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La obra del narrador cubano Raúl Flores Iriarte, profusa en textos breves y bellos como una ráfaga de balas de plata, transita de lo ingenuo al ingenio mientras parece cruzar, a su antojo, del contexto de lo real a lo fantástico, o mejor: al absurdo.
“Caballo muerto” es el título de una de esas balas. En el cuento, que pertenece al volumen Esperando por el sol (Ediciones Matanzas, 2015), situaciones de diversa índole obligarán a los personajes a salir en busca de una nueva casa.
El fin de la relación con su pareja forzará al personaje principal a abandonar el hogar. A tono con el estado alterado de las partículas elementales de los cuentos de Raúl Flores, la nueva casa que habitará el personaje será el cuerpo de un animal.
Se trata de un caballo. Un caballo muerto.
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“Paso todo el tiempo en el cine de lunes a viernes, como si fuera un loco que ha sido privado de películas, un mendigo que quiere sentarse tranquilo en las oscuras salas o un cinemaníaco nómade. Los sábados y domingos no renuevan el programa, así que me quedo en casa. El cine es más rápido que la vida, la literatura es más lenta” —dijo Ricardo Piglia a través de Emilio Renzi en su diario, el diario de Renzi, es decir, el diario de Piglia (Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, Anagrama, 2015).
El fragmento es parte de una nota escrita un domingo de 1957. Sus años de formación podrían ser nuestros años de aprendizaje.
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“Se parece a Sean Penn en El asesinato de Richard Nixon. Usa bigotico obsceno. Ríe cobardemente. Y trasmite cierto aire de erudición o solemnidad bajo un traje raído de color gris rotoso. Aunque no se llama Sean Penn, por supuesto, ni Richard Nixon” —escribía Orlando Luis Pardo Lazo para el e-zine The Revolution Evening Post.
“En julio de 2007, a ras de El Vedado […], él simplemente ha perdido el nombre […]. Él es ahora el fin de una época y la coda de una generación. Y con eso ya me es suficiente para narrar. Insuficientemente narrar”.
Los fragmentos forman parte del texto “Tristes hombres del Chaplin que mil y una vez tumbaron a la Revolución cubana y después fueron tan gentilmente tristes que mil y una vez la hicieron sobrevivir”. OLPL es ahí lenguaraz, incontinente, contrarrevolucionario. Ninguna novedad. Lo singular es lo sublimado: el sujeto que va al cine “de lunes a viernes, como si fuera un loco que ha sido privado de películas, un mendigo que quiere sentarse tranquilo en las oscuras salas o un cinemaníaco nómade”.
Es un individuo muy parecido al descrito por Piglia. Pero el de OLPL posee un plus: la pinga enhiesta fuera del pantalón, sobada por la mano que la aprieta en movimiento subrepticio y frenético al interior de la sala oscura.
“A él, sin embargo, le basta solo con ser puntual. Con entrar siempre de primero para ocupar su puesto eterno en última fila. […] A estas alturas de la historia, lo menos que él desea es un cambio de perspectiva. Lo menos que él desea es que lo identifiquen con él. Un cinéfilo desconocido ha de ser un virtuoso de la invisibilidad: solo así es posible sacarse la pinga en público y entonces tirar en paz”.
El texto nos depara una sorpresa; OLPL deja de ser un testigo casual y pasivo que, llegado el momento, ensayará sobre lo visto:
“Pero en este punto quien entra en la escena soy yo. Porque yo también asisto a diario al cine Charles Chaplin de 23. Porque estoy allí para relatarlo, tal vez delatarlo: a él y a todo su gremiecito o exhibicionista complot. Yo soy a ratos el testigo y a ratos el cómplice de este pornográfico prestidigitador. De este y de sus tristes colegas de sala oscura: ciudadanillos raídos en trajes de color gris rotoso, atorados por la demasiada angustia mitad onanista y mitad incivil […]”.
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En el Chaplin yo fui testigo de un “pornográfico prestidigitador”. Parecía un dandi; no hay mejor manera de describirlo, de resumir en una palabra aquella impecable muda de ropas rematada por una pajarita y un sombrero. Y puesto que parecía un dandi, dejaba de ser “un cinéfilo desconocido”, “un virtuoso de la invisibilidad”.
Era negro y joven aquel sujeto parado a mi izquierda, que se movió como un felino en la sala oscura y semivacía. Dio un largo rodeo acompañado de la banda sonora de los primeros minutos de El séptimo sello. Seguiría el sentido de las manecillas del reloj: bajaría hasta la fila de butacas más cercana a la pantalla, caminaría por delante de ellas, luego iría pasillo arriba hasta perderse a mis espaldas.
Es importante describir ese recorrido. Porque volví a verlo. Eligió una butaca a dos filas de mí. A su derecha, a dos asientos de distancia, había una muchacha que a su vez decidió, para mi sorpresa, sentarse a tres butacas del hombre. A lo largo de la película, en aquella fila nada más habría tres personas.
De lo que sucedería después, no vale la pena narrar la habilidad del dandi y el arrojo de encabillarse, disimular la pinga debajo de un periódico, correrse de butaca hasta sentarse justo al lado de la muchacha, mostrar el falo y correrse del todo más de una vez. El detalle significativo tampoco está cifrado en la manera en que la muchacha miraba la película, el pene, y a la par movía suavemente los hombros tras haber recibido un Granma o una cartelera de cine de manos del dandi. Solo puedo consignar que el periódico y las manos de la chica quedaron en un punto ciego para mí.
El de la muchacha era un movimiento acompasado, como si sus manos participaran en esa misma habilidad y arrojo.
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Jorge Luis Borges: “lo que ven tus ojos es simultáneo; lo que transcribirás, sucesivo, porque el lenguaje lo es”.
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“El cine es más rápido que la vida, la literatura es más lenta”, escribió Piglia. El dandi, ese nómade pulcro, a su manera lo intuía. Porque no malgastó el tiempo. Porque lo que parecía una agresión sexual se tradujo en un perfecto pas de deux con la banda sonora del filme de Bergman como sonido de fondo.
Lo que veían mis ojos era simultáneo; lo que transcribo, sucesivo, porque el lenguaje lo es. El pas de deux alcanzó el clímax casi en sincronía con el de la película, concluyó justo con la llegada de los créditos.
Se levantaron. El dandi sacó y abrió su billetera; algo tomó de su interior, algo le ofreció a la muchacha. Ella, con un leve movimiento, alisó la saya; sin dudar demasiado tomó lo que le ofrecían.
Antes de iluminarse la sala y cada cual marcharse por su lado, la chica devolvió el periódico. Un Granma o una cartelera de cine, da igual.
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Vi el ciclo completo de Bergman pero no volví a coincidir con la muchacha, tampoco con el dandi, a quien sí he visto por la avenida 23 vistiendo ropas similares, con o sin pajarita, pero siempre con un sombrerito.
Al igual que OLPL, en el Chaplin no solo fui testigo, fui cómplice también.
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¿Acaso mi persistencia de ir a los cines significa que andaba “como si fuera un loco que ha sido privado de películas, un mendigo que quiere sentarse tranquilo en las oscuras salas o un cinemaníaco nómade”?
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Los cines ya no huelen como antes. De aquel glamour de los años 50 que he visto en viejos documentales y revistas de la época, ya no queda nada: ni siquiera la “traducción” que de ese glamour hizo la Revolución del 59; tampoco nada de ese espíritu medio bohemio de los jóvenes que, en pequeños grupos o en parejas, frecuentaban la cinemateca en los años 80 y 90.
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Enero, 2019, y un ciclo de clásicos en la sala Charlot. Era Fellini y La strada (1954). Era Anthony Quinn, Giulietta Masina y Richard Basehart en una triste y cándida historia; eran sus peripecias y vicisitudes en un relato con un circo como ecosistema. La strada: obra maestra protagonizada por unos sujetos que mal sobreviven entre el deleite, la pobreza, el candor y el delito.
Tracto, trazas y trozos
Sobre la obra artística de Grethell Rasúa y Reynier Leyva Novo.
En la pantalla, gentes de toda laya en la cuerda floja de la vida. Nómades con muy poco que comer y sin un baño a su disposición, el traje raído “de color gris rotoso” como los tristes hombres del Chaplin según OLPL, o como los cinemaníacos con los que se compara Emilio Renzi, como los de aquel enero en la sala Charlot.
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Los cines ya no huelen como antes. El Chaplin ya no huele como antes.
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La entrada de la sala Charlot olía mal. Piglia o Renzi hubieran dicho que “olía a pis de gato”; Orlando diría que “esos tristes colegas de sala oscura, ciudadanillos raídos en trajes de color gris rotoso, atorados por la demasiada angustia mitad onanista y mitad incivil, se mearon en el pasillo o en las butacas”.
Pero era un olor de otra categoría. Como si la salita se hubiera muerto.
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Un amigo que vive en Barcelona me relató una experiencia singular en una sala de cine. Lo invitaron a ver una película de terror. Estuvo, dijo, a punto del infarto. La butaca escondía un sistema con el cual, y según las escenas en pantalla, la calentaba o enfriaba, la hacía vibrar; el sonido envolvente y el diseño de la pantalla lo ubicaba casi al interior de la película.
Pero no me habló del olor. ¿Cuán descabellado sería incluir en las butacas un sistema que jugara con el olfato? ¿Existirá?
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Podemos completar la experiencia frente a la pantalla imaginando los olores. Al igual que sucede con la lectura. Los mendigos nómades de Piglia y los tristes hombres del Chaplin descritos por OLPL, deben oler tal cual hedía la falange apostada en la Charlot: una tropa dispuesta no tanto a eyacular en aquella noche con Fellini, sino a despotricar en contra del gobierno de Díaz-Canel.
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El aroma de la sala Charlot debía ser el mismo que el de los escenarios de La strada, es decir, un olor que en nuestro imaginario, en nuestro archivo odorífero, nos remitiera a un vertedero, a restos de comida, ropa sudada y sucia, a cuerpo mugriento… O aún peor.
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En su relato “Caballo muerto”, Raúl Flores Iriarte igualó el tiempo del cine y la vida con el de la literatura. La pequeña sala Charlot, en la que resulta imposible ubicar a una muchacha solitaria y a un negro joven vestido como un dandi, es el interior de un animal putrefacto. La temperatura es fría. Muy fría. Y huele mal. Como un caballo muerto.
Pero lo que huele así no es solo la sala Charlot.
La fetidez va ganando poco a poco locales destinados a servicios públicos disímiles y espacios privados, y también sucede a ras de calle: en mitad de una cuadra cualquiera, esquinas, calles enteras, barrios…
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“Caballo muerto” es una suerte de metáfora.
La máquina narrativa de Raúl Flores Iriarte no opera desde lo real hacia el absurdo, sino en sentido contrario, y perversamente se instala allí. Su literatura es una sumatoria de fragmentos. Cuentos breves que conforman libros breves. No son propiamente autobiográficos, pero allí puede leerse parte de su vida como si fuera una suerte de diario: años de formación, los años felices, un día en la vida…
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Puesto que a Cuba se la compara con un caimán que flota en el Caribe, entonces la imagen se completaría con la necrosis progresiva en el cuerpo del reptil. Una enfermedad ganando espacio, y nosotros dentro del animal, acomodados, viviendo casi como el personaje del cuento.
El devenir de la Charlot es también una suerte de metáfora.