Toda negación de un derecho individual es un acto de humillación. Esa actitud deleznable es la que merece ser juzgada y condenada. No quienes han sobrepuesto sus voces a los silencios que impone el dogma predominante en el ejercicio del poder totalitario del régimen cubano.
Para los ideólogos del gobierno cubano —parafraseando a Sartre—, “el otro es, potencialmente, el infierno”. Y, desde luego, le caben solo dos opciones en su condición de “hereje”: o se domestica y somete a la cultura de la obediencia pública, impuesta mediante una fuerza bruta disfrazada por un patrón legal, constitucional, que enuncia las plenas “libertades de expresión”; o va a dar con sus huesos a una cárcel. Se convierte en un sujeto “peligroso” para una sociedad cuyos imaginarios están controlados y manipulados desde el poder. Y muchas veces su sobrevivencia pública lo obliga a la humillación de guardar sus palabras y soportar las demagogias paralizantes de sus proyectos de vida.
En Cuba, la humillación había sido una capa de silencio colectivo resuelto mediante las murmuraciones subterráneas en las que ha latido el curso subjetivo real de la nación durante las últimas seis décadas.
En esos casos, el problema no es del humillado, sino del que humilla. Pero su incapacidad para asimilar-aceptar que la misma historia descrita por su trayectoria es su propia tumba política, caotiza cualquier variante de solución mediante un diálogo inteligente de generaciones.
El opresor lo convierte en enemigo. O “agente al servicio de una potencia extranjera”. Y como tal, lo trata en el mar de pretextos que despliega la noción interesada de “plaza sitiada”, en la que las culpas siempre son ajenas al estrado del poder. Hechos, y consecuencias de la aparición, existencia y repercusión del Movimiento San Isidro o el 27N —por citar solo dos ejemplos—, lo confirman, en tanto condenan las salidas represivas empleadas por el régimen contra ciudadanos pacíficos que en ningún otro lugar del mundo habrían sido molestados. Ni maltratados, reprimidos o encarcelados.
Aislamiento, marginación, amenazas, encarcelamiento… He ahí el destino seguro de la alteridad ciudadana —ante el poder—, que es subversiva en la misma medida que reclama los derechos —convertidos en necesidad colectiva de vida o muerte— y se expone a los “tratos crueles, inhumanos y degradantes” contemplados en los tratados internacionales del derecho, de los que el régimen cubano es signatario y defensor por todo el mundo, menos con sus oponentes internos.
Un oponente para los decisores políticos cubanos es, sencillamente, un “contrarrevolucionario”, en la misma medida que no comulga con intereses y prácticas actuales del gobierno cubano que no son afines al verdadero ejercicio democrático y, por ende, mucho menos al progreso de la sociedad.
A través de la construcción del estereotipo público de “contrarrevolucionario”, se han destruido en estas seis décadas millares de familias, historias-proyectos personales y miembros valiosos del tejido de la sociedad civil cubana; otro concepto imprescindible al buen destino de toda nación, monopolizado por el régimen cubano y reducido a una red de instituciones fundadas y formadas por agentes al servicio exclusivo del dogma: víctimas ellos mismos de una tutela que los aniquila, pero incapaces de asumir su cuota de dignidad personal.
En esos casos, han funcionado al dedillo los efectos de la mitología ideológica totalitaria o la mediocridad predominante en una masa burocrática que el propio presidente cubano definió en el último congreso partidista con un término que me parece, sencillamente, genial: “cumpletareas”.
Semejante fauna política, ajena ella misma a muchas de las indicaciones y directrices gubernamentales en el pretendido proceso de reformas constitucionales, desconocedora del concepto y funcionamiento de un verdadero Estado de Derecho, sostiene el ejercicio de sus funciones públicas y sus primitivas relaciones frente/con la alteridad, sobre la base precaria de reducir “al otro” a un solo atributo a través del cual se justifica la violencia que se le ejerce, dentro de un repertorio preestablecido de conceptos que no admiten réplica: “enemigo”, “elemento subversivo”, “sujeto peligroso”, “contrarrevolucionario”, “traidor”.
Siempre a conveniencia del dogma, se mutilan todas las capas “incómodas” o contestatarias que conforman la personalidad colectiva de una sociedad civil agobiada, que por ahora a hecho catarsis huyendo del país.
Pero aún quedamos sobrevivientes. El coraje de salir a la calle cada mañana sin saber si serás agredido o encarcelado por ejercer tu identidad civil y patriótica, cuando ese “patriotismo” no es “patriotero”, ni se humilla al cinismo ni a la simulación; ese coraje de oponerse a ser relegado, ignorado, marginado, de no renunciar a ser quien eres, es de una autenticidad que nos hace mucha falta en medio de la peligrosa agonía del régimen. Debemos tomar conciencia interior de nuestra responsabilidad civil. Muchos, ya la han asumido.
Ante ellos, no puedo menos que quitarme el sombrero de los restos de mi cabeza mutilada.
© Imagen de portada: Milad Fakurian.
No estás obligado a decir de qué color es tu sexo
Disidencia que se ha tornado carnaval, agenda política, una nueva forma de homogeneidad a la que es más fácil controlar.