El hombre ni se presentó, estaba allí para impartir una asignatura que, a la muchacha que yo era entonces, aspirante a Belleza Latina, gargantilla escandalosa en el cuello, no le servía de nada. O eso pensaba entonces cuando me hablaban de una clase de filosofía.
A mí me iría particularmente mal. No era que confundiera la gimnasia con la magnesia, los sofistas con los irracionales…, sino que desde que el profesor escribió la palabra “Historia”, yo completé con el sintagma: “de la filosofía”. Él preguntó a quién se le había ocurrido tal genialidad; ¿quién y cómo había adivinado lo que iba a escribir?
Pero, afortunadamente, eso no trascendió.
La clase tenía un guion, y en él se incluía decirnos que alguno de nosotros no llegaría a los 40 años, que algo pasaría. Era el destino, y nos pidió que lo analizáramos. Contó la experiencia con sus grupos desde el preuniversitario. Nos mostró sus tatuajes y sacó un puro; lo encendió y tuvo que fumar todo el mundo. Había que liberarse, decía él. Y ese ritual era imperdible para su propósito.
Entre una cosa y otra (sin que yo logre recordar cómo fue exactamente), desde las primeras clases me bautizó como loba; a veces me pedía que aullara. Todo lo que consiguió de mí fue silencio o risa incómoda.
En tercer año volvió para impartirnos otro módulo de filosofía. La misma filosofía frente al aula. No cometí la imprudencia de aquella primera clase, la de primer año, pero esta vez tampoco supe responder a lo primero que me preguntó.
Así que me dijo: “Hay cosas que nunca cambian”, y algún que otro estudiante sonrió.
Está claro que no cambia que el sol salga por el este y que los latinos miren a EE. UU. como destino migratorio; y que Facebook sea la red social que más usen los cubanos, aunque tengan cuentas en muchas otras. Como tampoco cambia el color de la noche, o que yo siga siendo pobre.
No cambia que la mayoría de las mujeres tengamos un seno más grande que el otro. No cambia la matazón por el pollo. No cambian las barrigas de los “cuadros”, que empujan las camisas y les impiden agacharse sin sobresalto para amarrarse los cordones de los zapatos.
Pero algunas otras cosas sí cambian, a pesar del sarcasmo de mi profe de filosofía.
Algo ha cambiado: yo no tenía ni la mitad de la curiosidad que tengo ahora. Ahora no me sonrojaría la pregunta suya de cuántas en el aula no se depilaban. No es que en aquel entonces me sonrojara. Pero ahora esa pregunta me llegaría de otra forma.
El día en que el profe me dijo que hay cosas que nunca cambian, yo era una muchacha llena de experiencias sexuales que nunca se había tocado el clítoris. Y según lo veo ahora, esa es una metáfora de mi vida. El día que me toqué, algo definitivamente se abrió en mí.
Quizás no fue el clítoris lo que toqué, sino mi curiosidad.
La curiosidad es una llave. Por eso indago en mi curiosidad, lo mismo en el plano filosófico que en ese otro plano físico consistente en explorar mi clítoris. No me conformo con saber que está ahí, sino que de vez en cuando me dedico a frotarlo, consentirlo, como mismo consiento la necesidad de leer, de estar informada.
Entre mi cuerpo y yo había una barrera que era, a fin de cuentas, mental. Dejé de reprimirme tantas cosas desde que la rompí… Y dejaron de importarme otras tantas: el miedo al ridículo, a no saber, a dar una respuesta equivocada, a confundir a James Bond con un tenista, o emparentar a Camila Vallejo con César Vallejo…
Hoy no me importa no saber, sino no aprender. Lo que me avergonzaría muchísimo es no buscar ni intentar aprender. Por eso lo hago conscientemente.
Con el conocimiento pasa como con el mar, por más que creas que con nadar o flotar es suficiente, siempre te sorprende algo nuevo: a mar abierto, en el fondo.
Hoy me da exactamente igual lo que digan de mí. Que los amigos se alejen porque no les gusta o no entienden a la que soy ahora. Estoy bien conmigo. Con el lugar en que permanezco y las decisiones que he tomado. Un like, una réplica, un elogio menos no me harán infeliz ni mejor o peor persona. Soy la persona que quiero ser.
El profesor de filosofía no pudo vaticinar este cambio. No pudo hacerlo ni antes ni después de ponernos lo que, para mí, eran acertijos dificilísimos. Tampoco cuando nos habló sobre chamanismo, indígenas, hojas de tabaco, pretextos para fumar.
No pudo predecir que yo me tocaría alguna vez el clítoris, y que me iban a empezar a resbalar palabras como las suyas. O la nota de 5 final que me dio, aunque mi trabajo sobre la historia de la prostitución era de 4. No pudo predecir que me iba a resbalar el silencio de quienes una vez se sentaron a la misma mesa que yo (y no me refiero solo a la mesa del aula). La indiferencia aparente de muchos que fueron cercanos a mí.
Supongo que así pasa en Cuba con todos los grupos y promociones universitarias, de Periodismo o no; aunque supongo que el caso del periodismo se deba a razones más específicas.
Un país está tan dividido como su prensa. El profe no dijo que, como a tantos cubanos, a nosotros nos iba a separar la ideología, la política, estar a un lado u otro del Estrecho (más o menos como todos los cubanos), rezarle a Ochún en el Santuario de El Cobre o en la Ermita de la Caridad, Miami.
Celebro el éxito de mis amigos y de los que alguna vez lo fueron. De mis compañeros todos. De los que se han ido y de los que se han quedado. Y con ellos, también, a veces, he compartido un silencio cómplice. Por no defender lo que había que defender, ni cuestionar lo que había que cuestionar.
Me entristece que seamos indiferentes. Porque, después de todo, hay cosas que no deben cambiar, y la lealtad de grupo es una de ellas.
Celebro, sin embargo, que hasta ahora no se cumpla la premonición del profe de filosofía, y que estemos todos vivos. Vivos, aunque fragmentados.
Muchos han dejado la mente en la Isla mientras emigra el cuerpo. Muchos tienen a sus madres en la Isla con el pecho roto y un puñado más de MLC para comprar en las nuevas tiendas. Muchos tienen al lado a su familia, pero están fragmentados por la decisión de permanecer, en algunos casos a contracorriente, hostigados por el poder, sin que el resto del grupo les tienda la mano. En otros casos quedan seres fragmentados, porque cuanto había de sinceridad en ellos ha tenido que ser en alguna medida prostituido para encajar. Algunos, supongo, siguen siendo los entusiastas de siempre, pero con el peso de una familia que mantener.
Imagino a otras madres, y a mi madre, mirando en el clóset las ropas de sus hijos. Mi madre frente a un clóset repleto, acaso porque solo tomé ropas para una semana, un mes a lo sumo, repitiendo la ropa interior. La imagino rebuscando lo que le sirve para ponérselo y tenerme más cerca. La sospecho en un arrebato de escasez vendiendo aquello que no volveré a usar. La imagino yendo a donde los caracoles de mi padrino. Imagino la filosofía de Ifá, que sí suele ser premonitoria; los caracoles, la cadena, algún signo que ejerce estos mandatos:
“El jamo caza al pez”.
“Palabras que se lleva el viento”.
“Mal que será bien”.
Signo que habla de la testarudez, que alerta sobre no sucumbir a la creencia de que tenemos la razón, porque en todo caso sería solo mi razón. Algo distinto sería tener una razón compartida. Me quedo reflexionando sobre la sabiduría expresada en nuestras religiones de matriz africana. Me quedo con las últimas frases: “Palabras que se lleva el viento”. “Mal que será bien”.
Pero, ¿cuándo?, ¿dónde?, ¿cómo?, ¿por qué? ¿Por qué tenemos que aferrarnos a algo para entendernos? Si son solo eso: palabras.
Comunismo, capitalismo, dólares, chavitos, carro, guagua, oportunismo, mercenario, disidente, cuadro, Revolución, CDR, gusanos, ciberclarias…
¿Es tan sencillo todo como para segmentar en palabras? ¿Los que siguen a Otaola, los que lo odian? ¿Los que apoyan el periodismo independiente, los que lo satanizan? ¿No hay demasiada complejidad filosófica en cada ser humano?
Creía Saussure (hace un siglo, y aunque ha sido “superado”) que la lengua debe ser concebida como una institución social, de naturaleza mental, y previa e independiente de los usos de los hablantes.
Palabras. No en vano Saussure dedicó tanto estudio al signo.
Yo aún tengo esperanza de que pase un viento bien fuerte y se lleve lejos las connotaciones que tienen en mi país estas y otras palabras. Que recobren su significado sin ataduras a un sistema social. A las escisiones de una Revolución. Y con ella, toda esa fragmentación nacional que rompe familias y dicta sobre la amistad. Que establece mil fronteras en un grupo. Quiero olvidarlas.
Pero en esto, al parecer, no basta con haberse tocado el clítoris.
¿Será cierto, en definitiva, aquello de que “hay cosas que nunca cambian”? Irse de Cuba, o quedarse, sigue siendo una decisión política. ¿Cambiará eso mientras yo esté viva? ¿Será antes de mis 40? ¿Lo podrá ver todo mi grupo? ¿Lo verá mi generación? ¿Cómo lo reportaría cada uno?
Una voz me recomienda que, entretanto, mientras se alarga la espera, siga en lo que estaba: con mi clítoris.
No les digan que de este viaje no regreso
No tiene por qué ser un año especial. No empezaré a publicar en los medios que me deslumbran. No voy a escribir los artículos que me interesan. Este año, cuando pase lo que debe pasar y el coronavirus sea historia, a mí me tocará buscar un trabajo que me dé dinero suficiente para sobrevivir como migrante.