¿Declaración? ¿crónica? ¿artículo de costumbres? ¿testimonio? ¿escritura
autobiográfica? ¿diario? ¿ensayo? ¿bodrio semiótico académico? ¿ficción? ¿catarsis?
Yosoyyo Hoyyosoy.
De las dos palmas de dátiles que había en el jardín de mi edificio —donde están enterrados algunos de los perros callejeros que he recogido en tortuosa y dolorida sucesión—, no queda ninguna. La de la misma esquina de 11 y 8, que daba algo de sombra a mi terraza, fue tumbada por un huracán en los años 80. La otra fue languideciendo ahogada por los vecinos de pisos superiores, a quienes les molestaba su penacho magrebí, acaso persa —dizque habitado por murciélagos y cucarachas voladoras.
Ya no aparecen en el suelo, como un milagro, los cientos de frutos amarillos que mi hijo recogía para que su abuela le hiciera un dulce que solo ella sabía hacer. Ya no está tampoco mi madre, pero la palma datilera pudo sobrevivir hasta hace dos o tres años, resistiendo el asedio de los machetazos y la luz brillante vertida en sus raíces con saña, hasta que finalmente fue arrancada. Mi nieta aún pudo recoger en una cestica, por el puro placer de la cosecha, aquellos frutos que yo no sabía convertir, sin tahona estuosa, en dulce casero.
Cayeron las palmas marroquíes, más bien palmeras, pero el nombre del edificio, MIAMI, que había perdido una de sus letras de hierro, fue recuperado completo (algún vecino la había guardado por más de treinta años) cuando se hicieron arreglos que cubrieron parte de los jardines con cemento, asfixiando la tierra.
Vivo a tres cuadras del Ministerio de Cultura y, el pasado 27 de noviembre de 2020, tuve desde temprano algunas noticias de lo que allí estaba pasando. La primera me llegó a través de una amiga muy cercana a la que la policía le impidió el paso a mi casa por su camino habitual. Supe del despliegue policial, de las cintas amarillas prohibitivas, de las guaguas con brigadas de respuesta rápida, de las guasabitas, en fin, de todo el aparato represivo.
Por ella, que sí estaba más al tanto de los sucesos de San Isidro, conocí también la parte del folklore carnavalesco tropical: la Tienda Panamericana “La Premiere”, más conocida como 11 y 4 —“cerrada por reparaciones” mientras al parecer se pulseaba si se vendería en moneda tarjetera foránea, como se había pensado inicialmente, o en nacional, como se decidió después—, reabría al día siguiente, y las coleras, que pensaron que los policías llegaban por ellas, se escondían en los portales de los edificios cercanos, dispuestas a no perder sus horas de vigilia.
Ya por la tarde vino Peteko, amigo y vecino, quien luego iría con cinco pomos de agua para repartir entre los manifestantes. Llegaron después los primeros wasaps preguntando cómo estaba la cosa en mi barrio, alguna alusión delirante a un Tiananmén sin tanques, una foto de los jóvenes (y no) reunidos frente a las rejas de la antigua casa de Sarrá, donde mi madre mataperreaba cuando era pequeña (no en la majestuosa residencia sino en las aceras, quizás en la calle, pues vivió a menos de media cuadra de allí, en un lugar muchísimo más modesto), la preocupación real, en fin, por cómo terminaría todo eso.
Sobre el Movimiento de San Isidro había oído disímiles rumores (ninguno a través de la prensa oficial, difícil de conseguir, difícil de leer por el aburrimiento de lo mismo con lo mismo, igual que el NTV, que me hace saltar del butacón hacia cualquier lado, si lo estoy viendo, cuando aparece la imagen de la berenjena). No tengo datos estadísticos del tiempo que me lleva concluir la lectura de Granma. Cada año debo romper mi récord anterior. Después de la COVID empezó a llegar con retraso de varios días. Perdí la costumbre de recogerlo y ahora se acumula en el piso de la terraza. Estaba informada, digamos, por radio bemba.
El silencio de los medios me llevó a una búsqueda caótica por la red, tratando de burlar la censura, y tuve quizás la tan mala o buena suerte —ya ni sé cuál de las dos, o si debo hablar de suerte, conociendo el azar concurrente del gordo de Trocadero y la causalidad cortazariana— de ver al muchacho gritando groserías y diciendo que Trump era su presidente.
Lo otro que encontré fue un programa de Otaola donde entrevistaba, con bombos y platillos —después de exhortar, muy eufórico él, a que siguieran la huelga de hambre—, a una muchacha peinadita y al parecer no muy infeliz, que esperaba la señal desde San Isidro para entrar en el programa. Al rato tuve sed. Una vez, hace poco, me quise morir, pero como había hecho un intento suicida a los once años y me juré entonces nunca más, pensé que lo mejor era hacer una huelga de hambre. No sé cuánto duró, desistí muy pronto, pero algo supe del hambre sostenida, y la debilidad del cuerpo. Me sentí muy rara tomando esa agua. La valoré en el sentido prístino que tiene.
No sé cómo alguien puede exhortar a otro a morirse de sed o de hambre mientras tiene la barriga llena. Se me hace tan difícil de comprender como el apoyo a la idea explícitamente formulada por un gobierno extranjero “de provocar hambre y desesperación” al pueblo de Cuba, es decir, a los de la isla. Pero uno no es la medida de todas las cosas. No todo se puede entender.
Ya entrada la noche, después de comenzada la reunión de los treinta, llegó a mi puerta una ex alumna querida que diside —no sé cómo, ni en qué medios, siempre choco con “Este sitio no puede proporcionar una conexión segura”: 14y1⁄2, Diario de Cuba, Cibercuba, ADN, Cubanet (la que sea, no las conozco), “envió una respuesta no válida. ERR_ SSL_ PROTOCOL_ ERROR”: la maldita censura que me impide acceder a los textos originales para conocer, sin mediaciones, cómo piensan otros. Venía a pedirme recargar su celular. También le di agua y comida.
No fui al MINCULT esa noche, aunque supe por ella que había muchos amigos y conocidos allí, un ambiente de canciones, poesía, fraternidad —como en un concierto—: un alivio grande para los más bisoños la llegada inesperada de Jorge Perugorría y Fernando Pérez, una alegría para todos. Si fuera diez años más joven, pensé, quizás para nombrar la falta de entusiasmo, la desidia, el desaliento, la decepción, el “quédate en casa” protector que se toma más en serio a los setenta años.
Ese mismo camino que no salvé la noche del viernes lo había transitado hace muchos años —en 1994—, en medio del enorme rechazo al posmodernismo —una mala palabra en aquel momento, demonizada entonces y después—, sobre el cual yo tenía mi propia perspectiva.
Fui invitada a dar una conferencia sobre ese tema para el Consejo Asesor del Ministro de Cultura, Armando Hart. Solo recuerdo ahora (pues a veces me visita mi amigo el alemán, en realidad un enemigo feroz que se cuela en mi cabeza) a Pablo Pacheco, presidente de Instituto Cubano del Libro —quien sospecho promovió aquel encuentro—, de pie, pues no alcanzaron las sillas del local.
Tampoco sé cómo se me ocurrió llevar conmigo, sin contar con nadie, a uno de los jóvenes escritores que Salvador Redonet había incluido en su antología Los últimos serán los primeros (1993)[1], con su indumentaria —digamos que friki o rockera— y aquel pelo agresivamente largo, que no llegaba a la cintura, pero casi. En ese momento yo estaba armando Ella escribía poscrítica, y después que terminó la reunión le pedí a Daniel Díaz Mantilla que escribiera un texto breve sobre ese encuentro para incluirlo en mi libro. Así surgió “Apuntes de un chino en un pozo”[2], integrado coherentemente a mi escritura.
Volviendo a leer el fragmento después de tantos años, me percato muy claramente de la diferencia de miradas, la del narrador de 24 años y la narradora de 44, ante una misma experiencia. El referente es el mismo, pero él vio cosas que yo no vi ni cuando lo leí en aquel momento y que, por suerte, hoy veo a través de su mirada. Conozco a Daniel, entonces, hace casi treinta años. Redonet, desde su luminosa y áurea voz interior, cuando era difícil deslindar el talento entre las tantas avalanchas de cuentos que le llegaban por las más disímiles vías, habló de él como “una de las voces más significativas y representativas de esta generación de narradores”.[3]
Me pregunto cuántos de aquellos cuentistas incluidos por Redonet en su antología, o cuántos de los artistas y escritores jóvenes mencionados por mí en Ella escribía poscrítica, siguen viviendo en Cuba.
No es noticia que los jóvenes emigran: hay grupos enteros de alumnos universitarios de los cuales quedan tres o cuatro en la isla, por poner un ejemplo conocido por mí de primera mano. Pero me pregunto ahora por aquellos talentosos jóvenes de entonces: qué ha sido de ellos, dónde se encuentran, si han continuado creando, por qué medios se expresan, si discrepan, disiden, disienten o si también le han dado de lado al disenso, es decir, si han dejado casi de pensar, porque la unanimidad —como el cien por ciento de promoción— es una quimera, sobre todo entre artistas, ante asuntos complejos, más aún si se trata del arraigo y del modo de amar la tierra en que se nació, donde tuvo lugar el alumbramiento, es decir, la visión primera de la luz.
Me pregunto cuántos han aceptado los mecenazgos de los que habló Desiderio Navarro hace ya veinte años en “In media res publicas: Sobre los intelectuales y la crítica social en la esfera pública cubana”[4], hasta dónde llegan estos, cuáles han sido dóciles al pensamiento del que paga, al pacto no escrito —o sí— del favorecedor extranjero, y también me pregunto cuántos han abusado del mecenazgo de las instituciones culturales cubanas a las que pertenecen, o cuántos han pasado, casi sin transición, de un mecenazgo a otro.
El artículo de Desiderio, desde luego, ha envejecido en algunas de sus partes. Ahora habría que hacer, pienso yo, muchos más deslindes y precisiones sobre lo que él denomina “mecenazgo”. Su voz sonó muchas veces, fuerte y potente, en distintas reuniones con las instituciones y organizaciones culturales, pero había como una sordera detrás del buró del podio. Tomar notas, quizás acuerdos, y diferir, aplazar, postergar, como si la vida no pasara la cuenta…
¿Cómo vive un escritor privado de su trabajo, el que garantiza sus necesidades elementales, ya sea editor, profesor, promotor cultural, periodista, especialista en una cátedra de la EICTV, en fin, impedido de realizar la labor que lo ayuda a sortear sus necesidades básicas?
¿Cómo seguir viviendo en un país donde pierdes el trabajo por expresar opiniones políticas consideradas no correctas?
¿Puente de zinc o de plata para el exilio?
¿Cómo vive cuando sus libros no se publican porque no hay papel, o cuando, a la hora de escribir —lo que es más grave—, comienza a cogerle miedo a sus propias palabras, a temer su propio pensamiento, una de las tantas formas de castrar el espíritu y ahogar el talento? ¿O cuando la asfixia se resuelve en delirio o en suicidio?
¿Cuánto talento se ha perdido o frustrado de muy diversas maneras en estos años?
A través de algunos amigos entrañables que sí tienen Facebook (el mío dejé de usarlo hace años, no era compatible con mi Internet de palo, solo podía abrirlo cuando viajaba) me iban llegando noticias dispersas, sin orden ni concierto, a chorros, imposibilitada yo de poder constatar a veces su procedencia o veracidad. Como el video mal grabado en un celular que vi en la web cuando la terrible crisis funeraria ocasionada por la COVID-19 en Ecuador —y que luego no volví a encontrar—, de un “cadáver” siendo montado en una carretilla en La Habana Vieja, que se cortó al sonido de una voz barriotera que les gritó: “Oye, ¿se volvieron locos? Ellos se demoran, pero llegan…”.
La ciberclaria[5] virada al revés, los extremos que se juntan. Por suerte, una vieja y querida amiga de mis años universitarios me pasaba textos escogidos, me salvaba del horror y la chancleta de Facebook para convertirse en mi mejor informante cuando las mentiras, el escarnio, la farsa, los insultos, el bullying, la difamación, campeaban por las redes de ambas orillas en el espacio virtual. En las calles estaban las avispas negras, con sus amenazantes trajes oscuros, los policías, los barrenderos extraños, los personajes raros —semihippies tipo homeless o de aspecto marginal— que, a pesar de mi distracción natural, reconocía como disfrazados. El barrio en silencio, con una tensión a flor de piel. Vigilar y castigar. Vigilar y proteger. ¿Ambos dos? Siempre intimidante.
Vivo a tres cuadras de la tienda en MLC de Línea y 12 a la que le rompieron un cristal; a media cuadra de la Oficina del Consejo de Estado en la calle 8, que también fue apedreada, según me cuentan los vecinos. No tengo claro en qué momento ocurrieron estos hechos vandálicos. Mi hijo, diseñador, pasó un mal rato cuando un policía y dos reclutas detenían a un muchacho que le había hecho unos impresos, a quien él había citado para el parque que está frente a la tienda, un parque por el que pasa casi todos los días. Llegó a tiempo para interceder por él, pero sin éxito. Poco después el muchacho lo llamó para decirle que ya lo habían soltado.
Esa noche comenté con Daniel su texto “Con todos. Una declaración personal”, que un amigo me había mandado por wasap ese mismo miércoles. Le dije que me parecía muy bien. Cito este fragmento, aunque me gustaría reproducirla completa:
“Entiendo que, del mismo modo que son diversas las posiciones en este grupo de artistas e intelectuales, y que es arduo consensuarlas, también son diversas las instituciones estatales que participan, acompañan e inciden en este proceso, y que puede ser arduo también para ellas concertar sus posiciones. En algo, sin embargo, estuvimos de acuerdo desde el primer encuentro, al menos de palabra: en la aspiración a una sociedad más inclusiva, sin renunciar a la soberanía de nuestra patria, ni a las conquistas de nuestro pueblo a lo largo de su historia”.
Ese día él aún tenía esperanzas de que el diálogo pudiera realizarse a pesar del acoso policial, de las dificultades para reunirse, de las diferencias internas. Cuando se fue con su esposa, ya algo entrada la noche, bajaban lentamente, en sentido contrario al tráfico de una calle 8 desierta, algunos militares a pie, con batas blancas de médicos sobre el uniforme, escoltados por un Geely blanco: procesión extraña e inquietante ajena a la rutina del barrio.
El viernes 4 supe que en la escuela primaria Unión Internacional de Estudiantes (UIE), la que ayudó a construir el Che, se habían suspendido las clases. Dicen los rumores del barrio —nuestro más ancestral y socorrido medio informativo— que: a) los disidentes le iban a caer a pedradas al centro escolar, b) se iba a producir una manifestación, c) había algún caso de COVID.
Por la razón que fuera, los niños estaban sus casas, pero la tensión aumentaba en esta zona del Vedado. En esa escuela estudió mi hijo, se hizo pionero y correteó en el patio del que antes fuera el Cathedral School, donde mi hermana y yo, de niñas, jugábamos kicking-ball. El mismo colegio donde mi madre, muchísimos años atrás, recibió una gran reprimenda por escribir en su libro de texto: “Latin is a dead language ⁄ as dead as it can be ⁄ first it killed the Romans ⁄ and now itʼs killing me”.
Ese mediodía mi nieta de cinco años, acatarrada, sin poder salir a jugar al patio de su nueva casa si no había sol, inventó un juego. Ella era el verano y yo el invierno. Cuando las nubes traían la penumbra, ella debía entrar rápido a la casa, resguardarse de la ventisca del invierno tropical, ponerse a salvo. Cuando el sol volvía a salir, era yo quien debía instalarme en la sombra porque la claridad me dañaba, menguaba mis fuerzas, mientras ella —verano— aprovechaba ese momento para correr a su antojo, jugar al pon y desplegar toda la energía que recibía de la luz.
El celaje estaba algo errático esa tarde. Nubes y sol, sombra y luz se alternaban a una velocidad a veces vertiginosa, a veces más demorada. Incluso, por momentos, la penumbra era una amenaza falsa si el sol no era cubierto por completo, y luego de un amago de ocultamiento, volvía a brillar. El patio se iluminaba entonces con una alegría renovada para ella, mientras yo me resguardaba del peligro.
En una de esas ocasiones en que el sol se escondió, le dije que le iba a enseñar una canción prodigiosa que podía ayudarla a ganar el juego, y comencé cantar “San Isidro el labrador, quita el agua y pon el sol”. De pronto me percaté del contexto: el patio trasero de una vieja mansión, escoltado por edificios tan cercanos que podían oírse las conversaciones en voz alta de algunos de los apartamentos, el llanto de los bebés, las discusiones familiares, en fin, la promiscuidad inevitable de algunos espacios citadinos, y a la vez, las clases suspendidas, los policías por todo el barrio, los vecinos con temores acrecentados por la pandemia, nerviosos, asustados, suspicaces, tensos.
La melodía infantil se me atravesó en la garganta. La canción podía convertirse en un problema para mi nieta cuando la entonara a viva voz, una y otra vez, queriendo ordenar mágicamente el universo. En un segundo cambié las razones del canto, y comencé a enseñarle “Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva”, para que la entonara un día que no quisiera ir a la escuela. La autocensura, paranoide o no, había llegado hasta una de las fibras más íntimas y sensibles de mi espíritu, lastimándolo de manera irreversible.
Fueron varias las bofetadas que recibí en menos de 48 horas. Las más fuertes: 1) “Rompen el diálogo quienes pidieron el diálogo”[6], donde se incluye un texto, el “correo insolente” que yo sabía que Daniel no había suscrito, y una lista con su nombre. Un correo que, como me aclaró él mismo —aunque yo hubiera podido percatarme si lo hubiera leído con más atención— no era para hacerse público, sino para iniciar el proceso de negociaciones previo, el que todo diálogo implica: estira y encoge, toma y daca inevitable; 2) la noticia, al día siguiente, de que ya se había celebrado en el MINCULT una reunión otra, distinta de la acordada públicamente, esta vez con artistas convocados por la institución, no por los manifestantes. Una vertiginosa jugada que rompía con lo pactado y clausuraba a rajatabla la posibilidad de diálogo. Ese fue el golpe más duro, como un puño salido de la TV para noquearme.
Me vestí lo más rápido que pude para esperar a Daniel, que venía a visitarme, dispuesta a acompañarlo a donde él fuera. No sé si nuestra conversación le fue más útil a él o a mí. Creo que a mí. Después que se fue, vino el otro reto: no puedo caer en una disociación. No quiero terminar caminando en cuatro patas como un perro o sembrando medicinas en el jardín.
Me puse a revisar mis notas de lecturas previas donde se reflexionaba sobre el diálogo, a releer y a leer, una de las formas que a veces me permite escapar del delirio, ese viaje alucinante y desgarrador del cual nunca sé si voy a regresar. Cito al estonio Iuri Lotman sobre los procesos dialógicos:
“La existencia de dos partenaires de la comunicación parecidos y al mismo tiempo diferentes es importantísima, pero no es la única condición para el surgimiento de un sistema dialógico. El diálogo entraña la reciprocidad y la mutualidad en el intercambio de información. Pero para eso es necesario que el tiempo de transmisión sea relevado por el tiempo de recepción.[7] Y eso supone un carácter discreto: la posibilidad de hacer interrupciones en la transmisión informacional. Esta capacidad de entregar información en porciones es ley universal de los sistemas dialógicos —desde la secreción de sustancias odoríferas en la orina de los perros hasta el intercambio de textos en la comunicación humana”.[8]
Ese carácter discreto del proceso dialógico apuntado por el semiótico estonio es fundamental para su existencia, pues se trata, como él mismo explica, de una ley universal de estos sistemas. Clausurar abrupta y unilateralmente el intercambio inicial de información requerido para el diálogo no solo revela la voluntad de negarse a escuchar la voz del otro, sino que es un acto que repite y repite los mismos esquemas que tanto daño le han hecho a la cultura nacional. El “Rompen el diálogo quienes pidieron el diálogo” es una maniobra que intenta encubrir la negativa a escuchar y, de manera indecorosa, hace responsables a otros de la propia sordera.
El martiniqueño Édouard Glissant, que ha dedicado largos años al estudio del Caribe, expresa:
“… al hablar de identidades múltiples nos asalta la sensación de una amenaza de disolución; estamos hechos al antiguo modelo y me parece que si voy a la búsqueda del otro dejaré de ser yo mismo y que si dejo de ser yo mismo, entonces, ¡estoy abocado a la perdición! En el actual panorama del mundo la cuestión capital es la de saber cómo ser uno mismo sin sofocar al otro, y cómo abrirse al otro sin ahogarse uno mismo”.[9]
Al mismo tiempo, el autor de El discurso antillano defiende el derecho a lo que denomina la opacidad, una noción concebida como una forma de resistencia de lo diverso ante tendencias reduccionistas y homogeneizantes. La opacidad representa la posibilidad de resguardar una diferencia que no podrá, ni tiene que ser comprendida por el otro. No es imprescindible reducir su espesor, domar su diferencia, comprimir la vastedad de su pensamiento dentro de los límites de las posibilidades de entendimiento de los demás, sino que es preciso entender la diferencia sin relacionarla jerárquicamente con una norma previa que permita comparar y juzgar.
Según Glissant, resulta cada vez más necesario:
“Conmutar toda reducción, no solamente consentir el derecho a la diferencia, sino, más allá, el derecho a la opacidad, que no es el encierro dentro de una singularidad irreducible. Las opacidades pueden coexistir, confluir tramando tejidos de forma tal que la verdadera comprensión portará sobre la textura de esta trama y no sobre la naturaleza de los componentes”.[10]
Más adelante, en Introducción a una poética de lo diverso, al referirse al derecho a la opacidad, escribe:
“No necesito ‘comprender’ al otro, es decir, reducirlo al modelo de mi propia transparencia, para vivir con ese otro y conseguir algo con él. El derecho a la opacidad consistiría hoy en el signo más ostensible de la no barbarie”.[11]
Escribo, después de mucho tiempo, palabras que no forman parte de un diario personal o de un texto por encargo. No sé dónde, ni cuándo, ni si serán publicadas, pero debo tratar de terminar ya. Hacía mucho tiempo que no oía música. A mí, vieja trovadora, me hería cualquier melodía, como una vez me dolió un tango inesperado en Buenos Aires, en el Homero Manzi, después de unas copas de vino. Ahora, sola en mi casa, escucho Días y flores, de Silvio Rodríguez, un LP de 1975. Siento que echo también mi cuerpo a la llovizna, y pongo en su contexto canciones de ese disco más difundidas, sobre todo recientemente.
La línea de mi teléfono fijo ha estado muerta desde por la mañana, pero leo, como suelo hacer, los mensajes del único chat al que pertenezco, casi como espectadora —el de un grupo de ex alumnos que escriben desde Miami, Madrid, Ciudad Real, Alcalá de Henares, Pontevedra, Castellón de la Plana, Denia, La Ametlla del Mar, Santa Cruz del Norte, Alamar, Guanabacoa. Luego de conversar nostálgicamente sobre el pollo frito que comían en el avioncito de la calle B, el balsero, que hoy —con sus setenta horas de trabajo a la semana— ha encontrado tiempo para escribir pues está enfermo, hace comentarios que sorprenden a los demás. Responde que quien siempre fue él, también es otro ahora, más en contacto con la compasión y el entendimiento:
“Creo que merece la pena que nos volvamos a conocer. Ya nos caíamos bien hace treinta años. Creo que reconocernos nos ayudaría a caernos muchísimo mejor. Porque creer que somos los mismos trae en sí el obstáculo de las pretensiones. Imagino que hemos cambiado, que todos somos nosotros, pero otros. Ese otro es el que les he querido presentar esta noche de COVID”.
Esta mañana mi ahijado, con sus once años —ajeno a una Operación Pantalla que le permitirá disfrutar mejor su venidero Play Station— comenzó el sexto grado. Quizás la próxima semana se produzca el milagro de mi médico mago y me opere de cataratas, aunque no dejan de venirme a la mente imágenes de ojos de El perro andaluz y de La naranja mecánica. Mientras tanto, los jóvenes se van, se siguen yendo, se quieren ir —o no quisieran irse, pero se van—, se ven compelidos a irse. Y se seguirán yendo, cada vez más, mientras las mismas puertas se les cierren en las narices una y otra vez.
El país se desangra, pierde su savia más joven.
Releo el final de un texto que escribí hace unos años sobre Templos y turbulencias:
“Transitando de una orilla del río a la otra, arremolinándose en las desquiciadas corrientes y fluyendo tranquila en los dóciles cursos de las aguas mansas parece ir la escritura de Daniel Díaz Mantilla alimentando una esperanza”.[12]
Quisiera alimentar, mucho, esa esperanza, pero cada vez es más difícil, no encuentro la forma.
Notas:
[1] Salvador Redonet (prólogo y selección): Los últimos serán los primeros, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1993.
[2] Margarita Mateo: Ella escribía poscrítica, La Habana, Ediciones Abril, 1995, p. 40.
[3] Salvador Redonet: “El libro de Daniel”, en El Caimán Barbudo, año 31, edición 286, septiembre de 1998, pp.22-24.
[4] “La suerte del socialismo, después de la caída del campo socialista está dada, más que nunca antes, (…) por su capacidad, no ya de tolerar, sino de propiciar la crítica social que de su propia gestión se hace desde el punto de vista de los mismos principios, ideales y valores que proclama como propios, esto es, de ser el mecenas de la crítica socialista de su propia gestión; en fin, por su capacidad de asegurar que el intelectual, para publicar la verdad, no tenga que apelar al “samizdat” o al “tamisdat”, esferas públicas diaspóricas y otros espacios culturales y mecenazgos extraterritoriales, ni vencer las “dificultades al escribir la verdad” señaladas por Brecht en su célebre artículo de 1935.” En: Desiderio Navarro: Las causas de las cosas, La Habana, Letras Cubanas, 2006.
[5] Uso esta palabra sin tener aún una noción precisa de lo que significa el término, así como la de otros propios del lenguaje de las redes: ladrilleros, memes, emoticonos, sextear, etiquetar, live, tuitear. Casi puedo considerarme una analfabeta digital. Hablando con mi hermana por wasap (desde luego que con el celular pegado al oído como si fuera un fijo) he encendido la linterna, cambiado a modo de avión, desconectado los datos móviles y hasta incorporé a nuestra conversación a uno de mis contactos. Todo eso sin usar los dedos. ¿Llamada tripartita de una oreja torpe y errática?
[6] Juventud Rebelde, viernes 04 diciembre 2020.
[7] Véase: “Dilogue and Developement”, en; Action, Gesture and Symbol. The Emergence of Language, ed, por Andrew Lock, Londres-Nueva York-San Francisco, 1978, p. 33.
[8] Iuri Lotman: “La semiosfera”, en Criterios, La Habana, n. 30, julio-diciembre, 1991, p. 13.
[9] Édouard Glissant: Introducción a una poética de lo diverso, Barcelona, Ediciones del bronce, 2002, sin página pues cito de las notas que hice de un libro que me prestaron. Aún Casa de las Américas no había publicado El discurso antillano, que salió en 2010, en el cual sí encuentro, en la página 212 la siguiente incitación: “Desarrollar por doquier, contra un humanismo universalizante y reductor, la teoría de las opacidades particulares. En el mundo de la Relación, que toma el relevo del sistema unificador del Ser, consentir la opacidad, es decir, la densidad irreductible del otro, es cumplir realmente lo humano, mediante lo diverso. Lo humano quizás no sea la “imagen del hombre”, sino la trama, que hoy día siempre se repite, de esas opacidades consentidas”.
[10] Édouard Glissant: Poética de la relación, México, Fondo de Cultura Económica, 2002.
[11] Édouard Glissant: Introducción a una poética de lo diverso, Barcelona. Ediciones del bronce, 2002, p. 72.
[12] Margarita Mateo: “El nuevo libro de Daniel”, en: El Cuentero, n. 00, 2006, publicación del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso.
Un paseante a ras de suelo
La población tiene un miedo tal que ni siquiera maneja la opción de una manifestación pacífica, en la que no solo intervengan artistas, intelectuales o periodistas independientes. Una marcha de brazos caídos a lo Gandhi, por ejemplo. No es suficiente la cuota elevada de estrés motivada por medidas impopulares.