Amelia Calzadilla: El reparto como resistencia, las uñas como guerra

El 9 de junio de 2022 Amelia Calzadilla (31 años, licenciada en Lengua Inglesa, con segunda lengua francés, madre de tres niños, casada y cubana) realiza una transmisión en directo por Facebook, de 8 minutos con 41 segundos. Acto seguido, un grupo de personas, identificadas como miembros del Partido Comunista de Cuba del municipio Cerro, van a visitarla; su Internet desaparece; Cubadebate le dedica un artículo acusándola de producto de laboratorio fabricado por el enemigo; disímiles madres cubanas realizan videos apoyándola; crean un grupo en Telegram de madres convocando a manifestaciones en la calle; recibe una citación para personarse el lunes siguiente en la sede del Gobierno Municipal del Cerro; a su madre le da una arritmia y han de llevarla al hospital.

Frena. ¿Qué pasó aquí?

Si estás leyendo esto es muy probable que vieras el primer video de Amelia, el del domingo 10 de junio reaccionando ante la tormenta mediática desatada alrededor de sus declaraciones; o el tercero, del lunes 11, explicando lo sucedido en la reunión con la gobernadora del Cerro. Tal vez hayas visto, también, la explosión pública que provocó. Decir “Ahora es Amelia y no los tarros de Piqué o la Cumbre de las Américas” sería acostarla en el altar sacrificial donde el Gobierno —o sus adláteres— pretenden sangrarla. Una madre gritando, solo eso.

Las madres, como grupo social, no son ajenas a los intentos de movilización, externos o propios. En las postrimerías del 27N hubo un intento, fugaz, de colocarse frente al Ministerio de Trabajo. La semana posterior al 11J fue rica en rumores de intentos similares, atomizados por la responsabilidad progenitora de ir a buscar a los hijos presos. Esta vez, se armó un grupo público en Telegram (Madres Cubanas Unidas) —el MCU caribeño— donde se convocaron a manifestaciones de descontento en la calle. 

“Hay que saber tener dignidad”, dijo. La tuvo. Veremos por qué y en qué importa.

Ante esta situación, los comunicadores (para)estatales pusieron el grito en GAESA, llamando a infiltrar y monitorear dicho grupo, y amenazando además a sus integrantes. Una ventaja rara de escribir sobre el tema yace en lo público de todo, como si lo crucial fuera el poder comprobar que sí, que una madre ha puesto a correr al Estado, que el Estado es un plato de porcelana quebradiza, rompible en su primera crítica. Si llega a sacar un cartel le caen con tanques de guerra.

“Repetición es perversión”. A nivel de lo público, parece más relevante el hecho visible de una madre exponiéndose —y las madres furiosas detrás, acompañándola— que sus actos en sí. La disonancia narrativa del existirse en dictadura y la publicidad de la resistencia, que es también el derecho moral a exhibir el cuerpo, los latigazos acontecidos y todas las violencias sobre los huesos. Pudiéramos sorprendernos de la visibilidad casi —“casi”: una distancia terrible, en realidad— ingenua del asunto, del odio vertido por nuestros señores ideólogos en el Allá Arriba. La comunicación es, también, el acto de representarse al enemigo.

Mas los engranajes misericordiosos de la realidad han permitido una suerte de molienda. A pesar de, Amelia existe, gritó, fue coherente, transparente, directa; en un país de sigilos esto siempre se agradece. “Hay que saber tener dignidad”, dijo. La tuvo. Veremos por qué y en qué importa.

¿Qué dijo exactamente Amelia Calzadilla como para provocar que Cubadebate le otorgue su atención?

Ubiquemos el mapa aquí: el lunes 13 de junio, al salir de la sede del Gobierno Municipal, Amelia tropezó con el aburrimiento de las cámaras —al parecer, de televisoras extranjeras acreditadas en Cuba—. Apretó el paso. No dio declaraciones, no pidió a nadie identificarse. Fue a un asunto, que nos contaría luego. A esas alturas medio país estaba pendiente de su caso. Inmersa en el contexto idóneo para que un aspirante a la relevancia del líder se posicionara, Amelia Calzadilla siguió camino.

Volvió a casa.


Tengo ante mis ojos dos textos —uno de Iroel Sánchez y otro de Ernesto Estévez Rams— sobre el caso de Amelia Calzadilla. En sí no son importantes, salvo como acto de fe. Ambos denotan la imposibilidad de lo espontáneo. “El sistema de laboratorios de guerra psicológica contra Cuba […] convierte en viral un video que culpa al gobierno cubano de los efectos del bloqueo […] ¿espontáneo, ¿no?”, escribe Iroel. 

Importante es denotar que el principal medio de comunicación del sistema “oficial” cubano dedica dos espacios al tema con semejante urgencia, que ni siquiera encarga productos propios, sino que levanta directamente minitextos dignos de un muro de Facebook.

¿Qué dijo exactamente Amelia Calzadilla como para provocar que Cubadebate le otorgue su atención? 

“Queremos vivir con dignidad”.

Ciñámonos a los hechos. Su primer video comienza explicitando destinatario: ministro de Energía y Minas, compañero Nicolás Liván Arronte Cruz. Directa al plexo solar. La queja en sí era simple. Amelia lleva viviendo desde 2015 en un apartamento de micro adonde no llega el gas manufacturado de la calle ni el servicio de gas licuado por cilindros —las famosas balitas—. Ergo, cocina con electricidad. Y la luz está cara. Blandió, como muestra de los precios exorbitantes que ha de pagar una familia de siete personas que cocina con electricidad, un recibo por 6 000 CUP de junio del año pasado; según ella, dicho precio se debió a los cambios en las tarifas de consumo eléctrico ocurridos pocos meses antes.

Contexto: el 14 de enero de 2021 Amelia hizo una directa donde abordaba el mismo tema y se quejaba del trato recibido por parte de Margarita Cobas, funcionaria del Ministerio de Energía y Minas, con respecto a su problema. 

En enero de este año, en otra directa, habló del tema de la leche para los niños. Luego de su primer video, dejó un comentario donde explicó que la Empresa del Gas estaba haciendo trabajos de reparación cerca de su casa y, al ir a preguntar ese día a la sede del Gobierno, le informaron que sí tenían los recursos formales para conectar a las más de 11 000 familias que en territorio nacional no cuentan con este servicio, pero que no tenían indicación alguna al respecto por parte del Ministerio, puesto que los recursos disponibles eran para mantener y restablecer los servicios a los clientes que ya tenía la empresa.

El resto fue la explosión de las quejas comunes de gran parte del pueblo cubano, expuestas con lucidez. Ministros panzones e ineficaces —“pónganle cerebro también pa’ que funcione”, dijo—, la leche descremada para niños que no pueden consumirla, la inseguridad de poder planificar con cierta regularidad el consumo alimenticio de tu hogar, los apagones aleatorios, el depender de familiares emigrados para garantizar moneda dura, no poder comprarles juguetes a tus hijas, haberte gastado los ahorros de tu vida durante la COVID-19 para poder sobrevivir; verdades paladeadas con ira. “Queremos vivir con dignidad”, dice.

Amelia nació y fue criada en un solar. Cuando menciona que su abuela aún vive ahí y que no tiene forma siquiera de servirle un vaso de leche, se le aguan los ojos.

“No me puedo ir. No tengo dinero para irme, ni legal ni ilegal. Ni tampoco tengo por qué hacerlo, porque yo nací en este país igualito a ti, los derechos de ciudadana que tengo son los mismos que tienes tú. ¡Los mismos!”, grita Amelia en otro punto.

Comentario común: si el primer video te emocionó, el segundo te convenció. En él, Amelia comete una transgresión casi inimaginable en lo público cubano. Nos cuenta, de repente, que ella fue cadete insertada cuando estudiaba en la Universidad de La Habana. Además, enuncia que le han recargado dos veces el teléfono, que le dejaron un paquete de ropa en casa de una vecina y, si bien lo agradece, se niega a aceptar nada. 

¿Qué institución estatal cubana cuenta con ese nivel de transparencia? Siquiera en el ámbito privado, por inercia o percepción del riesgo. Llega al extremo de decir el dinero que tiene en su tarjeta MLC: 1.70, aproximadamente 180 pesos. “Pero yo no quiero nada”, dice. Amelia nació y fue criada en un solar. Cuando menciona que su abuela aún vive ahí y que no tiene forma siquiera de servirle un vaso de leche, se le aguan los ojos.

El tercer video salió a la luz pública a las cinco de la tarde del lunes, luego de que Amelia saliera de la reunión de dos horas a la que fue citada. En resumen, para no hastiar: la Empresa de Gas Manufacturado no dispone del gas suficiente y la Empresa de Gas Licuado no dispone de cilindros. Amelia pidió, no solo para ella sino para las 11 000 familias, que les otorgaran una tarifa eléctrica diferenciada —como a los cuentapropistas— en lo que la Empresa de Gas Licuado resolvía sus balitas. Quedaron en sostener una reunión más adelante, puesto que no se encontraba en la reunión nadie de la Unión Nacional Eléctrica ni del Ministerio de Energía y Minas. Finta esperable.

Si la remotísima posibilidad de que Amelia Calzadilla fuese una creación artificial (de la CIA, de Soros, de los Illuminati) fuera cierta, entonces quien sea su autor se merece un aplauso.

Estos son los hechos. Veamos ahora su respuesta. De las emociones que transcurren en la hora con diez minutos, más o menos, que suman los videos, retengamos lo siguiente: “Mi postura política es ser madre”.



Si la remotísima posibilidad de que Amelia Calzadilla fuese una creación artificial (de la CIA, de Soros, de los Illuminati) fuera cierta, entonces quien sea su autor se merece un aplauso. En serio, lo merece, junto a un diploma y los consabidos gladiolos. Es más, que venga Ulises Guilarte y la condecore, con urgencia, porque a todo nivel (mediático, contextual, emocional) hubiese sido una maniobra brillante. Si la CIA fuera así de excepcional en su trabajo, todo el tiempo, Fidel Castro no hubiese pasado del bachillerato.

Ya más en serio: si obviamos la acusación predeterminada —que más mecánica y pavloviana no puede ser—, entonces toca, por mera honestidad intelectual, examinar las causas que la provocan, no por legitimar su matriz ni por pecar de intelectual objetivo —que tengo entendido murieron todos en 1914—, sino por el ejercicio indagatorio, más sensorial que racional, de explorar qué les transcurre en las conexiones sinápticas a nuestros señores ideólogos, o los jóvenes aspirantes a sus títulos —que es algo así como aspirar a pescadero.

Parte de la disidencia actual que se reconoce como tal y se estructura políticamente, intentando erigirse un territorio autónomo.

Hasta donde puedo dilucidar, las causas / argumentos de la matriz “Amelia Calzadilla es una vulgar disidente financiada” son las siguientes: 

  • La coincidencia de su momento con el culmen de la campaña comunicativa del gobierno cubano en torno a la Cumbre de los Pueblos vs. la Cumbre de las Américas.
  • El haber hecho la denuncia pública, por redes sociales, utilizando un lenguaje —digamos— no diplomático.
  • La tarifa de luz exorbitante que declara.
  • La afiliación familiar que tiene con Karen Caballero, periodista de Radio Martí y prima de Tony Díaz, esposo de Amelia.
  • La “suplantación” del rol social que debiera tener, en esta matriz, una persona denunciante, en tanto el contraste entre la situación de pobreza que se denuncia y la identidad de clase percibida (las uñas acrílicas, los muebles en MLC, las luces encendidas).

Vayamos de arriba a abajo. Aun si no descartamos la posibilidad de que Amelia sea una creación artificial —y como espero quede claro, dicha posibilidad no es solo descartable, es incendiable y arrojable a un río—, subsiste un hecho crucial: el pugilateo mediático en torno a las Cumbres ha sido socialmente irrelevante. No, por supuesto, debido a la falta de esfuerzos comunicativos: hemos podido contar hasta con una intervención —rara en su pretendida organicidad— del presidente de la República con respecto al tema. A su vez, quienes en la oposición cubana han participado también han desplegado una considerable matriz comunicacional. De la tensión directa entre ambas —de ver si entre el dolor o la superioridad moral puede salir un ganador— se dimana un espacio múltiple de eventos rápidos, difusos, casi histerizados, que se van anulando entre sí, demasiado fugaces como para retener la atención por mucho tiempo.   

Por un lado el Estado, con sus huestes erizadas; por el otro, la nueva oposición cubana.

Como eventos, las Cumbres resultan espacios paralelos, demarcados. De una a otra parte hay un vacío en el cual nadie se reconoce a sí mismo, salvo en la enemistad, en la tiradera: ella, cerda imperialista y él, cochino represor. Enemigos, a fin de cuentas. Por un lado el Estado, con sus huestes erizadas; por el otro, la nueva oposición cubana. O sea, esa parte de la disidencia actual que se reconoce como tal y se estructura políticamente, intentando erigirse un territorio autónomo dentro de las redes ya preestablecidas del cómo-ha-de-caerse-el-régimen para, mediante la creación de redes de apoyos y grupos de movilización internacional, poder crear mecanismos efectivos de presión política, ayuda social e influencia real en un contexto —más transnacional que físico— donde a veces la realidad se adhiere en la consistencia del vapor, o del barroco. 

Todo lo anterior es interesante y tendrá consecuencias, solapadas, a mediano y largo plazo. Mas las Cumbres, como eventos reales con resultados reales, no han existido en Cuba fuera de sus gestos. Nótese cómo, más allá de las esferas previsibles, el único acto que ha trascendido de ellas es el video del Presidente, tanto por el peso de su figura como por la plasticidad de su representación. Fuera de esto y de los mil fragmentos que diseccionarán los analistas, la nada.

El segundo pecado sobre la frente de Amelia es el haberse cargado, en ocho minutos, ese pacto del silencio que permea nuestra cultura tradicional del diálogo. Textos sobre diálogo sobran aquí, tanto desde lo nocivo para la ciudadanía de exigir una cuota de sigilo formal en aras de poder negociar la resolución de sus problemas con las instituciones encargadas, como desde los intereses sistémicos que hacen persistir esta práctica, a estas alturas; la crueldad de que para forzar una resolución ha de caerse en un espacio predeterminado performativo de la queja pública como el acto extravagante y subversivo que, en un sistema social fiel a su justicia —inserte aquí la etiqueta que más le guste, en el ismo o istmo que prefiera— no debiera ser. Interesa más palpar el silencio otro que también rompió Amelia con su lengua. 

¿Tiene ella “derecho”, desde su identidad, a quejarse sobre la miseria en Cuba?

Para empezar, el silencio doble de lo predecible: la asunción de toda queja pública como lista de disidencias a marcar, para encajarla en la tiza en el piso del cadáver de los enemigos de la nación —“aquí morirán los disidentes”— y disolverlo con ácido. Por eso solo meterse con el primer video de Amelia, por eso la retractación del Guerrero Cubano, por eso todos los textos posibles de los defensores de turno guardan una espera al error. La estrategia previsible, por ahora, será empujarla al acantilado, mientras se quejan de lo difícil que es esto de luchar contra los cipayos del imperialismo, hasta que salta adonde quieren o desaparezca. Hoy aún no lo han conseguido. Ya veremos mañana. La dignidad, ojo, no es apta para pastores. 

La tarifa de la luz, como la afiliación de oficio de Karen Caballero, deviene colateralidad. Como argumentos añadidos, carecen de gravidez. Quien pueda enseñar pruebas concretas de la inviabilidad de la tarifa o la coordinación de Caballero, anda tarde. El silencio al respecto de la red comunicativa (para)estatal nos permite concluir lo contrario: si dichas pruebas existiesen, ya fueran públicas. Los comunicadores afiliados al Estado no son clementes. 

Nos queda, pues, la pregunta “incómoda” que quieren circular en torno a Amelia Calzadilla: ¿tiene ella “derecho”, desde su identidad, a quejarse sobre la miseria en Cuba?

Desechemos dos argumentos antes de avanzar. 

¿La Joven Cuba ya no es un medio contrarrevolucionario?

No. Ningún comunicador (para)estatal tiene derecho moral a opinar sobre la suplantación de una voz en los espacios, comunidades subalternas o minorías (políticas, de género, raciales, económicas, culturales) de la sociedad cubana. Pesa aún el Mercedes de Sandro Castro, el amiguito coronel, los Rolex, los privilegios; no va por ese camino el baile. El sistema comunicacional cubano, oficial, desborda ejemplos de robos de voces. ¿O las palabras ya no pesan? ¿Cuando Raúl Escalona Abella dijo, en la Tángana de Trillo, que los activistas autonominados revolucionarios debían liderar los movimientos activistas de la comunidad LGTBIQ+, no estaba desplazando, en base a su identidad hetero-cis, los reclamos históricos de un sector oprimido? 

¿Cuando Pedro Jorge Velázquez hablaba de que las personas trans excluían a las cisgéneros de sus debates, no remarcaba el mito de una ideología de género heteroexcluyente que tanto gusta a nuestra derecha? ¿Las “denuncias memísticas” de Con Filo son caballerosidad generosa? ¿La orden de combate —digo, el llamamiento enmascarado a conservar el poder— ya no está dada? ¿Quitaron los policías de nuestras puertas

¿La Joven Cuba ya no es un medio contrarrevolucionario? ¡Por Tutatis, vaya, si existe un video, producido por uno de estos influencers anónimos de la facción dinosauria, donde la primera directa de Amelia se trastoca en video sobre las bondades del sexo anal! ¡Y nadie se ha rasgado las vestiduras! 

Si su directa hubiera sido —digamos— sobre Luis Manuel Otero Alcántara, probablemente no hubiese trascendido los grupos de afecto y movilización habituales.

¿La difamada libertad de expresión solo aplica contra el enemigo? ¿La misma existencia de una red de jóvenes intelectuales cubanos, aspirantes a defensores/reformadores orgánicos de la Revolución, funcionarios y profesores en su gran parte, no delata el privilegio de un grupo social cuya posible hambre no les es relevante?

Han ocurrido demasiadas renuncias de la función crítica —del discutir sobre la censura como herramienta sistémica, o la reproducción de una teleología cultural nacionalista más apropiada de un Estado evangélico que de un pretendido socialismo, o la organicidad de los mecanismos de exclusión, encarnados en la Seguridad del Estado, para la pervivencia de una clase política erigida en privilegiada económica— como para posar de preocupación por gente pobre, mucho menos desde la superioridad moral del “pobrecitos, resistan, que yo me muevo”; pobreza glorificada/ente incorpóreo pontificado, pero evitado. Aun si de repente lo anverso —y Amelia— fuera culpable de todos los genocidios del capitalismo, ¿con qué derecho juzga el lobo al león?, ¿con qué derecho?

Y sí, Amelia pertenece a una clase media profesional no representativa de la peor pobreza nacional. Por sucesión, cabe examinar por qué su caso resuena a nivel comunicativo: es una persona cishetero de clase media baja, lo cual tipifica a la media poblacional de nuestro imaginario; además, sus demandas acusan directamente a la ineficacia, incompetencia, arbitrariedad y corrupción de nuestra Administración. Si su directa hubiera sido —digamos— sobre Luis Manuel Otero Alcántara, probablemente no hubiese trascendido los grupos de afecto y movilización habituales. El pensar en, y hablar sobre, los derechos humanos, vale, importa. Mas la libertad de expresión es renunciable si se ha de priorizar los derechos económicos. 

Quienes enunciamos la-basura-de-la-esta-cosa podemos hacerlo porque nos erigimos en el privilegio básico de tener horas, medios, armas para carpinterear una percepción. Aun si partimos de posiciones subalternas. Decir algo es poder decirlo, tener ese posible. Acceso a información, estándares culturales, espacio para reflexión, movilidad para hallar grupos comunes; todo lleva tiempo, forma y resulta privilegio, aunque sea mínimo. Los grupos más visibles en el rebumbio de las redes sociales, en lo cruento del activismo físico, han tenido, de base, vínculos orgánicos a esferas legitimadas de lo “alto”, sea en pensamiento, previsión o lógica de armar. Vanguardias de la ruptura en los últimos veinte años: artistas visuales, cineastas, economistas, intelectuales, periodistas; no obreros portuarios. 

Encarnación de demasiadas mujeres, no pretende hablar por ellas, sustituirlas: habla para ellas.

La libertad que oímos el 11J no fue la libertad estándar liberal o la de una escuela en específico, sino la de poder existir y poder pensar y poder nombrar las cosas. Lo cual no resulta gratuito: There ain’t no such thing as a free lunch (TANSTAAFL).

Por tanto, la voz de Amelia no estructura una coherencia anclada en la diplomacia, sino en un sentir profundo, misterioso, de la dignidad —“hay que tener dignidad”, enuncia en su segunda directa y abofetea con la voz—; encara su responsabilidad como madre, cuidadora, proveedora…, ciudadana. 

No necesita ropajes constructores de mitos —“ya anda en construcción la Amelia apócrifa”, escribe Rioger Guilarte— en torno a su figura —no es Fidel, no ha venido a salvarnos—, ni la imposición de lenguajes adecuados. Resuena por el grito inesperado. Delata nuestras carencias, los abismos entre grupos, el aislamiento —carácter de isleños en nuestra sangre—. Entendámosla no como heroína, sino como modelo de ciudadanía posible. Dictaminar la invalidez de su argumentación mediante análisis apresurados sobre su pertenencia a tal o más cual grupo desestima la obviedad de que, si su reclamo no tuviera orejas, no fuera notorio. Encarnación de demasiadas mujeres, no pretende hablar por ellas, sustituirlas: habla para ellas.

Además, exponer marcas corporales, como sus uñas, para redibujarla como “burguesa” resulta improcedente. 

A lo que venía: la tradición de estetizar los cuerpos constituye parte esencial del erigirse una identidad, asociada siempre a una clase pretendida o real. Bourdieu —a quien sería demasiado largo citar— nos deja la deducción de que las clases construyen, defienden y legan, también, capitales culturales compuestos por la suma de sus prácticas, gustos y referentes estéticos, no generados por casualidad sino por cómo caben dentro de los marcos sociales-culturales-económicos donde se existe. 

El reparto como resistencia; las uñas como guerra.

Escuchar a Bartók denota una identidad, escuchar reparto también; desde donde se escuche denota por igual. La reapropiación de determinadas realizaciones signa siempre un intento de fundirse en otro contexto, dúctil a legitimarse si alguien “baja” a él: véase el trap español adaptando(se) la estética corporal “choni” del precariado medio —uñas largas incluidas— o la popularidad reciente del reparto —núcleo de la “identidad vulgar” de las comunidades subalternas, desplazadas, de la población racializada cubana— entre los circuitos profesionales y artísticos de 40 años hacia abajo. 

La movilidad social pesa. Generaciones de escuelas en la calle han convertido en cool y sexy maneras musicales que durante años fueron —y para nuestros señores ideólogos aún son— corrupción, sarna, cosa de negros, de confundidos. El reparto como fracaso de la política cultural clasista, racista y conservadora de la Revolución-como-institución-inmóvil impregnadora de significantes paralizados. El reparto como resistencia; las uñas como guerra.

Sí, el párrafo anterior descarriló. Las identidades funcionan así, en los tránsitos difusos. E inconscientes. Del hecho que Amelia Calzadilla use uñas acrílicas podemos deducir, quizás, su horadación del rol de genero revolucionario de la mujer como cuerpo limpio, progresista solo en lo conveniente. Podemos deducir que no es un rey francés. Y ya. Las estetizaciones son marcadores, no contenidos decisores. Los procesos estéticos —que en definitiva son semióticos, en cuanto hablan del lenguaje que condiciona un cuerpo— no son inferibles por una arista superficial. Deducir una identidad de clase del usar uñas estetizadas es un ejercicio discriminatorio, antintelectual y, en resumen, gilipuertas a la cuarta potencia. Son uñas, no manuales de economía política.   

Una mujer estándar, en Cuba, está formada, o se verá obligada a formarse cuando crezca, en el servicio.

Si, pues, los argumentos de la matriz comunicacional desplegada por lo empegostado al Estado como cuerpo ideológico no superan ninguna prueba mínima de raciocinio aplicado, hemos de elegir con qué quedarnos de Amelia. ¿Su voz, nada más? ¿Su valentía? ¿La sorpresa?

¿Qué nos queda de una madre? 

(¿Con qué quieres quedarte?)



Cuba es un país conservador. A pesar de la nominación emancipadora de la Revolución, su orden sistémico persiste con fórmulas coloniales de sumisión corporal. El arco descrito entre la idea martiana de las razas como sumatoria resultante a un desracializado Übermensch cubano —“más claro que oscuro”— y la noción fidelista de la emancipación como ecualización a un hombre nuevo —sobresimplificado del concepto original de Vigotsky— resiliente al desvío. ¿Dónde se atisba la presunción de ciudadanías distintas? Los puntos de arrancada cuentan. Toma un conjunto aleatorio de personas: aun si el contexto les ofreciera las mismas posibilidades, no pudieran aproximarse a ellas de la misma manera, puesto que sus identidades condicionarían su partida. 

Una madre soltera, proveedora de un hogar, cuenta con vulnerabilidades específicas, transformadas en necesidades pragmáticas; un académico negro, antirracista, ha de enfrentarse a su diferencia para llegar al mundo; una persona trans ha crecido sorteando una realidad no aclimatada al cuerpo que habita.

En las culturas tradicionales, a las mujeres se les asigna el rol de cuidadoras. Perpetuado por siglos a causa de la falta forzada de independencia económica y social, históricamente han asumido el orden subordinado. ¿Dónde están los amos de casa? Conste no va de si sabes cocinar o dividirte la manutención de un hogar, sino de la distribución macrohistórica y exquisitamente delineada de estos roles. Una mujer estándar, en Cuba, está formada, o se verá obligada a formarse cuando crezca, en el servicio: buscar la comida, hacerla, planificar economías familiares —lo último visto casi como algo deshonroso para un tipo—. Sí, vale, eres un hombre excepcional: sabes cocinar, te distribuyes las tareas, eres aliado. ¿Y? Eres minoría, bróder. Porque al rol ya le hicieron el castin y la estadística al azar aún no favorece un estado igualitario. 

La forma óptima de reducir a Amelia al silencio es aplicarle la red conceptual machista del culo como espacio prohibido, la sexualidad como denigración. 

La violencia se reproduce. Como cualquier cultura de funcionamiento, la violencia palpa sucesos aparentemente sin relación. Una respuesta común de comentaristas mujeres “oficialistas” —y, por tanto, permeadas por la cultura hegemónica estatal—  al video de Amelia ha sido el exigirle que resista, que sea creativa, que alimente y cuide a sus hijos en silencio. ¿Ves el problema? Está reproduciendo la exigencia eterna del poder sobre su cuerpo: que sea creativa, que alimente y cuide a sus hijos en silencio, sin protestar, sin mover los muebles. La cultura patriarcal se naturaliza. Los peces no tienen palabra para el agua.

No se trata solo de responsabilidades —digamos— físicas, sino de lo insidioso deformado en un cerebro que se acostumbra a subordinarse. Las espaldas inclinadas. Vidas desgastadas como piedras en el fondo de un arroyo. Gritar “Hazme la comida” es, incluso, poco original. La subordinación se dilata en las sumisiones sexuales, estéticas, de género y movilidad. El video anal lo muestra. La forma óptima de reducir a Amelia al silencio es aplicarle la red conceptual machista del culo como espacio prohibido —“cosas de maricones y desviados”, casi podemos oír diciendo a su autor—, la sexualidad como denigración. 

Diez señores ideólogos mirando el video y descojonándose: “¿Jo, por Fidel, qué sabrá una mujer? ¡Pobre espíritu confundido!”. ¡Roll over y pare… bitch! Cuando Amelia le dice a Estévez Rams que es una cucaracha por haberse atrevido a acusarla, sin pruebas, de agente financiada, ocupa el último escalón de la resistencia, el de la palabra. Cuando dice que él también nació de una mujer, que lo suyo es un abuso, que ha puesto a sus hijas —en una escuela, expuestas— en peligro, que a ella pueden desaparecerla pero que no le pase nada a sus hijas, y se le raja la voz…

Pero tengo una hermana pequeña: 15 años, otaku, perdida en rectángulos lumínicos. Su mundo no es mi mundo.

A este texto le sobra lenguaje. Ninguna combinación de letras va a poder atrapar la urgencia del cuerpo de Amelia, arrojándose inconsciente por entre las paredes. Toca guardar un silencio abierto de oídos, empático. Urgente: callémonos un poco y escuchemos a las madres. A nuestras cuidadoras. Que no son nuestras. Son de ellas mismas. 

Tengo una amiga cercana que proclama que el cambio será femenino o no será. 

Pero hay dolor, hay ruina.



Nos queda una madre. 

No pensaba escribir esto. Vivir en el desierto te aleja. Los datos ’tan caros, mi ambia. Y este país es una queja perpetua. 

Pero tengo una hermana pequeña: 15 años, otaku, perdida en rectángulos lumínicos. Su mundo no es mi mundo. En mi generación nos quejábamos de perder el tiempo en los turnos de Química y hablábamos, bajito, de Los Aldeanos, sin querer creernos la inexistencia del sueño, contrastándonos con Buena Fe; en la suya asisten a convenciones temáticas de anime y discuten con sus profes de Cívica sobre por qué están obligados a responder una pregunta que diga: “Argumente la necesidad de defender hasta la muerte el sistema político cubano”. Mi hermana está, claro, más pendiente del último capítulo de algún fanfiction que yo de la última venta del alma de Israel Rojas. 

Mi generación se pira.

Pero mi hermana, este domingo, se paró en nuestra cocina a ver con mi madre el primer video de Amelia. Y se echó a llorar. Abrazó a mi madre, en un silencio indescriptible.

Después de esto no cabe ornamentar. Amelia dijo, en su último video, que se había sentido acompañada por todos. Que había sentido un cierto asedio, pero no se había sentido sola.

Mi generación se pira. Uno no quisiera que su hermana, o su familia, o su amiga cercana, o la gente que se va este año o se irá el siguiente, y quien se quedará, llegara alguna vez a sentirse sola.

El resto del baile quizás no salga bien del todo, pero saldrá. Amelia Calzadilla no ha venido a salvarnos, pero lo ha hecho, en el único sentido que importa. Nos ha recordado, en algo, lo que sufrimos. Y qué hacer con ello. 

Mi casa es su casa.




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Entrenados en el arte de odiar

Daniel Díaz Mantilla

Cultivar el odio es clausurar las vías civilizadas para bregar con la injusticia, es —a fin de cuentas— invitar a la violencia. Toda expresión de odio es un búmeran que lanzamos, sin saberlo, contra nosotros mismos.