Con argumentos, no con arrebatos de ira

Siempre he confiado en la posibilidad de un diálogo, en la capacidad de las personas para llegar a un entendimiento. Siempre he creído que la bondad, la inteligencia y la sensibilidad han de ser nuestra guía como individuos y como país.

Por duros que sean los tiempos, por desconfiado u ofensivo que llegue a tornarse el oponente, por desusadas que puedan ser la sensatez y la cortesía, siempre he creído que hay un sendero que nos conduce a los cubanos, entre terribles peligros, hacia ese diálogo ineludible. Y que deben ser Varela y Martí, con sus enseñanzas, con su ejemplo de sacrificio personal, los espíritus que nos guíen hacia el reconocimiento mutuo y el amor.

A ellos, nuestras luces más claras, he invocado estos dos meses últimos, desde el 27 de noviembre hasta el 27 de enero, mientras en las redes sociales y en los medios, casi ubicua, la terquedad plagaba de odios, recelo y pena, ese camino hacia la reconciliación.

Todos pregonando su propia virtud, pero pocos dando muestras de la sabiduría y el desinterés que se requieren para que ese diálogo nos permita darle un mejor destino a la patria.

A pesar de las decepciones que el pretérito guarda, a pesar de la ironía y la insolencia de quienes miran con desprecio, desde cualquier bando, desde cualquier orilla del mundo donde viva un hijo de Cuba, y a pesar de las oscuras intenciones de quienes extienden una mano abierta al adversario mientras en la otra, a la espalda ocultan un puñal, he pedido con insistencia ese diálogo, aún a riesgo de parecer ingenuo.

Porque ante nosotros tenemos esa opción difícil, casi imposible, o la barbarie. Porque nadie que sea noble puede aspirar a la segunda opción para este pueblo hoy atribulado y tenso, ni para el pueblo de mañana, que ojalá sepa llevar a Martí y a Varela más en su pecho que en su lengua.

Ayer 27 de enero, en vísperas de un nuevo aniversario del natalicio de nuestro apóstol, se cruzó un límite que jamás debió haberse cruzado.

Alguien puede decir que hubo provocaciones, alguien puede sospechar, es su derecho, de la intención con que esos jóvenes volvieron al MINCULT. Pero no sé cómo alguien puede justificar la actitud pendenciera de un ministro y de una cuadrilla de altos funcionarios de ese ministerio, ante una decena de jóvenes.

Artistas o no, periodistas o no, disidentes o no, sediciosos o no, esos jóvenes han sido atacados a diario en los medios públicos sin derecho a réplica, se los ha acusado y condenado sin el debido proceso, han sufrido el descrédito, han soportado asedio, amenazas y ofensas, y han insistido en la necesidad de dirimir cualesquiera diferencias que pueda haber entre ellos y el resto de la sociedad de un modo cívico, con respeto a nuestras leyes.

Lo han hecho. Puedo atestiguarlo. He estado junto a casi todos ellos, y he recibido por eso mi cuota de agravios, aunque no comparta alguno de sus puntos de vista.

Alguien pensará tal vez que son arteros, que son viles, pero eso no excusa la vileza con que se los ha tratado. Y de ningún modo puede eso excusar que un grupo de funcionarios públicos pierda la compostura y arremeta contra ellos en plena calle y con violencia. Especialmente si esos funcionarios son, como se espera que sean, personas cultas, capacitadas para abordar con mesura y con argumentos, no con arrebatos de ira, los complejos problemas que la Cuba actual nos reclama resolver.

Lo que vimos ayer es un síntoma, una evidencia más de la arrogancia, la intolerancia y la incapacidad de quienes tienen el deber de encauzar nuestras naturales diferencias hacia la concordia y el entendimiento. En débiles manos está nuestro destino si continúa estando en manos de ellos. Yo pido que sean cesados de sus cargos.

El pasado 30 de noviembre advertí que exacerbar el clima de confrontación no conduciría a buen fin. Hoy ruego a los cubanos todos, sean cuales sean su fe, su oficio y su jerarquía, vivan donde vivan, que intenten mantener una actitud más responsable que la que hemos visto hasta ayer.





Carlos Lechuga

El ministro violento, el viceministro policía

Carlos Lechuga

Alpidio Alonso no es un poeta. Y los cuentos de Fernando Rojas nos los sabemos todos. Ya todo es a la cara. Hay muchos represores que no muestran el rostro. Pero estos policías del Ministerio de Cultura no van a tener dónde meterse. Pueden cortar el internet, quitar los teléfonos, golpear… Pero la verdad siempre saldrá. Ahora o mañana. El tiempo de los violentos se venció. Paz, pero no olvidaremos.