Este artículo es una colaboración entre Tremenda Nota e Hypermedia Magazine.
El coronel pregunta a los manifestantes: «¿Quién organizó esta marcha?». Responde una mujer que nadie conoce, pequeña, de unos cincuenta años: «No la organizó nadie, es de todos».
La policía hace retroceder a la mujer junto al resto de la gente que ya cruzaba la calle. El coronel camina hacia el Prado de La Habana. Va escoltado por un destacamento de uniformados que se cierra en torno a cientos de personas y las obligan a subir a la acera en el último tramo del paseo.
La marcha iba hacia el mar, a topar con el muro del malecón, junto al castillo de La Punta, cuando se interpusieron las patrullas, los camiones, una guagua del transporte público que traía más policías y fue ofrecida a los manifestantes para irse, si estaban de acuerdo, a una fiesta gay organizada por el Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex), la institución que dirige Mariela Castro Espín, la diputada, la hija de Raúl y la sobrina de Fidel.
Nadie sube.
Los manifestantes quedan sobre un islote, sitiados por un cordón de agentes y automóviles. «Una república gay», dijo alguien. Como no pueden seguir y ahora están varados, algunos de los manifestantes suben a los bancos y se besan envueltos en banderas del arcoíris. Miran a la policía y se besan.
«Si nos dejan llegar al malecón, ya no seríamos cientos, seríamos miles», dice Ariel Ruiz Urquiola, un biólogo que se convirtió en campesino y luego, en preso de conciencia, condenado a prisión en un proceso sumario por llamar «guardia rural» a un guardabosques que lo acosaba en su finca de Viñales, al occidente de Cuba.
«Yo no conocía a ninguno de los activistas, no conocía a nadie, pero eso no me excluía de mi gremio».
Ariel es gay, pero nunca había estado en una marcha LGBTI+. En la tarde del 11 de mayo, volvió a un calabozo por primera vez desde que le otorgaron una licencia extrapenal en 2017, porque estaba casi muerto, en huelga de hambre.
«Era evidente que la marcha no estaba bien organizada, ni tenía ningún tipo de soporte material, no había muchas banderas, no había carteles», recuerda.
«Éramos como una pandilla que iba a una fiesta, aunque no sabíamos dónde estaba la fiesta, porque no había nadie dirigiendo aquello».
Los activistas se reunieron en el Parque Central, a la poca sombra que da la estatua de Martí, un Martí con el dedo apuntando hacia La Habana Vieja. En esa dirección apareció el único atrezo: una motocicleta que ondeaba la bandera LGBTI+ encima de la bandera cubana.
«Soy Yasmany Sánchez Pérez, estudiante de agronomía del curso por encuentros, de licencia porque estoy revalorizando mis prioridades», se presenta, por fin, el muchacho que iba al frente de la marcha, de blanco, con el arcoíris en la mejilla. Cuando fue arrestado, mientras discutía con la policía y les decía que la marcha no iba a parar, nadie sabía quién era.
«Descubrí en las redes sociales que se había suspendido la marcha y que había sido obra del Cenesex y eso me indignó mucho», cuenta.
La Conga contra la Homofobia y la Transfobia era una exhibición de fuerza que Mariela Castro Espín ensayó en 2007 y duró una década, como parte de las Jornadas que Cenesex prepara cada año para promover la igualdad del colectivo LGBTI+ y, de paso, hacerle buena propaganda a la Revolución cubana, que no consigue disipar su fama de homofóbica.
En la década del 60, los homosexuales fueron a campos de trabajo forzado en Cuba. En los años 70 se les expulsó del trabajo y de la universidad. A principios de los 80 se les ofreció exiliarse por el Mariel. Para la segunda mitad de esa misma década, acabaron internados en los denominados sanatorios del Sida.
El Cenesex comunicó la cancelación en una nota parca, presentada como un simple «ajuste al programa» con vagos apuntes sobre «nuevas tensiones» que trastornan «nuestra vida cotidiana».
Pocos días después, ante la reacción de los activistas y el anuncio de una concentración independiente en el Parque Central, Cenesex publicó otro comunicado, menos impreciso que el primero, donde relacionaba la crisis política venezolana y la política estadounidense con grupos en la Isla que usarían la conga para promover su agenda. En el texto abundan las denuncias, pero no se adjuntó ninguna prueba. Y se esperaba que la comunidad lo diera por bueno y aceptara suspender las marchas anunciadas en algunas ciudades de la Isla.
«La marcha fue pobre, no era una fiesta», insiste Ariel, compara con las congas que encabezaba Mariela Castro Espín. «Había muy poco colorido», dice. «Lo que más se coreó fue “Cuba diversa”, “Queremos una Cuba diversa, una Cuba inclusiva”».
También gritaron, al menos una vez, «No queremos conga».
El Prado no es un paseo largo. Al principio se ubican unos vendedores de artesanías y algunos artistas ambulantes. Al centro, la marcha debió evitar unas piezas emplazadas hace pocas semanas para la Bienal de Arte de La Habana. «No queremos conga» fue la frase de la mitad del camino, cuando parecía que tenían, al fin, su propia marcha. Al final del Prado hay una estatua de Juan Clemente Zenea, un poeta fusilado en el siglo XIX. De ahí no pudieron pasar, ahí se produjo el Stonewall cubano.
«Cuando vi que al final del paseo las autoridades de la Seguridad del Estado estaban tratando de impedir la marcha, mi indignación aumentó y alcé mi voz», dice Yasmany. Les dijo, entrecortado, que marchar es un derecho ciudadano.
«Yasmany Sánchez no era un activista», advierte Ariel. «Pero ese muchacho se convirtió, en ese mismo instante, en el líder de la manifestación».
Ni Ariel ni Yasmany eran activistas LGBTI+ conocidos. Ni se conocían entre sí.
Fue el muro del último tramo lo que provocó a Yasmany a ir más lejos, a discutir con un oficial vestido de civil. Fue Yasmany, detenido por ese muro, diciendo a todos «Me llevan preso», lo que provocó a Ariel a retenerlo con un abrazo.
«Oigo que decía “Me están llevando preso, que el mundo sepa que me están llevando preso”, y mi instinto es abrazarlo para evitar que se lo lleven. Yo lo agarro para protegerlo. Y la policía empieza a forcejear con su cuerpo y con el mío».
Son un nudo de brazos y piernas, Ariel y Yasmany, la policía, justo en la esquina de San Lázaro, porque la marcha estuvo a punto doblar esa esquina, una de las más agudas de La Habana, para seguir al Echeverría, un antiguo club privado que se convirtió, bajo la Revolución cubana, en un centro recreativo para obreros. Ahí convidó Mariela Castro a una fiesta, a la misma hora que la marcha independiente.
Los manifestantes no pudieron girar en la esquina. Desplegaron ahí otro cordón de policías, tan denso como el que prohibía el paso hacia el malecón.
«Solo Ariel permaneció pegado a mí», dice Yasmany. «Nos arrastran hacia la patrulla y nos metieron adentro».
Ariel va en el aire. Cargado por tres policías, sin tocar el suelo, sigue agarrado de Yasmany.
El momento más violento de la marcha gay tuvo algo muy gay. Dos hombres abrazados. El momento más violento tuvo eso de hermoso, kitsch forzado, con ejército de fondo.
Abrazados se los llevaron.
Decenas de policías, mientras tanto, hacen retroceder a los manifestantes hasta la última acera del Prado de La Habana. «¿Quién organizó esta marcha?», insiste un coronel.
Yasmany y Ariel, en el carro jaula, no ven lo que sigue. Boris González Arenas, un periodista independiente, grita «Libertad». A secas. No libertad para alguien ni libertad de algo. «Libertad», como si se vaciara al decirlo, y así, con su grito en los labios, lo cargan hasta el mismo carro. Se les reúnen Iliana Hernández, otra periodista, y una lesbiana de Camagüey que no era activista LGBTI+.
«Creo que ella fue arrestada por error», dice Ariel. «Estaba muy atemorizada de que la deportaran a su provincia, en ella confluían muchos temores del ciudadano».
A Oscar Casanella, activista, amigo de Ariel, le rompen la frente y se lo llevan al hospital. En la estación le preguntan «¿Dónde está Oscar?». Él no sabe, no responde, mira a otro lado.
En el carro hace mucho calor. En la «república gay» de Prado y San Lázaro hace calor. Los manifestantes se quedan un rato, rodeados por patrullas y efectivos, hasta que vienen los oficiales a decirles que se vayan, de una vez, o serán procesados por alterar el orden público o por desacato.
Dejan vacío el islote, se dispersan. A una hora y media del principio de la marcha en el Parque Central queda otra vez bajo control la esquina donde ocurrió el Stonewall de La Habana.
- Maikel González Vivero obtuvo el 2º Premio de Reportajes «Editorial Hypermedia 2018».