En el país que Dios quiera

Uno nace en Cuba no bajo el signo de Piscis o Libra, sino bajo el de la sospecha.

Por ejemplo, un trío no es una sesión sublimada o perversa de las vecindades del sexo y el placer, ni la armonía de tres voces bajo un fondo de cuerdas, sino la posibilidad de que el tercero sea ese tipo o esa tipa que nos atiende. Ellos no son el enemigo, sino nosotros: las ovejas negras del redil del Gran Hermano. Y hay un peso en el aire, ante la presunta disidencia, la presumible respuesta que se adelanta: el Gran Chivato nos vigila, pero quién será, quién será, quién será…

A pesar de lo que solemos pensar, el compañero que nos atiende no es el seguroso que claramente han puesto como macramé en las oficinas de Cultura, al que todos evitan con una sonrisita insensible, el que al llegar al grupo solo escucha la frase “y en el noveno inning Stevenson metió un gol”, el que gana su salario deshonrosamente, pero con desfachatada sinceridad, en su función explícita de censor o de esbirro artístico.

Generalmente, quien verdaderamente nos atiende vive en una eterna y diabólica fiesta de disfraces (conozco a uno que camaleónicamente pasó de cuentista contra los niños y premio Herodes de literatura infantil a ejercer los más disímiles oficios: actor de obras de tres por quilo, cochero, bujarrón de la terminal de trenes y decimista malversador hasta emerger, vestiglo de los mares, con su uniforme en una de las sesiones del taller literario para ponerle más verdor a la discusión).

En su oficio de guachimán de la patria, debe dolerle que los protagonistas de esta historia seamos nosotros, aunque al final sea a él a quien entierren con la bandera sobre el féretro y un grupo de pioneros que le rinden honores a quién coño es el muerto de la película. (El asunto del Himno y la Bandera merece diferente discusión, porque la Patria es otra cosa).

El tabárichi que nos atiende tiene rostros infinitos y esquivos: el famélico repartidor de cartas, el carnicero panzón, el apuntador de bolita que nunca atrapa la policía, el impenetrable jefe de la oficina, la secretaria (in)eficiente, el socio que aparecía con la botella de Huesoetigre, la puta que estudió inglés y se casó con el francés, el ama de casa que critica el picadillo con olor a mierda, el jodedor que se sabía los mil y un chistes de Pepito y de Fidel (el de los cuentos).

Puede ser el joven escritor que venía a pedirte consejos o la muchacha de los escarceos eróticos en el mismo trabajo. Puede estar a tu izquierda o a tu derecha, comoquiera pedirá que te crucifiquen. Puede ser enemigo de tus enemigos o vivir en los oscuros pies del prójimo. O de tu amigo. Hubo esquizofrénicos días en los cuales pensamos que aparte de uno mismo, de ese que se observaba con suspicacia en el espejo, cualquiera podía ser el compañero que nos atiende.

Mal sujeto y peor predicado. Su oficio es el peor de todos, pues se vale de la apariencia y el engaño. No es ni será quien creemos que es. Es míster Camaleón.

Mi historia con el camarada que nos atiende puede haber comenzado el día de mi nacimiento… Pudo ser aquel médico que me haló del oscuro esplendor del vientre de mi madre y me trajo a la luz con una palmada, la primera señal de tortura. Quién sabe. Debió de haber uno o varios en aquella sala.

Vi a mis hermanos hacerse miembros, uno tras otro, de la Unión de Jóvenes Comunistas (confieso que yo nunca pude, por lo que siempre fui visto como la oveja negra de la familia).

Pero un niño no es un enemigo, especialmente si sus padres no son hostiles a la Revolución, ni religiosos (en el año 1966 no importaba si eras testigo, católico o protestante, todas eran formas de disidencia). Tampoco podían saber que aquel niño venía dotado con ADN de escritor, que es, para todo tipo/a que nos atiende otro sinónimo de disidencia.

Por tanto, crecí en un hogar de padres revolucionarios, levanté mis manos para decir Pioneros por el comunismo, seremos como el Che, y vi a mis hermanos hacerse miembros, uno tras otro, de la Unión de Jóvenes Comunistas (confieso que yo nunca pude, por lo que siempre fui visto como la oveja negra de la familia).

Algunos de mis mejores amigos del barrio, con los que jugué a la pelota, a los escondidos y a los policías y ladrones (y con los que aún hoy guardo una imborrable amistad) eran hijos de “gusanos”. Un gusano era como una enfermedad (y a veces, para rematar, es el verdadero tipo que nos atiende). Un gusano era un traidor, un contrarrevolucionario, un lumpen, una escoria, un vendepatria que merecía que le cantaran pin pon fuera, abajo la gusanera: un gusano era un zerrrrr dezzzprezzziable.

Sin embargo, ahora que lo pienso, mi madre, a pesar de haber dedicado sus esfuerzos de juventud a la causa del Partido Socialista Popular y a llevar medicinas a la Sierra, jamás me dijo que no podía juntarme con esos hijos de gusanos, que luego se irían como escoria y volverían para ser tratados como señores, que se iban como gusanos y que al final volverían (¿volveríamos, volveremos?) convertidos en mariposas. En realidad, tal vez por el cansancio de haber criado cuatro hijos antes de mi llegada, me dio mucha libertad para que eligiera por mí mismo entre ser un Tom Sawyer o un Huck Finn: por supuesto, elegí ser los dos. Y juntos mataperreábamos los hijos de los gusanos y el hijo de los revolucionarios en ese espacio de libertad que es la niñez, incluso en las dictaduras.

De ahí viene mi primer recuerdo del cófrade que nos atiende, aunque todavía no era a mí al que atenderían. Un hombre vino varias veces a casa. Siempre a la misma hora: a las tres de la tarde. Mi madre lo recibía en la sala, abría la puerta de la calle y respondía brevemente a sus preguntas.

Desde la primera habitación, un día le escuché a ella decirle al hombre: “Esa gente no está haciendo nada, no son terroristas, solo que no les gusta ESTO” (el valor de los pronombres en Cuba necesita un estudio sociológico).

El compañero no volvió, pero sentí que los padres de mis amigos eran los vigilados, aunque mamá nunca me dijo nada. No interrumpí las largas partidas de ajedrez con Alejandro, ni los juegos de bolas o de pelota con Pepe, ni deshicimos la pandilla de la Avenida que cada domingo se batía a los boliches con la de Madre Vieja.

Pasé de testigo involuntario a presumible víctima años más tarde. La enérgica resolución de Amir Valle (hoy en Berlín), y el tácito acuerdo con José Mariano Torralbas (in Miami today), José Manuel Poveda (¿Madrid, Londres?) y Marcos González (ohhh La Vana), formó el grupo literario Seis del Ochenta. Nos proponíamos tratar temas tabúes, o sea, hablar prácticamente de cualquier tema, pues entonces casi todo era tabú.

Todavía no eran populares los balseros, y la guerra de Angola tenía puesta encima una bandera sacrosanta e intocable. Las putas cubanas eran las más ilustradas del mundo, y revolucionarias, incluso podían ser las compañeras que atendían a los turistas, y no solo las trotahombres furibundas que soñaban con un príncipe azul que las sacara de la cochina miseria.

Pues bien, decir entre nosotros que íbamos a tocar temas tabúes no fue ningún problema porque ya lo estábamos escribiendo (en el año 1983, mi cuento “Regreso”, un texto a lo Dalton Trumbo contra la guerra, resultó censurado en el Encuentro Debate Municipal de Talleres Literarios porque podía ser leído en otros niveles y me podía causar mucho, mucho daño, me dijo uno de los jurados, y se le otorgó una pírrica mención, y dejaron desierto el premio).

Más tarde logré escapar del sistema penitenciario educativo y entrar en la penitenciaría general del Período Especial.

Amir Valle cuenta ese paseo que nos hicieron por la bahía de Santiago, y no lo volveré a contar. Solo que fue muy gracioso que a Poveda se le ocurriera decir: “Y si esta lancha no parara hasta Miami” o algo así, profetizando lo que apenas 10 años después se convertiría en éxodo masivo, bajo la consigna de “El último que apague el faro” pero que nos costó más de 5000 vidas.

Y sí, nos fuimos, pero no en la lancha del tipo que nos atendía, sino a pedazos, año por año: Poveda, a la niebla de Londres, Torralbas a la Habana chiquita, Amir a Berlín, Marcos a La Vana, yo a Santo Domingo.

Me gradué en 1989 y me desterraron profesionalmente a cumplir el servicio social en Las Tunas, pueblo polvoriento de hermosas muchachas, grandes escritores y una pezuña histórica que no llega a ser casco por la vocación incendiaria de su caudillo Vicentico García. El profeta local, el loco Felicidades, ya había dicho de ella: “Oh Tunas, mi pueblo oscuro/ vivir en ti Dios me valga;/ si el mundo tuviera nalga/ tú fueras el ojoelculo”.

Pero aunque perdí tres años en los cuales no escribí una letra (enredado en la vorágine diurna de planes de trabajo y clases, y en el tsunami nocturno de estudiantes convertidas en montadoras frenéticas), más tarde logré escapar del sistema penitenciario educativo y entrar en la penitenciaría general del Período Especial, que ese sí es de perder. Trabajé como vendedor ambulante de dientes postizos y talco industrial disfrazado para uso de tocador, y como comprador de libros de uso y raros, como corrector y finalmente como editor de la editorial Sanlope (en la cual logramos burlar la censura de un libro con la artimaña feliz de solo cambiarle el título).

La gente se volvía loca y se quedaba inválida por el beriberi de un día para otro, incluso los compañeros que nos atendían. Pero Las Tunas no era un pueblo cualquiera, era el sitio donde tan bien se está cuando eres muy pobre y muy feliz, porque lo vives en ese estado demencial en el cual te encuentras con muchos locos que abrazan las mismas cosas que tú abrazas, que construyen puentes y persiguen sueños.

Presenté mi libro Nostalgia de septiembre a un concurso y ganó. Así fue como en Cultura se enteraron de un tipo que escribía, que había venido de Santiago y había sido finalista del Casa de las Américas con 18 años.

Enseguida, uno de los compañeros que nos atendía, quien ocupa un cargo vitalicio de control sobre los escritores y artistas, se me acercó y me dijo que me alejara de Guillermo Vidal, el cual no era una buena juntamenta. No le respondí que pensaba que Guillermo era el mejor escritor vivo que conocía, solo le dije que Vidal era mi amigo. Eso bastó para alejarlo momentáneamente.

Por esos días, Guillermo estaba envuelto en un juicio ideológico que tenía como presumible raíz indisciplinas laborales, pero como causa real haber introducido entre sus estudiantes los textos idioticidas de Vargas Llosa. Increíblemente, en el juicio sumarísimo, el compañero que nos atendía, por órdenes de Abel Prieto, testificó a favor del Guille y la causa quedó enterrada para siempre.

Guille solía decir: “Si nos dividen, nos joden”, y eso jamás pudieron hacerlo. Cada vez que alguien venía a hablarnos mal del otro, lo parábamos en seco. Sabíamos que eran compañeros que nos atendían, aunque se disfrazaran de lectores, amigos o escritores. Como dijo don Corleone: “El que venga a ofrecerte un trato con los Tattaglia, ese es el traidor”.

Y sin plegarnos a las políticas de ninguna de las dos orillas, porque la política es y seguirá siendo el ejercicio de la mentira o de la violencia, creímos y creamos, alentándonos contra viento y marea, mintiendo desde la página, que es la mejor manera nuestra de decir la verdad.

EL ALGUIEN: ¿Conoce a Carlos Alberto Montaner?

YO: ¿El cantante? (Transición) ¿No es Polo Montañez?

Nunca he contado esto: el compañero que nos atendía estaba de pie en la puerta de la UNEAC, esperando a que yo pasara por el parque (era mi camino habitual para ir de la Biblioteca al Centro del Libro, donde trabajaba). Me dijo que Alguien debía hablar conmigo un asunto urgente. Me llevó a una de las oficinas de Cultura y desapareció. Cuando entré, vi a dos tipos. Uno era Osvaldo, el seguroso que atendía a los artistas, quien solía hacerme preguntas sobre escritores famosos que nunca había leído. El otro, era el Alguien: y el Alguien era alguien que hubiera parecido familia mía (canoso, rosado, de ojos azules) si no hubiera tenido ese aire marcial, esa mueca prepotente, ese aspecto de hijodeputa consumado que a veces, solo a veces, no suelen tener los compañeros que nos atienden.

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Interior. Tarde calurosa, oficina con cuadro de Fidel en el fondo.

SEGUROSO DE CULTURA (Delgado y descojonado, edad imprecisa): Garrido, queríamos hablar contigo.

YO (Voz en off): Coño.

EL ALGUIEN (Fornido, de unos cincuenta años, extremadamente aseado): Sí, mucho gusto. Sabemos de su talento, y queríamos conocerlo.

YO (Voz en off): Van a joderme.

YO. Gracias, el gusto es mío.

SEGUROSO DE CULTURA. Necesitábamos hablar contigo.

EL ALGUIEN. Más bien que hables con nosotros.

YO (Voz en off): Ya, me jodieron.

SEGUROSO DE CULTURA: (Bla, bla, bla, muela barata y empática) …y sabemos que tus padres son revolucionarios, de la clase obrera, y que te dieron una educación de acuerdo a nuestros principios, y…

EL ALGUIEN: ¿Conoce a Carlos Alberto Montaner?

YO: ¿El cantante? (Transición) ¿No es Polo Montañez?

(Seguroso de Cultura sonríe. El Alguien levanta una ceja).

EL ALGUIEN: Carlos Alberto Montaner es un agente de la CIA y enemigo de la Revolución. El periodista. Nuestro agente en Madrid nos ha dicho que hay una operación coordinada con usted.

YO: Ni lo conozco ni he tenido contacto con él.

EL ALGUIEN: Sí, sabemos que todavía no lo han contactado.

YO. ¿Y cuál es la operación conmigo?

EL ALGUIEN: Según nuestro agente en España, convertirlo en agente de la CIA, en informante del estado de opinión de los artistas.

(Me echo a reír.)

EL ALGUIEN: ¿Se ríe?

YO. Es una locura. ¿Yo agente de la CIA? Mis padres me matarían. Pero no se preocupen. Si alguien intenta contactarme ya sé para lo que es. Y para donde los voy a mandar.

EL ALGUIEN: ¿No entiende la trascendencia de esto?

SEGUROSO DE CULTURA (Sin vaselina): Queremos que usted colabore con nosotros.

YO: (…)

SEGUROSO DE CULTURA: Como agente nuestro.

YO (Hago una mueca, mezcla del grito de Munch con la cara de Marlon Brando cuando le dicen de la muerte de Sonny Corleone): No, no sirvo para eso, ni me interesa.

EL ALGUIEN: Esas gentes son muy poderosas. Usted está publicando en Europa, en Estados Unidos, en Latinoamérica. Y ellos pueden hacer que no lo publiquen más.

YO: ¿Sabe? Yo siempre me he guiado por Stendhal. (Breve pero didáctica explicación de quién era Stendhal). Él decía que lo leerían en otro siglo. Y pienso igual; a mí no me vuelve loco publicar. Pero sí hay algo de lo que estoy seguro es de que NUNCA sería agente: ni de la CIA, ni del G-2.

EL ALGUIEN (Transformado en Alien, golpea con un puño el buró y se pone de pie): ¡Le hemos dado información clasificada!

YO: No se la pedí.

(El Alguien se pasea con pasos rápidos por toda la oficina.)

EL ALGUIEN: Esta información podría ser usada por el Enemigo.

YO: Mire, no se preocupe por mí y por lo que quieran hacerme. Escribo por necesidad. Y eso nadie en ningún lugar me lo va a impedir. Pero si mis libros tienen algún valor serán publicados en este siglo o en otro, en el país que Dios quiera, por encima de la cabeza de quien sea.

Fin del acto.

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Cuando me alejé, sentí un frío que se me metía en el cuerpo. Imaginé que un carro se detendría y me meterían a empujones, me pondrían una capucha y me encerrarían en una celda, un refugio o un búnker.

“¿Sabes lo que pienso?”, le dije: “Que tú eres de la Seguridad”.

No ocurrió. Cuando vine a darme cuenta estaba en casa de Guillermo, contándole. Me tranquilizó con una frase: “Eso nos lo han propuesto a todos. Todo hemos pasado por algo parecido”. Y me contó. Y yo, ladrón de historias, escribí esquirlas de esos recuerdos, en el capítulo 9 de mi novela La fe y los condenados (inédita).

De cuántas listas de viaje fuimos borrados, de cuántos eventos, no sé. Eso deberíamos preguntarles a los que nos atienden y agradecer su titánica y tiránica labor de censura, mon amour. De los dos castigos más frecuentes (la hostilidad abierta o el ejercicio del olvido) escogieron el segundo.

Hasta que los libros y los premios comenzaron a romper la cáscara, el cerco provinciano del compañero que nos atiende: Guillermo se ganó el Casa de Teatro de novela (1998) y yo el Casa de las Américas, en cuento (1999).

Como por arte de magia se apareció en mi casa un mulato que se identificó como líder de un movimiento opositor. Dijo que sabía cómo yo pensaba del gobielno (sic) y pidió mi colaboración con la causa.

“¿Sabes lo que pienso?”, le dije: “Que tú eres de la Seguridad”. No sé si hice mal en expulsarlo ipso facto. Le dije que estaba harto. Y que a mí solo me interesaba escribir, lo cual ya no era tan cierto. ¿Por qué lo hice? No creía en ningún movimiento opositor de afuera o de adentro, convencido de que todos están creados, sostenidos o infiltrados por el Gran Simulador.

¿Acaso no era así? ¿No habían ocupado importantes cargos en Radio y Tele Martí, y en los grupos de periodistas “disidentes”? Años después, frente a una página de Internet, la historia los absorbería, mostrando que los 27 cabecillas regados por todo el país eran dobles agentes del tío Sam y de Jotávich.

Ganar el Casa cambió algunas cosas. La institución Casa de las Américas me ignoró olímpicamente y durante los diez años posteriores no fui invitado ni como jurado, ni siquiera a la presentación del libro. Mi conclusión fue que el premio (orquestado para ganar intelectuales latinoamericanos alrededor de la Revolución cubana) se les había escapado de las manos y el jurado había premiado el libro que les pareció mejor. Pero a los funcionarios (recuerdo que Retamar ni siquiera me dio la mano en la ceremonia del Premio, lo cual lamenté, pues admiraba algunos de sus poemas y ensayos) debió molestarles que un escritor cubano, y peor, de provincias, y aún peor, cristiano, le arrebatara ese premio a algún intelectual de izquierdas con sueños o pesadillas de redención social para sus patrias necias y con plusvalía.

En Las Tunas, sin embargo, fui querido y poco censurado, tal vez porque mi lenguaje elíptico y mi vida de lobo estepario no les molestaban, o porque había un movimiento cultural emergente y poderoso de escritores, trovadores, pintores y periodistas que nos cuidábamos unos a otros. No sé. El momento era bueno, y sobre nosotros parecía escucharse el jazz de los vencedores.

Sin embargo, otras hambres, otras experiencias se encarnaban con más poder que la literatura. En 1995 había conocido a Cristo, a través de una experiencia poderosa de su presencia sobre mi vida. Sentí que realmente todos mis pecados eran borrados y que nacía a una nueva vida en Él.

Si traigo esto a colación, en un texto dedicado al socíbiri que nos atiende no es para hacer labor proselitista (ahora tal vez miento descaradamente). Lo cierto es que en una de las misiones que plantamos fuera de la ciudad, en medio de un bosque de plátanos, fuimos sometidos a la persecución brutal del Gran Demonio. Nos destruyeron el templo construido con las ofrendas de los hermanos. Nos tuvimos que reunir bajo un tamarindo durante tres meses, al sol y al sereno. Y la iglesita —que está formada por personas, no por ladrillos— creció. Y los milagros. Y la fe.

Le di un abrazo. Sentí que Dios lo amaba y le dije: “Sigue dando tu informe. Ni siquiera digas que has hablado conmigo.

En medio de estas circunstancias se me acercó un hermano, un viejo guajiro con callos en las manos cuya hija había sido sanada. El campesino tenía lágrimas en los ojos. Me dijo que necesitaba decirme algo. Que Dios no lo dejaba dormir. Me pidió perdón. Dijo que era miembro de la Seguridad del Estado, y que había ido a la iglesia para vigilarme, escuchar mis mensajes para ver si yo hablaba en contra de la Revolución y rendir informes sobre mi vida y mi ministerio. Dijo que en esa condición había sentido el llamado de Dios al arrepentimiento y que su pecado más grande era precisamente vigilar al hombre que le había mostrado al Salvador de su vida, a Cristo. Que eso no lo dejaba dormir y necesitaba que yo lo perdonara.

Le di un abrazo. Sentí que Dios lo amaba y le dije: “Sigue dando tu informe. Ni siquiera digas que has hablado conmigo. Pero aclárales que solo se habla de Cristo. Que aquí no se habla de falsos dioses”.

Ese mismo año, el lejano 2009, entregamos la iglesia a la Convención Bautista. El ministerio Oasis me había abierto las puertas en Santo Domingo. Y hacía cuatro años había ganado el premio internacional Casa de Teatro de novela. Antes de irme, pensé en cómo recibiría mi madre que su hijo menor viviría para siempre fuera del país. Pero si hay una metáfora de lo que verdaderamente es la Revolución para el pueblo, la recibí en ese momento.

Estaba en Santiago de Cuba, y el motivo de mi visita era decirle a mamá que partiría a vivir en Santo Domingo. Pero no sabía cómo hacerlo. Y de pronto, mientras la ayudaba en no sé qué en la cocina, ella se volvió, me pasó esa sopa con elfos que nadie sabe hacer como ella, y con la voz más dulce de la tierra me dijo: “Mijito, ¿por qué no te quedas en República Dominicana?”.

Mi madre, la mejor revolucionaria que jamás he conocido, que en su juventud fue miembro del Partido Socialista Popular, la joven temeraria que escondió medicinas bajo sus ropas para llevarlas a los rebeldes en la Sierra, que desafió a los esbirros de Batista en la Clínica de los Ángeles curando a sus víctimas, la fiel creyente de Fidel durante los años feroces de Girón, la Crisis de Octubre, las movilizaciones y las marchas, me decía que me quedara fuera de la patria, de la Revolución y el socialismo.

Obedecí a la sabiduría secreta de las madres, de mi madre.

Iba a Cuba una vez al año. Mi hijo aún se encontraba allá, así como mi madre y mis hermanos. Cada vez que volvía, la sensación era la misma: parecía haberse detenido el tiempo, como si en vez de once meses solo hubiera transcurrido una noche sobre las mismas paredes sin pintar, sobre la canícula, sobre los rostros sin esperanza. La belleza eterna de mi madre, los abrazos de los hermanos, los chistes de los amigos y la sensación de las pequeñas manos de mi hijo eran mi patria.

Alguien me contó que el compañero que nos atiende la llamó a la oficina. Le dijo que yo debía cuidarme mucho. Que TODO lo que decía en República Dominicana, en la iglesia, se sabía en Cuba. Sí, el peso de lo que dice el compañero que nos atiende puede quitarle el sueño a cualquiera. Y el mío era sacar a mi hijo sobre todas las cosas.

Facebook, ese asesino de amistades políticas y el mejor material novelesco con el que puede contar un escritor, ha sido el culpable de mis últimos encuentros cercanos del tercer tipo o con el tercer tipo, el compañero que nos atiende. Contaré solo dos historias.

Hace un par de años, en medio de los primeros conflictos de la dictadura de Nicolás Maduro, escribí en Facebook: “Un gobierno que golpea a sus mujeres y mata estudiantes, ¿qué es?”. Algo así. Fue un momento de rabia por los primeros crímenes públicos de ese régimen.

Abel Prieto no era el niño aquel de los viejos tiempos. Su período de sátrapa personal de Raúl y su ascenso al grado de General Peludo parece, ojalá me equivoque, haberlo convertido en el John Wayne de la nueva ola de represión cultural en la isla.

Inmediatamente, recibí un mensaje de chat de un escritor que estaba en Venezuela de “misión cultural”. Lo conocía hacía muchos años, vivía en un municipio de Las Tunas y solía aterrizar en mi casa en los horarios de almuerzo cada vez que visitaba la ciudad. Yo lo recibía diciendo siempre: “Llegó el compañero que me atiende por la Seguridad, denle almuerzo para que tenga fuerzas para escribir un buen informe”. Él sonreía con su voz ronca, me hacía el último chiste bueno o malo sobre Fidel y comía como un endemoniado.

Ahora, el endemoniado hambriento parecía verdaderamente un muñeco poseído en el chat. Me hablaba de los logros de la Revolución, que no le hiciera caso a lo que la oposición estaba diciendo sobre las protestas. Me dijo que la CIA me debía de estar pagando muy bien por servir a los intereses del imperio y otras mierdas que no vale la pena mencionar.

Mi respuesta fue simple: “Tengo un amigo con el mismo nombre que usas en tu Facebook, con ese amigo hablé durante mucho tiempo de literatura y compartí el alimento de mis hijos. Como creo que estás hackeando su cuenta, y por respeto a la memoria de mi amistad con ese amigo de los viejos tiempos, te voy a bloquear”.

Hoy sigue bloqueado. Meses después, leí en el Internet una noticia de los cubanos que intentaban llegar a Estados Unidos y que estaban varados en la selva de Colombia. En la foto aparecía un primer plano, con gorra bolchevique y todo, del endemoniado comilón antiimperialista, ahora convertido en gusano con dientes, esperanzado de una vida mejor, o aspirante a convertirse en el sexto héroe del Imperio.

Termino estos recuerdos con la última obra de sus trabajos de amor por una causa perdida. Cuando murió Fidel, yo, tan escueto en mis planteamientos de índole política, publiqué algo. Fueron apenas dos frases. La primera, reticente, decía: “Y en eso murió Fidel”. La segunda, notable, suscribía: “Cuando desperté, el tiranosaurio ya no estaba allí”.

Duró dos días. Alguien me escribió, una hermana de la iglesia. Me reprendió con amor, diciéndome que yo siempre les había enseñado que debíamos amar a nuestros enemigos, y que le parecía inadecuada mi burla. Le dije que, por amor a ella, quitaría mi publicación. Y lo hice. Pensé que no tendría mayor trascendencia.

Pero… Un mes más tarde, alguien me comentó que yo había cometido un terrible error. Alguien (que no es el Alguien) le había dicho a Mengano que Zutano le había dicho que yo había escrito lo que había borrado. El compañero que nos atiende (sí, el mismo, el implacable, el que no pasó) pidió a su titiritero autorización para tomar cartas en el asunto. Pero Abel Prieto no era el niño aquel de los viejos tiempos. Su período de sátrapa personal de Raúl y su ascenso al grado de General Peludo parece, ojalá me equivoque, haberlo convertido en el John Wayne de la nueva ola de represión cultural en la isla. Por supuesto, le dio luz verde al títere de provincias. Y comenzó la función.

Medida número cero del muñequito del guiñol: Fantasmal expulsión de la UNEAC e ingreso en las filas de los escritores sin patria pero sin amo. Mis amigos escucharon que un escritor había dejado de pertenecer a esa institución, por bla bla bla (estruendo y furia). No se dijo mi nombre. Me convirtieron en el Innombrable.

Medida número uno del polichinela: Censura de mi antología poética Carnes de mi carne, a pesar de ser un poemario de temática amorosa de principio a fin, sin tiranosaurios ni titiriteros. La nueva directora de la editorial, retirada de las FAR, se estrenó también como censora literaria, la pobre, y su respuesta por correo fue de lo más escueta y simpática: “Su libro no es de interés de nuestra editorial”. ¡A pesar de que se había aprobado un año atrás, pagado los derechos de autor y de que la cubierta ya estaba impresa en cuatricromía, abonada en pesos convertibles: pesos y portadas que se convirtieron en pulpa, esa materia con la que nunca amasaremos una estrella!

Medida número dos del director de Los Yoyos: Chivatazo ejemplar a la university kubinski que me iba a otorgar una Maestría por excepcionalidad, a causa de mis méritos literarios, manchados por este demérito político post mórtem (mi culpa es clara: decir que el tiranosaurio era un tiranosaurio, o que había cantado el manisero, no sé). Por supuesto, la respuesta de la universidad fue, por excepcionalidad y una nimiedad, sepultar mi Maestría en la gaveta del olvido.

Por esta acción, el compañero que me atiende, escritor necrófilo en temáticas y necrótico en estilo, aspira a un doctorado en chivatología internacional. Se lo merece.

Para el beneficio de la duda, a veces pienso que el trabajo de los compañeros que nos atienden no siempre es por el amor ridículo a la tierra; creo que hay otros intereses tan mezquinos pero más personales: la envidia, el que hayan jugado a juegos prohibidos con su mujer, la ambición de ascenso en la escala socialista y hasta gustos dietéticos más que estéticos.

A veces, solo a veces, es la historia del hermano que mata al hermano que debía de guardar, proteger, atender, y cuya sangre, la nuestra (sangre hecha de exilio, censura, persecución, muerte y olvido), manchará sus manos o su conciencia para siempre.

No sé ahora mismo si podré regresar a mi querida isla de los enmarañamientos. No sé si me retendrán en el aeropuerto para que no entre o para que no salga. Todavía quedan pedazos de mi patria en ella. Y muchos lectores amados que son privados de uno de mis libros, gracias a la labor del compañero que nos atiende.

Sin embargo, otros textos burlan la censura. Y llegan a los lectores en el país que Dios quiera. Como Dios quiera, por encima de la ingratitud y la traición de los abnegados compañeros que nos atienden. Del resto puedo decir como Roque Dalton: “País mío, no existes. Solo eres una mala silueta mía, una palabra que le creí al enemigo”.

A ti, compañero Caín, y a todos los que son como tú, oscuro prójimo, tan parecido a mí, con la diferencia de haber escogido la manzana del mal, la máscara, la aquiescencia y el peor de los crímenes: perseguir la verdad, te doy el tributo merecido. Y te recuerdo que, a pesar del llanto de Heredia y los informes contra uno mismo de tantos, mi diáspora es el inicio de una nueva e incesante rama del árbol de la vida, carne de mi literatura.

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© Este texto forma parte del libro El compañero que me atiende (Hypermedia, 2017).