¿Qué hay de interesante para ver en el teatro? Estoy cansada de lo político.
—¿Tú has escuchado algo del caso de la niña de Banes? ¿Recuerdas durante tu niñez haber escuchado sobre asesinatos a mujeres? Por mi barrio una vez cerraron el lobby del Hotel Deauville porque un chulo ahorcó a una jinetera con un trozo de manguera.
Termino contándole de la investigación en la que me encuentro, del performance.
Su mirada se ha desplazado varias veces a la actividad de las meseras, a la afluencia de público que llega al bar. Se ve que está fascinada con este florecimiento relativo de los negocios particulares.
Pasa un rato hasta despedirnos. Pagamos la cuenta: “¿Tienes para un taxi?”, me pregunta.
Le digo que sí. Llevo 17 pesos moneda nacional en el monedero. La caminata a casa me sienta como un masaje. Mi amiga ha posteado una foto de ambas en el bar (#reencuentro #devueltaenmisla).
He encontrado un video donde la directora del CENESEX, en conferencia pública, declara: “En Cuba no existe el feminicidio”.
Lo dice y mastica las palabras. Lo dice y pronuncia todas las letras como las profesoras de preescolar: en-Cu-ba-no-e-xis-te-el-fe-mi-ni-ci-dio.
Volumen al máximo. He visto el video más de diez veces.
3. Faltantes
No poseo la moral indicada para llevar a término este proyecto.
No dispongo de la templanza, del tono de voz adecuado para llamar a los padres de la niña asesinada y pedirles el consentimiento para usar la historia. Y dos o tres imágenes enternecedoras de su hija, solo para que el espectador pueda darle un rostro al cordero.
No puedo tratar esto como una ficción.
No consigo, después de un ensayo, descongestionar viendo la serie de moda. O comer un pan con cualquier cosa, sin pensar en la mano azulosa que un perro desentierra de un sembrado para que otros hombres excaven un poco y descubran el cuerpo de una niña. ¿Cómo es ser el cadáver a un lado de la carretera? ¿Cómo es ser el cadáver bajo el sol?
El ventilador del techo tiene cuatro aspas, cuatro parrillas de decorativas de mimbre, cuatro velocidades. Me gusta encenderlo, aunque no aplaque el calor. Me gusta su sonido, el modo en que puede evocar memorias. Me gusta poder decidir cuándo detenerlo.
© Imagen de portada: ‘Las niñas’ de Juana Borrero. Collage por ‘Hypermedia Magazine’.
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