Allí estaban todas esas madres que crían a sus hijos en español mientras la escuela los instruye en inglés. ¿Qué podía salir mal, si una madre era capaz de saltarse cualquier barrera idiomática para amar al hijo?
Hace ocho meses, mi vida era bastante distinta. Tenía plantas, había perdido a mi perro, por las mañanas tomaba aire puro en mi patio y coordinaba peñas de poesía a las que asistían muy pocos. Escribía, también escribía. Y me agradaba estar en mi casa, solo que no conseguía empastar, toda yo, con la idea de permanecer. No me pasaba por la cabeza.
Había estado con periodistas. Había estado con un carnicero, un abogado, un estibador, y hasta un antropólogo. Solteros y casados. Feos, menos feos, guajiros, buenorros, con o sin plata. Intelectuales y seborucos. Buenagentes. Con penes grandes y pequeños. Había tenido ideas locas de mudarme con alguno de ellos, aunque implicara permutar de ciudad. (A una ciudad con metro, si soy sincera).
Pero todo lo que quería era trabajar y traer el pan a la mesa. Mantener unos mínimos ahorros para ese futuro que nos lacera el presente, nos lo aprieta.
Ahora, una pandemia después, estoy en un país de habla inglesa, con un novio de habla inglesa, preocupada por si mis hijos van a ser angloparlantes, y si acaso será traducible, de mi lengua madre a la lengua de mis hijos, todo el amor que tengo para profesarles.
No, no estoy embarazada. Pero desde hace un tiempo sueño con niños. Y desde hace un poco menos, pienso en lo raro que sería para mí, lengua madre, tener un hijo que se críe en lengua hijo: lengua migrante, lengua trastocada por el desarraigo y el horizonte partido a la mitad, entre la que pudo ser y la del futuro.
No sé qué hago pensando en eso, la verdad. Mucho menos ahora, que debo enfocarme otra vez en llevar mi pan a la mesa para seguir siendo una mujer independiente.
No sé, tampoco, por qué pensar en hijos si todo lo que siento al abrir esa ventana es dolor: he abortado cuando mejor era el tiempo para florecer; he abortado las veces suficientes como para alarmarme por estos nuevos pensamientos.
¿Qué es abortar?
No sé si esté lista para hablar al respecto. ¿Algún día lo estaré?
“Tener hijos ahora es atraso”, llegué a decir. El pretexto siempre fueron los estudios, que eran aquel “ahora”. Lo cierto es que después de la Universidad no he vuelto a salir embarazada.
¿Me habré graduado de mujer? ¿A cuántas nos habrán condenado diciéndonos que el aborto no es un método anticonceptivo? Y obviamente no lo es, pero el mal chiste lo sufrimos como otra violencia encima del dolor mismo, físico y mental, que produce arrancar un hijo del vientre.
Recuerdo el día en que regresé a la facultad muy pálida y bastante adolorida. A una persona que me miró preocupada creo haberle hecho esta confesión: “Me acabo de hacer una regulación menstrual”. Una bonita forma de decir aborto, pero que incluyó, en mi caso, sudoraciones, escalofríos, contracciones, y no poder aguantar el orine durante el proceso. Y tener que salir corriendo para usar la taza del policlínico, y sentarme y no tener suficiente papel higiénico, y tener que salir rápido porque la siguiente estaba esperando su turno para abortar.
Todo lo que tengo son 26 años. Y cuatro abortos: tres regulaciones menstruales y una inducción de pastillas abortivas.
La primera vez que oí a una muchacha decir que se había hecho cuatro abortos, me alarmé y pensé lo peor de ella. Yo no tenía entonces ni quince años. Ni diploma de bachiller. Ni número de seguridad social, ni una casa propia, ni otras propiedades a mi nombre.
Tampoco los tengo ahora. No hay nada material en mí que explique y pueda justificar el instinto maternal incipiente. Pero por primera vez siento que el péndulo se equilibra en mi centro, y toda idea loca puede prender en una cabeza que se autocomplace con una sensación así.
Una tisana, una paz mental.
El año pasado hablé sobre vestidos de novia. Me sorprendí pensando en colores, tallas, modelos. Me pregunté si un coro falto de seso como “el anillo pa’ cuándo” podía ejercer alguna influencia en mí.
En 2019, de hecho, llegué a instalarme en mi propia casa, pero a la persona que estaba conmigo no le dejé pasar la frontera del amigo, aunque los dos supiéramos que todo aquello era una farsa y que teníamos una vida de pareja. Era real, aunque no quisiera aceptarlo por esa estupidez de creer que ninguna persona es la correcta.
Y sí, he sido marinera y he dejado un “amor” en cada puerto y miles de paréntesis abiertos, y he hecho cosas infantiles y socarronas como dejar un blúmer en una casa ajena.
“Darcy, tú también tienes una zona rosa, ¿no lo sabías?”, me dijo un día mi amigo Bill, de 20 años. Estábamos hablando de poesía: “No solo tú, Darcy, todas las poetas que conocemos tienen una zona rosa”.
Supongo que quiso decir, también, todas las mujeres… O todas las personas.
“Darcy, eres la inocencia”, me repetía.
Ahora soy una inocente de 26 con un novio de 23 que aborrece la idea de tener hijos tanto como la aborrecía yo. Ahora me puedo poner en la piel de algún novio, unos años mayor que yo, pidiéndome tener ese hijo también suyo y sobre el que, creo yo, él también tenía derecho a decidir. De algún modo la mujer, cuando no está en situación de violencia, decide, puede decidir, pero prefiero pensar que fue decisión de los dos, como pareja.
Pero ahora que me establezco en tierra firme, que encuentro trabajo en algo no muy distante de lo que me gusta, que escribo lo que me apasiona cuando me apasiona, que me dan y doy cariño, ¿no debería estar todo bien?
Un sugar baby: cariñoso y demandante. Juntos hemos ido a una boda, y hemos escuchado los votos, y hemos dormido en casa de su madre y hemos visto morir a su cotorra y hemos pasado sus crisis de ansiedad y mis pesadillas de migrante. Y él se repite frente a mí las frases: I’m calm. I’m confident. I’m in control… Ahora toma pastillas. Benzodiacepinas. ¿Para qué complicar más las cosas con este instinto que se despierta cuando tomo en mis brazos un bebé ajeno?
Cuántas parejas no han terminado por un viacrucis de paternidades: uno quiere el hijo ya, mientras el otro cree que su vida apenas está comenzando, apenas llega a fin de mes y sus números siempre están en rojo. Además, están en su mejor momento profesional y de oportunidad de ligues o “cuadres”.
Ahora él duerme en su otra lengua. Descansa en su otra lengua. Respira. Ronca. Yo no consigo dormir y escribo con la luz apagada y bajo la colcha, para no despertarlo. Bajo la colcha está mi casa de campaña. Tecleo. El problema no es el idioma en que ames —pienso en la quietud de la cama—, sino el sentimiento.
Pero, ¿acaso podría suplir la carencia de entregarme a una lengua que desconozco en sus formas más profundas? ¿Cómo vamos a codificar una relación entre mentes configuradas en diferentes lenguajes?
Mi dominio del inglés nunca llegará a ser como su dominio del español: casi perfecto para cualquiera que no esté obsesionado con la gramática y la redacción. Súmenle a eso lo que ya sabemos: el inglés usa una sola palabra (love) para designar lo que al español le cuesta dos (querer, amar). Y como dice la vieja cancioncilla cursi de Selena y Alvaro Torres: querer y amar no es lo mismo.
Preguntarse esto, después de todo, es una tontería. Primero porque el amor, se supone, no está codificado en lengua alguna. Segundo, porque una parte de mí, por mucho que pueda sentir la llegada de cierta madurez, no está lista. Y quién sabe si lo estará.
Tengo claro que no es un problema no tener hijos por decisión propia. Tengo claro que puede no ser un problema no tenerlos, en caso de que un miembro de la pareja padezca infertilidad. Un cuerpo femenino no es una tierra para sembrar y recibir una cosecha. No en un mundo en el que cada quien puede decidir sobre sí mismo. No en un mundo donde las mujeres no se vean como árboles o fabricantes de niños en conserva.
Una de mis parejas había congelado su semen, es decir, había congelado sus hijos para el momento en que decidiera tenerlos. Había decidido su vasectomía, con lo cual se protegía de esos accidentes que no evita ni el condón más sofisticado. Decidió sobre su cuerpo y protegió del azar a otros cuerpos. Y todo eso me lo dijo en español, aunque su lengua materna era el inglés.
En un mundo donde ser bilingüe está sobrevalorado, vuelvo a pensar en la lengua materna y en la lengua de mis hijos solo para explicarme que no es el fin, que este subproducto de la migración es importante pero no tiene por qué arrancarme desvelos. Al menos no ahora. Espero que cuando quiera tener hijos, cuando quiera volver a decidir sobre mi cuerpo, este no me pase factura.
Ya me han dicho también, sin advertir que es otra forma de violencia, que muchas mujeres que decidieron sobre su cuerpo tantas veces, luego quisieron tener hijos y no pudieron. Esta violencia verbal ha sido ejercida en la lengua de mis padres y abuelos. Espero que no la ejerzan sobre mí en otra lengua. No solo porque no lo entendería ni lo tomaría igual, sino porque prefiero que no pase ni una cosa ni la otra: ni la violencia ni tener que elegir, en mi vida, otro aborto.
No más contracciones dolorosas ni un “abre las piernas, aguanta, que pa’ eso gozaste”.
Todavía hay gente que piensa que abortar es fácil, condenable en extremo. Gente que se pone supuestamente del lado de la vida: la del feto, no la de la madre. Gente que no se pone en el lugar de una embarazada adolescente, que no se pone en el lugar de aquella que aborta y pierde una parte de sí misma.
Más allá de la lengua en que deba expresarlo: ¿será posible superar esos dolores no físicos del aborto? ¿Será posible, a pesar de todo, ejercer una maternidad plena después de cuatro abortos?
Quiero pensar que sí, por supuesto, que la dueña absoluta de mis tiempos soy yo. Y si en definitiva voy a ser madre, no habrá lengua que se interponga entre mis hijos y yo.
Algo cambió cuando me toqué el clítoris
¿Será cierto aquello de que “hay cosas que nunca cambian”? Irse de Cuba, o quedarse, sigue siendo una decisión política. ¿Cambiará eso mientras yo esté viva? ¿Será antes de mis 40? ¿Lo verá mi generación? Una voz me recomienda que, entretanto, mientras se alarga la espera, siga en lo que estaba: con mi clítoris.