Carteristas, buzos, mendigos, locos, suicidas

Sería una verdad de Perogrullo, ese gran “sabio” popular que se llenaba la boca para llamar puño a la mano cerrada, decir que, cuando mutan las circunstancias y los tiempos, cambian también las actitudes de la gente que los vive, en consecuencia.

Y es que, históricamente, en condiciones de guerra y para sobrevivir, los seres humanos siempre han demostrado que son capaces de, haciendo de tripas corazón, como quien dice, “reinventarse” y pasar por encima de escrúpulos y prejuicios que antes les parecían insalvables.

Siendo aún muy joven, en el librero de mis padres descubrí La piel: una formidable novela de mi escritor italiano favorito, Curzio Malaparte, que describe la vida en el Nápoles recién ocupado por las tropas aliadas, casi al final de la II Guerra Mundial. 

Recuerdo perfectamente estremecerme cuando leí cómo aquellos mismos heroicos adolescentes napolitanos que, sin armas, pocas semanas atrás se habían lanzado, abrazados a cestas en llamas, sobre los panzers alemanes, y caído sobre los duros infantes de la Wermacht para, mientras los sujetaban por la simple fuerza de su número, darles muerte, atravesándoles el cráneo con grandes clavos, ahora eran capaces sin dudar un segundo de vender a sus hermanas como prostitutas a los ocupantes norteamericanos, por unas latas de spam y unos cartones de cigarrillos Lucky Strike.

Al respecto escribía Malaparte, con su florida pero durísima prosa, algo como esto: “Cuando un pueblo lucha por no morir, no hay proeza de abnegación ni sacrificio que le quede demasiado grande, y entre sus hijos florecen los adalides. Pero, cuando ese mismo pueblo ya sabe que no morirá, y sólo lucha por sobrevivir, tampoco hay abismo de abyección tan profundo que no acoja a alguno de esos mismos que antes fueron o pudieron ser héroes”.

Más o menos lógicamente, ¿la lógica del obsesionado?, esta cita me remite a la situación actual de Cuba. Pero no la de la Cuba abstracta, esa patria definida por bandera, escudo e himno nacional, Fidel y la salsa. 

Ni tampoco la nación heroica y absurdamente triunfalista que insisten sus dirigentes en mostrar todo el tiempo en los noticieros y periódicos oficiales (los únicos que circulan de forma abierta, por otro lado).

También hay muchos que se rinden, dicen “¡a la mierda el país!” y ponen sus esperanzas en otros horizontes.

Sino la otra Cuba. La impublicable. La sufrida. La del día a día de tantos ciudadanos de a pie, que ni trabajan directamente con el turismo, ni son dueños de restaurantes o alquilan habitaciones, ni reciben envíos de familiares que viven en el exterior, ni son pintores y músicos de éxito, ni dueños o siquiera trabajadores de mypimes. 

Los tantos, tantísimos, a los que no nos alcanza el arroz de la libreta de abastecimientos, ni el aceite. Los que compramos los cigarros de la cuota para revenderlos y hacemos auténticos malabares para llegar a fin de mes con los magros sueldos que la inflación vuelve cada día más ridículos.

A pesar de todo, muchos de estos cubanos expertos en sobrevivencia siguen pensando que este es sólo un mal momento y que, tal y como pasó en los años 90 del Período Especial, también lo superaremos, con austeridad, disciplina y trabajando más duro. 

Porque, reconocer lo contrario, asumir el fracaso de la Utopía, sería como aceptar que han desperdiciado toda su vida para no tener nada. Y que la Revolución, a la que dedicaron la mayor parte de su existencia, los ha estafado miserablemente: algo muy duro de asumir. Sobre todo, a cierta edad. De esos…, no hay que burlarse. Sino entenderlos. Luego ya, si envidiarlos o si compadecerlos, dependerá del punto de vista y las convicciones de cada cual.

Pero también hay muchos que se rinden, dicen “¡a la mierda el país!” y ponen sus esperanzas en otros horizontes. Los hay los que esperan el ansiado parole para emigrar legalmente a Estados Unidos. Los que venden casas y autos, si los tienen, para pagarse el pasaje a Nicaragua y de allí, cruzando fronteras, ingresar ilegalmente a EUA. Y hasta quienes presentan sus currículums en los consulados de Canadá y/o Australia, confiando en que los acepten como colonos emigrantes, para poblar las zonas más boscosas y semidesérticas de la Columbia Británica o el Outback cerca de Alice Springs. 

Todo esto sin que, por suerte, se les denueste como vendepatrias, escorias o traidores, como cuando el Éxodo del Mariel, en 1980. Quizás porque el Estado cuenta con que, una vez fuera de Cuba, ayudarán a sus compatriotas de dentro con remesas e inversiones.

La lucha y el trabajo por cuenta propia adoptan muchas formas en la Cuba del 2024.

Pero también hay muchos, ¡muchísimos!, cubanos que, aunque ya no crean que el futuro, o siquiera el presente, pertenecen por entero al socialismo, como dice el vetusto slogan, no pueden o no quieren, dejar su país. Porque ya son ancianos o tienen familiares de cierta edad y/o enfermos que dependen de ellos, y a los que no pueden dejar atrás. O porque no tienen contactos en el exterior y/o dinero para los trámites y pasajes imprescindibles para salir de Cuba. O, simplemente, porque sienten que abandonar la patria que los vio nacer es admitir la derrota.

Pero ¿cómo hace esta infeliz mayoría para sobrevivir en estos tiempos tan duros?

La frase clave pudiera ser “aquí, en la luchita” o “resolviendo”. El contrato social a la cubana es una especie de “haz y deja hacer”. Y manteniendo, sobre todo, las apariencias: el individuo hace como que trabaja, porque poco o nada produce, en su jornada laboral, y el Estado hace como que le paga, porque el salario que le entrega sirve para más o menos lo mismo, para nada.

Por tanto, tácitamente se entiende que ese mismo gobierno hará la vista gorda ante cualquier “busca” más o menos ilegal de sus ciudadanos. O sea, que se lleven (lo que no es robo, sino “desvío de recursos”) a sus casas materiales del centro de trabajo (“faltantes”, en la extraña contabilidad socialista) para revenderlos. O que se dediquen, de modo alternativo, a hacer de guías de turismo por cuenta propia, entrenar perros o laborar como camareros en un restaurante privado, por ejemplo. Y sin pagar impuesto alguno, claro.

Todo esto, siempre que el robo no sea excesivo, ni la actividad económica colateral derive en enriquecimiento muy visible. Y que esos “luchadores” tampoco cuestionen políticamente a la Revolución, porque entonces, antes que encarcelarlos como disidentes, arriesgándose a protestas internacionales por violaciones a los derechos humanos, siempre queda “mostrarles los instrumentos”, al mejor estilo de la clásica inquisición española. Es decir, el “aviso previo” de meterlos entre rejas, acusándolos de delitos comunes y en los que todos incurrimos día a día. Como el de “receptación”: o sea, comprar mercancías de procedencia ilícita o desconocida. Algo sin lo que ningún núcleo familiar cubano puede sostenerse.

La lucha y el trabajo por cuenta propia adoptan muchas formas en la Cuba del 2024. Cada vez son más los trabajadores que abandonan la esfera mal pagada de los empleos oficiales y se convierten, por ejemplo, en carretilleros que venden productos agrícolas a precios inflados, recorriendo las calles de la capital. O pregonan que compran las ollas Reina y las arroceras, los televisores y los ventiladores viejos, o cualquier pedacito de oro o plata, para revenderlo a los joyeros. 

“Mendigo, sí, pero limpio y sano de mente”.

También están los que se anuncian como reparadores de colchones o cocinas de gas. Los que cambian dólares o euros a domicilio. Las manicures y peluqueras. Y los mensajeros que recorren las calles en sus motos o pedalean en sus bicicletas, entregando del mismo modo los paquetes de Mandao o Tu Envío.

Claro, también están los otros. Los que optan por el camino fácil y arriesgado: carteristas, arrebatadores de bolsas de bolsas y sustraedores de celulares hay más que nunca, y son más atrevidos, pese a que siempre se arriesgan a la peor de las palizas, si son sorprendidos in fraganti. 

Pero lo cierto es que ya la policía no da abasto para controlarlos. Y, al dueño del iPhone que se toma el trabajo de denunciar el robo de su teléfono, le informan en las estaciones de la PNR, a veces con cinismo, otras veces avergonzados, que, con suerte, y si el caco no vende su botín por piezas, en uno o dos años lo llamarán para recuperar su móvil. O lo que quede de él.

También han proliferado de forma inédita los “buzos”, esos individuos antes tan denostados y despreciados por todos. Héroes del reciclaje que, sin prejuicios higiénicos, con sus ropas mugrientas y su olfato felizmente atrofiado, se zambullen en los latones de basura para recuperar alimentos aún comestibles, los más necesitados; o artículos de toda clase, los de mayor espíritu comercial. Luego, los exponen en algunas paradas de ómnibus, pidiendo precios ridículos por ellos. Y sin ofrecer la menor garantía de que tales gangas aún funcionen, o no se rompan al día siguiente de adquiridas.

Por supuesto, hoy también se ven en las calles cubanas más mendigos que nunca. Si ya en los años de auge del turismo los pordioseros (un término hoy prácticamente caído en desuso, pero que hacía referencia a las palabras con las que muchos pedían una limosna “por el amor de Dios”) aprendieron que, frente a los hoteles podían recibir dádivas más sustanciosas de los turistas y cubanos de buena posición, y algunos recorrían grandes distancias desde sus domicilios o los sitios donde pernoctaban para llegar a su “zona de caza”, hoy se les puede encontrar prácticamente en cualquier lugar. 

Muchos, incluso, ni siquiera usan ropas sucias, como si se negaran a parecer desahuciados. He escuchado a más de uno decir, con incongruente orgullo: “mendigo, sí, pero limpio y sano de mente”.

Lo que nos lleva directo a que, para sorpresa de nadie, los locos también han proliferado en estos tiempos tan duros. Quizás los liberan de los hospitales psiquiátricos, porque no hay medicamentos para mantener controladas sus demencias. O será que muchos sanos no aguantan la presión y…

Por ejemplo, el hijo de una amiga escritora del centro de la Isla, cuyo nombre me reservo, trabajaba como coordinador de las panaderías de su provincia. Me consta que era un trabajador eficiente y honesto, que no robaba dinero, manteca ni harina, como tantos, sino que sudaba sangre para asegurar el suministro diario del alimento básico a los consumidores. Hasta que, un día, avergonzado de lo que consideraba su pobre gestión, intentó ahorcarse.

En Cuba, al igual que algunos países de Europa del Este, durante bastantes años las tentativas de suicidio podían ser penadas con cuantiosas multas.

El diagnóstico del psiquiatra que lo atendió fue simplemente “exceso de estrés laboral”, porque, supongo, “estrés de vivir en Cuba” no sonaría igual de inofensivo.

Puedo entender, inclusive, que algunos envidien a esos locos y mendigos. Son los que se funden en bielas y se niegan a aceptar más la realidad. Los que se recuestan a depender de la caridad ajena, aceptándose como incapaces de salir adelante con su propio esfuerzo. Los que abrazan la derrota.

Pero, ¿y qué hay de los que, como el hijo de mi colega, van un paso más allá, hasta el punto de intentar quitarse la vida… o lograrlo? 

No hace mucho, también, se anunció con grandes titulares que Cuba había oficializado la eutanasia. A partir de ahora ya no será delito que un enfermo terminal se quite la vida o pida que le den muerte, para escapar del dolor irreversible. Ni se considerará, como antes, falta de valor u hombría el optar por el descanso final. 

Muy bien, muy avanzado, muy ético, pero ¿por qué justo ahora?, dirán algunos. Y con razón.

Sí, resulta como mínimo irónico que se otorgue tal libertad en estos tiempos. Sobre todo, para los que ignoran o ya han olvidado que, en Cuba, al igual que algunos países de Europa del Este, durante bastantes años las tentativas de suicidio podían ser penadas con cuantiosas multas. O hasta meses de cárcel. Algo que muchos, paradójicamente, incluso hallaban justo, ya que en el socialismo la fuerza de trabajo había dejado de ser propiedad privada del individuo para volverse patrimonio de la sociedad y del Estado. Por ende, ¡tratar de darse muerte podía considerarse un intento de dañar la propiedad social! O sea, pura contrarrevolución. 

Sin comentarios…

En cambio, ahora, que las cosas van tan mal y todo apunta a que podrían ir incluso peor en el futuro cercano, los cubanos ¡al fin! somos libres para morir. Qué bien. 

Es una vergüenza ganar una guerra”.

Y sería interesante, ya que viene al caso, que se hicieran públicas, por una vez, las estadísticas de suicidios en Cuba. Hace años, en pleno Período Especial, circuló el rumor de que ocupábamos un puesto destacado a nivel mundial, cerca de los punteros históricos e indiscutibles: Japón, con su tradición samurai del seppuku o harakiri, y los países escandinavos, con su alcoholismo galopante y sus largos, oscuros y fríos inviernos y su secuela de depresión estacional. 

¿Sería cierto o apenas otra “bola” derrotista más, echada a rodar por el envidioso “enemigo imperialista”, siempre ansioso por desprestigiarnos? 

¿Cómo irán las cosas ahora en el apartado “intentos de privarse de la vida por cada 1000 habitantes” en la Cuba post-Covid de Díaz-Canel y el reordenamiento monetario y la inflación? Me atrevo a especular que incluso peor.

Recuerdo, casi inevitablemente, la última frase de la ya citada novela, La piel, pronunciada por Malaparte, capitán de enlace de las tropas italianas, y obvio alter ego del Malaparte escritor: “Es una vergüenza ganar una guerra”.

Porque, si bien el pasado 1 de enero Cuba oficialmente celebró, con bombo y platillo, los 65 años del triunfo de la Revolución, muchos cubanos sentimos como si ya hubiésemos perdido la misma guerra que nuestros dirigentes se ufanan de seguir peleando, irredentos.

Puede que sea derrotismo, pero la pregunta inevitable es esta: ¿quién la ganó, entonces? Ah, por favor, y no me digan que EUA, el bloqueo y la mafia anticubana de Miami, porque me voy a reír como un loco. Y va y hasta me dé por meterme también a carterista, buzo, mendigo o suicida… 😉





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Por ahora, solamente le puedo confirmar que necesitamos todos los dólares que podamos conseguir”, dijo el coronel Antonio de la Guardia.