Centro Habana 25, un universo aparte

En Centro Habana anochece más temprano. No porque el sol se esconda antes en este fragmento de la ciudad, sino porque sus calles son estrechas y sus edificios multifamiliares —tres, cuatro, cinco pisos levantados desde hace uno o dos siglos— se cierran como párpados pesados sobre la luz. 

Cuando llega la tarde, la penumbra se enreda en cada esquina y obliga a los cuerpos a moverse en un claroscuro permanente. Es una oscuridad que anticipa algo: un territorio que vive en otra cadencia, con un latido, una contracción distinta al resto de La Habana.

Los nombres de las calles parecen una broma cósmica. Ánimas, Virtudes, Lealtad, Concordia. Palabras nobles que prometen un orden moral que aquí nadie garantiza. Porque al doblar una esquina, entre la música de un reguetón que sale por una ventana rota y la discusión de dos vecinos por el agua que no subió al tanque, la poesía de los nombres contrasta con la ferocidad de la vida diaria. 

En Virtudes, se grita. En Concordia, dos chiquillos se fajan a los piñazos. En Ánimas, se sobrevive.

Muchos en Centro Habana han perdido valores y principios. O eso dicen. Nadie sabe si alguna vez los tuvieron, si muchos los dejaron atrás, al emigrar desde el oriente del país. O si la corrosión del hacinamiento y el nacer en una pobreza enorme los fue borrando poco a poco. 

Lo cierto es que aquí las reglas son otras. Las aceras angostas, se vuelven trampas mortales bajo balcones que amenazan con desprenderse. La gente prefiere caminar por la calle, aunque pasen carros. El miedo a la violencia de un pedazo de cornisa que caiga desde arriba supera el miedo a las ruedas de un almendrón. 

Mientras, cruzan las avenidas con un contoneo que evoca prepotencia, diagonalmente y de espaldas al posible peligro automovilístico. 

Las fronteras de Centro Habana están claras: San Lázaro, Prado, Infanta, Carlos III. Grandes avenidas que la encierran como barrotes invisibles. 

Dentro, la vida ebulle. Fuera, la ciudad parece otra. La metáfora carcelaria no es exagerada: quienes habitan aquí rara vez cruzan esas avenidas. No porque no puedan, sino porque el territorio los retiene. La rutina los ata. 

Los de afuera, en cambio, suelen advertir: no te metas por la calle Maloja, no cruces Sitios, no dejes tu bicicleta sola. Las advertencias funcionan como señales de locomoción moral.

El caminar de los centrohabaneros es un espectáculo. Hasta el niño más pequeño lo hace con aguaje, guapería, una mezcla de desconfianza y orgullo que se aprende más rápido que el abecedario. Se camina mirando de reojo, se camina ocupando espacio, se camina como quien declara: aquí estoy. 

El cuerpo se hace armadura, como si el simple hecho de andar fuese un modo de defenderse.

En los edificios ciudadela, la subsistencia desborda cualquier arquitectura. Desde el cielo caen jabitas de desechos, que encuentran su destino en una esquina que pronto se convierte en basurero colectivo: algunos con mayor puntería que otros. 

No hay un sistema: hay costumbre. A esa costumbre se suman los grafitis que florecen sobre muros y paredes descorchadas. Los derrumbes que dejan solares vacíos como cicatrices. Las fiestas de santería donde se escucha el tambor hasta la madrugada, con apagón o con luz. Los ancianos sin camisa que se sientan en quicios o en sillas improvisadas, observando el mundo con la calma de quien ya vio demasiado. 

Ese es el universo cotidiano: ruido, calor, fragmentos de fe, de edificios, de algo similar a la tranquilidad.

Las imágenes recuerdan el experimento “Universo 25”, que en los años setenta el etólogo John Calhoun llevó a cabo con ratones. Un espacio cerrado, alimento garantizado, agua asegurada. Lo que parecía el paraíso terminó siendo una catástrofe. 

Los roedores, al multiplicarse, se vieron obligados a compartir espacios cada vez más reducidos. La convivencia se volvió imposible: las madres ratones dejaron de cuidar a sus crías, los machos se hicieron agresivos, las hembras se aislaron. Se perdió la estructura social y lo que quedaba era violencia, apatía, repetición mecánica de gestos vacíos. Finalmente, el grupo colapsó.

Centro Habana no es una pecera con ratones, ni soy yo quien debe hacer un estudio sociológico tan sagaz. Pero la comparación inquieta. 

Aquí también el hacinamiento define conductas. Familias que llegan desde varios rincones de la Isla y dejan casas con patios, fincas y espacios abiertos para encerrarse en cuartos húmedos compartidos con otras familias. 

El cambio no solo es físico: es moral. La privacidad se convierte en un lujo. La intimidad se pierde al instante. La higiene se extingue. Se aprende a recelar, a sobrevivir con los mínimos recursos, a negociar cada día el derecho al silencio o al espacio.

En “Universo 25”, los científicos notaron que los ratones dejaron de reproducirse cuando ya no encontraron sentido a su vida en comunidad. En Centro Habana, en cambio, los nacimientos no se detienen. La vida insiste, se multiplica incluso en las condiciones más adversas. 

Lo que se erosiona es otra cosa: la confianza en el prójimo, la idea de futuro, la noción de que los valores son un sostén. “Aquí los muchachos aprenden más rápido a desconfiar que a leer”, dice una vecina en Infanta. Y mientras lo dice, su nieto tira piedras a un perro callejero.

La violencia no siempre es estridente. Muchas veces es sorda, mínima, cotidiana: un empujón en la cola del pan, un insulto lanzado desde un balcón, una bicicleta robada en segundos. 

La delincuencia no es un mito ni un estigma: es un efecto secundario de la densidad poblacional, de la falta de oportunidades, del roce constante de cuerpos que no encuentran respiro. 

Como en el experimento, los roles se distorsionan. El padre, que debería ser proveedor, se convierte en un ausente. La madre, que debería cuidar, en una vendedora ambulante que no regresa hasta la noche. Los niños, en adultos precoces que aprenden a negociar su espacio, que no juegan a los indios y vaqueros sino a ver quién se desvirga primero, gritando su hombría imberbe a otros niños más imberbes aún, sin nuez de Adán con que especular en la vida.

En ese caos late una vitalidad difícil de ignorar. El bullicio de Centro Habana también es música, creatividad, invención. El que no tiene un banco, inventa una silla con un pedazo de madera. El que no tiene mercado, convierte una sala en tienda clandestina. El que no tiene escenario, improvisa un concierto en un balcón. 

El hacinamiento es cruel. Pero, a veces, fértil. Y esa es la paradoja: en medio del derrumbe, la vida no solo persiste, sino que se reinventa.

Aun así, la interrogación permanece: ¿qué tan lejos puede llegar un lugar antes de colapsar? ¿Qué tan larga es la resistencia humana al hacinamiento, a la falta de valores, a la repetición constante de lo mismo? ¿Cuánto queda antes de que la convivencia se desmorone de manera irreversible? 

El experimento de Calhoun fue un aviso sobre los límites de cualquier sociedad encerrada en sí misma. Centro Habana, con sus avenidas barrotes y su ferocidad, parece estar escribiendo a diario una versión caribeña de ese experimento. Con una densidad poblacional de más de 33,000 mil habitantes por kilómetro cuadrado, Centro Habana es el municipio más densamente poblado de Cuba.

Una noche cualquiera, en un solar de la calle San Miguel, la escena parece sacada de una película: luces que parpadean, música/ruido que compite entre habitaciones, olores mezclados de comida y basura, niños corriendo descalzos, una pareja discutiendo en voz alta, un anciano que mira en silencio desde su silla de tres patas sin espaldar. 

Afuera, un perro husmea entre bolsas rotas y a su lado un señor hace lo mismo. Todo ocurre al mismo tiempo, en un espacio demasiado pequeño. Es la coreografía del hacinamiento, la sinfonía de una comunidad al borde de sí misma.

El Universo 25 terminó en colapso. Centro Habana, no. Al menos, no todavía. 

Aquí la vida sigue, obstinada, porque no queda otro remedio que vivir, que malvivir, que sobrevivir. 

No obstante, cada día se parecen más a las escenas del experimento y a las de una ciudad que, sin proponérselo, encarna las consecuencias de la densidad extrema, de los barrotes extremos. 

Quizá la diferencia esté en que, a pesar de todo, los humanos —a diferencia de los ratones— seguimos buscando sentido en medio del caos. Aunque el sentido sea perder la virginidad a los once años, caminar un sábado por el malecón como evento distintivo del ocio, sobrevivir como dé lugar hasta la siguiente mañana.