Casas donde ya no vive nadie

Ha sido la navidad más fría en mucho tiempo, es lo que se dice por la calle. Enero llegó más frío que nunca, pero no importa. Hay una cámara Nikon D3200, la disposición para abrir una puerta de caoba despintada y un llavero con más de treinta llaves que penetra en la cerradura. 

Dos vueltas nada más, se empuja la puerta con el hombro y ya, se abre y se entra en una casa que lleva aproximadamente dos meses oscura, fría, deshabitada. La cámara Nikon D3200 sirve para testimoniar la soledad, para retratar todo aquello que las últimas manos que la habitaron han condenado al polvo. 

Si algo tienen en común las muertes y las partidas es que dejan el vacío donde hasta hace poco había vida. La casa no es ni remotamente igual a hace un mes, mucho menos a lo que era en sus inicios capitalistas, cuando la habitaban un vendedor de máquinas de escribir, una señora y sus dos hijos. 

Para empezar, la humedad y el eco se reparten a partes iguales el espacio. Las ventanas están cerradas, todas. Algunas hasta desbaratadas, sin persianas, pero esas ya estaban así desde antes del abandono. Los bombillos que encienden casi ni alumbran, no pueden con tanta oscuridad. Otros están completamente fundidos. Tampoco el color de las paredes ayuda a contrarrestar la oscuridad. 


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No hay sillas ni en la sala, ni en el comedor, ni en ninguna habitación. Y sí, puede parecer extraño encontrarse la mesa sola en el medio de un comedor y no hallar sillas, sino nada. Hay que tener presente que lo que siempre queda en una casa después de una partida es lo que no pudieron o no merecía la pena llevarse. Nadie, nunca, deja lo importante en ningún sitio. 

Cuatro ceniceros añoran la presencia de fumadores, así como el filtro de un Rothmans que se quedó en el aparador azul de una de las habitaciones. Ahí mismo hay un colchón en el suelo cubierto por una fina sábana que no dio tiempo a lavar. Quizá se vendió la cama, o se regaló en el último momento, o era prestada, o alquilada. El caso es que lo único que queda es un colchón con los muelles partidos y sospechosos agujeros que parecen hechos por insectos, bichos, cucarachas

Quedan también un ventanal destartalado, sin cierre, sucio, y un armario antiguo que ha soportado mutilaciones y torturas de cualquier tipo. Como siempre sucede, al partir, las personas siempre dejan los percheros vacíos. ¿Son esos percheros símbolos de la ausencia? ¿Son esos percheros símbolos de que hubo vida antes del silencio? ¿Puede un perchero vacío simbolizar el abandono?

La otra habitación está un poco más habitable. Un poco nada más. Al menos tiene una cama con su colchón, una almohada de las Tortugas Ninjas, un bombillo que enciende, dos pares de chancletas descascaradas, dos inciensos y un espejo pegado al cabezal de la cama. Un espejo que refleja el vacío y, terroríficamente, parece duplicarlo. 


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No obstante, a la ventana que se abre hacia afuera le faltan varias persianas. Hay un hueco tremendo que permite ver del pasillo hacia adentro y viceversa. Está destruida y por ahí se cuela el frío. Así como la del comedor. 

Antaño, en la del comedor hubo un vitral que la cámara Nikon D3200 no alcanzó a captar. Ahora mismo, solo quedan vestigios de la ventana original. Parte del marco, lo que queda, está destrozado, como todo lo que el ser humano habita y no protege, como todo lo que el ser humano no hace suyo. Una vaga cortina polvorienta y un pedazo de cartón-tabla impiden que las vistas externas se infiltren hacia adentro, como si con eso bastara. 

En esa habitación, durante mucho tiempo, hubo gritos y algarabías y celebración de goles. Hubo también un PlayStation con el FIFA 21 y dos mandos. Amigos, reuniones, torneos. Ahora solo queda un eco apagado y mucho espacio para rellenar. No hay ni tomacorrientes para una lámpara, para un ventilador. 

Los clavos incrustados en las paredes anuncian que, en algún momento, existieron cuadros colgados ahí. Varios, más de cinco. Un hijo de aquel vendedor de máquinas de escribir fue un pintor que padecía horror vacui y rellenó todas las paredes de arte, de belleza. Ahora solo queda la memoria, el recuerdo expresado en un clavo. O como mucho, en un hueco, en una oquedad. 


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En algún que otro rincón, una cucaracha evidencia la necesidad de un exterminio de plagas. Quizá, en algo de lo que quedó (el armario, el propio colchón en el suelo), vivan otras, pero ese detalle no llama mucho la atención. No tanto como la dificultad que puede acarrear la limpieza de todo el piso, pulirlo tal vez. 

Una labor que se vuelve titánica a medida que se camina de la sala al comedor, donde también un gavetero, que en sus tiempos estuvo acompañado por dos más, idénticos, agoniza en vida, asediado por los comejenes y con una puerta amputada. En las dos gavetas, quedan objetos inservibles. 

Objetos que incluso en los momentos de vida ya no tenían vida. Un tomacorriente roto, un regulador de voltaje roto, un chucho de la luz roto, una cortina de baño rota. Una curiosa fascinación por los dedales. Varias fosforeras sin gas, sin válvula, sin piedra. Todo inservible, todo tareco. Eso es lo que queda, es lo que deja la gente cuando abandona una vida y se lanza a otras desesperadamente. 

El ser humano, en especial el cubano, al partir, suele dejar las cosas peor de lo que estaban. Nunca mejor. El ser humano deja las agonías en el espacio más reciente en el que durmió y piensa erróneamente que, despojándose de ellas, puede pasar página más fácil, pero no. 


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Una casa vacía, una casa húmeda, una casa con eco, es el reflejo de una vida desaprovechada, es el resultado de muchos años dedicados al deterioro, la inutilidad.  

La casa está vacía porque sus últimos habitantes partieron para no volver, como muchos. No se deshicieron de la casa porque aún pertenece a la sangre familiar. Todavía queda alguien que la habitará en el futuro y la devolverá a sus inicios: arte por todas partes y paredes pintadas con cal. 

Así y todo, los últimos habitantes se llevaron lo necesario en mochilas y maletas y, dos aeropuertos después, llegaron sanos y salvos a donde querían, a donde esperaban. ¿A qué costo? Al de dejar el silencio esparcido por toda la casa. 

No obstante, al hacer las fotos con la Nikon D3200, es imposible no pensar en cuántas personas más han llegado a verse en las mismas circunstancias, en las mismas condiciones. ¿Cuántos no se han visto necesitados de dejarlo todo atrás? ¿A cuántos no los invade la misma obsesión, el mismo desespero? 

En la misma cuadra, hay varias viviendas en igual condición. Cerradas, mudas, con los aleros cayéndose poco a poco. Esos desgarros han sido más frecuentes últimamente. Tantas casas solas, tantos percheros vacíos, tanta humedad, no es más que el resultado de la crisis, del rechazo, del hastío, de la enajenación. 

Una casa queda sola y la diáspora se fortalece. Irse se ha convertido en remedio santo, en patada de ahogado, en última oportunidad. Al precio que sea necesario. 

La historia de la diáspora cubana contemporánea la escriben sus casas abandonadas, sus casas de paredes desconchadas, de bombillos fundidos y de paredes con humedades que parecen cuadros abstractos. 

Muchas casas se dejan cerradas —cuando no queda más remedio—; otras se intentan vender en vano. Pero siempre, al abrir la puerta de una por primera vez, lo que se encuentra es eso: el vacío, la soledad, la sensación de que nos estamos quedando más solos y más viejos en un país de casas sin habitantes.




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Saqué un pasaje en espíritu y fui a ver a mi mujer

Legna Rodríguez Iglesias

Iré en Espíritu a ver a mi mujer y como un espíritu sólido me meteré dentro de ella. Cabeza de tortuga, lengua omnipresente.