La universidad de Harvard lleva casi 80 años estudiando la vida de 724 personas de orígenes diversos en el transcurso de sus vidas. Han identificado lo que puede ser la principal razón para la felicidad, salud y longevidad.
No se trata de dejar de fumar, ni hacer ejercicios, ni tener más dinero, ni comer alimentos orgánicos, ni tomar vitaminas, ni nada semejante. Yo he pensado en este estudio desde la perspectiva cubanoamericana y el trauma de nuestra peculiar dictadura y emigración.
Cada año miles de cubanos llegamos a Miami en busca de libertad. Esa es una palabra herida. Se usa como herramienta de combate en lugar de fuente de esperanza.
Para algunos, la libertad es poder portar armas sin licencia, como se ha legislado en la Florida. Para otros, llevar a sus hijos a la escuela sin el terror de que experimente un tiroteo.
Para algunos, es poder vender cualquier tipo de productos. Para otros, es poder comprar productos cuyos químicos no enfermen o causen contaminación.
Para unos, es ponerle sanciones económicas a la dictadura. Para otros, quitar las sanciones que afectan al pueblo.
La lista de contradicciones es inagotable y suele balancearse del lado del partido político o las industrias que más inviertan en influir sobre la opinión pública. Según la constitución de Estados Unidos, los ciudadanos tenemos derecho a perseguir la felicidad. Muchos creemos que a esta se llega a través de la libertad, pero ¿cómo es posible llegar a algo a través de un camino tan contradictorio y manipulado?
Debido a la falta de educación cívica, el deterioro de la cultura, y la escasez en la Isla, llegar a Miami produce un desenfreno de consumismo y un deseo desmesurado de enriquecerse. Miami se encarga de fomentarlo. Aquí la cultura está pautada en gran medida por reguetoneros que cantan “yo solo pienso en hacer dinero”, como Bad Bunny, y negociantes estafadores cuyas fortunas en muchos casos provienen de negocios ilícitos.
En ocasiones, quienes reciben a los recién llegados se esfuerzan en deslumbrarlos con sus automóviles nuevos y casas suburbanas de medio millón de dólares. Recientemente, un amigo escribió “una conversación no empieza en Miami hasta que los interlocutores no revelan sus salarios”.
Tan solo en el pasado mes, dos personas que conocí sintieron la necesidad de decirme que ganan “buen dinero”. Hemos confundido la libertad con perseguir la riqueza.
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La movilidad socioeconómica está definida por la cantidad de personas que salen de la pobreza. De acuerdo con estudios recientes, incluido uno del Brookings Institution, la posibilidad de hacerse rico se ha mantenido igual o ha decaído en las últimas décadas, erosionando la idea del sueño americano.
La revista Forbes reportó que la desigualdad se ha hecho más aguda, con apenas tres hombres en posesión de más riqueza que el 50% de la población; se trata de Elon Musk, Jeff Bezos, y Warren Buffet.
A pesar del estrés y la ansiedad que causa la persecución del dinero, los cubanos seguimos priorizándola. Este paradigma tiene, además, repercusiones en el tejido social y cultural de la comunidad.
Buscar buenos ingresos no constituye algo inherentemente inmoral. Los problemas surgen cuando se busca ese propósito como un fin en sí, y como condición a la felicidad; sin anhelo de construir una vocación o crear un bien social.
El crecimiento económico no necesariamente lleva al bienestar. Mientras la economía estadounidense crece, vivimos la epidemia de los opioides, la caída de la expectativa de vida, la destrucción medioambiental, la baja calidad del aire, y un aumento en crímenes violentos.
El padre del capitalismo moderno, Adam Smith, argumentó en La riqueza de las naciones que la búsqueda de la prosperidad financiera tiene que ir detrás de un propósito mayor de bienestar social. De otro modo, se pervierte la humanidad.
La mentalidad de buscar el crecimiento económico a toda costa surge de la escuela de economistas libertarios, como Milton Friedman, quien dijo, “hay sólo una responsabilidad social de las empresas: usar sus recursos y participar en actividades diseñadas para aumentar sus ganancias”. Este absolutismo de libre mercado prevalece a pesar de la evidencia en su contra.
Un archivo histórico sobre las falacias de esta ideología está compilado en el libro El gran mito: cómo las empresas estadounidenses nos enseñaron a odiar al gobierno y amar el libre mercado, de los historiadores Naomi Oreskes y Erik M. Conway. Sin regulaciones y sin establecer un propósito mayor para la dirección de la economía, el libre mercado genera contaminación ambiental, explotación infantil, esclavitud, desigualdad, y burbujas financieras.
La historia ha demostrado que el dinero en muchos casos puede deteriorar la felicidad. Ejemplos recientes incluyen países como China e industrias como la petrolera, que han crecido a costa de la libertad de las personas para escoger sus gobiernos o respirar aire limpio.
El estudio longitudinal de Harvard indica que para ser feliz y llevar vidas largas y plenas, lo más importante es construir relaciones, una red de amigos y familiares a la cual se le pueda llamar comunidad. Tan o más importante que perseguir el dinero, es invertir en tu bienestar social. Las personas que hacen eso desde jóvenes llevan vidas más plenas.
Quizás es por esto que algunos países pobres tienen una expectativa de vida más alta que la de Estados Unidos, o que sus ciudadanos se consideran más felices, según reporta el Banco Mundial. En esos sitios las personas tienden a pasar más tiempo junto a sus familiares y amigos; crean interdependencias económicas y espirituales.
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Después de muchos años me he dado cuenta de que vine a este país a ser feliz. Después de un tiempo fuera, decidí regresar a Miami a ganar un salario menor y sacrificar posibles avances en mi profesión, porque lo que gano estando cerca de mi cultura es mucho mayor. A pesar de los sufrimientos y avatares de la vida, lo estoy logrando, a través del lento pero necesario trabajo de cambiar mis paradigmas.
La cultura del dinero promueve el desarraigo. Irse a tierras distantes a conseguir mejores salarios es considerado bueno, y pocas veces cuestionado. El culto al dinero ha reemplazado virtudes y valores necesarios para la felicidad.
Miami ha sido nombrada una de las ciudades más vanidosas de Estados Unidos. He conocido personas que prefieren saber a cuantos países he ido y cuál es mi empleo, antes que saber qué experiencia me pudo haber transformado, o qué vocación tengo.
Dijo Soren Kierkegaard que “La gente suele viajar por todo el mundo para ver ríos y montañas, nuevas estrellas, pájaros llamativos, peces extraños, razas grotescas de humanos; caen en un estupor animal, se quedan boquiabiertos ante la existencia y creen haber visto algo”.
Olvidamos que puede ser igual o más valioso viajar dentro de nuestra propia comunidad, o en nuestro interior, como viajaron Thoreau por Concord o Borges por Buenos Aires. Es más barato, contamina menos, y genera una satisfacción más duradera porque fortalece vínculos y relaciones cercanas.
El camino para dejar de ser un engranaje más del sistema está entre las calles de tu barrio, con su esterilidad suburbana, sus trabajadores en busca de almuerzo bajo el sol del mediodía, o los scooters de los recién llegados en Hialeah.
La religión del dinero ha socavado nuestra capacidad para sostener y hacer crecer nuestra cultura. Su culto nos roba casi todo el tiempo, nos hace querer más de lo que necesitamos, comprarle retóricas a políticos que venden una falsa idea del progreso y la prosperidad, gastar nuestro tiempo en buscar más dinero, para luego gastarlo y buscar un poco más.
Los valores y virtudes humanos se convierten en tropos aburridos, moralistas e improductivos. La educación financiera se hace más importante que la educación cívica. Poco a poco dejamos de ser personas para convertirnos en máquinas de producción. Así no podremos ser una comunidad plena.
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Confundir la libertad y el éxito con el dinero es también un estorbo para el cambio político en Cuba. El sentimentalismo está reemplazando el amor a nuestra tierra de origen, y la rabia nuestra capacidad para razonar.
Aquellos influencers que más apelan a nuestros instintos básicos como el odio y la burla son más seguidos y tienen mejores ingresos. A la vez, los grupos con intereses de lucrar en la Isla están ganando terreno. Se está creando un juego del cual la sociedad civil quedará afuera. Los espacios donde la imaginación vive son minúsculas hendiduras en las guerras culturales y los escándalos de las redes sociales.
La tendencia de comportarse como influencers ha permeado casi todas las profesiones y grupos, incluidos activistas, artistas y líderes civiles. Se hace eco de mensajes neoliberales, o de retórica recia en cuanto a la política estadounidense hacia Cuba, quizás para ganar aprobación y acumular likes.
Se elevan las acusaciones a puntos en los cuales se convierten en dogmas. El arte de conversar se ha perdido porque no genera ingresos. Prevalecen las acusaciones y las declamaciones, gracias al paradigma del dinero y la fama como objetivos.
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Tener lo suficiente para vivir cómodamente nunca ha sido fácil. Una subida de renta súbita puede dejar a una familia entera en la calle. La pérdida de un empleo puede generar un efecto de bola de nieve que los deja en la pobreza extrema.
Estos riesgos sociales son síntomas del mismo mal. Las empresas que han comprado apartamentos y casas al por mayor para subir los precios y aumentar sus riquezas, sin considerar su impacto en comunidades y culturas, son responsables. Como también puede ser cómplice el gobierno que no establece leyes para proteger a los inquilinos.
Nos queda resistir desde abajo, trabajar para crear familia y relaciones que perduren. Ganar dinero es una parte de ese trayecto, pero no la más importante. Nos queda la opción de intentar subvertir el paradigma, suplantarlo por el paradigma de valorar más nuestras cultura y comunidad. Si no les compramos el paquete, el paquete dejará de existir.
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El mal de la sociedad industrial está reflejado en La muerte de Iván Ilich. León Tolstoy creó un personaje que lograba todo lo que se proponía. Su vida fue un éxito, según los patrones socioeconómicos. Consiguió el empleo que anheló, se rodeó de personas y de actividades sociales, y hasta formó una familia con dos hijos. Pero sus relaciones y sus fiestas vacuas eran la cascara de una estructura forjada sobre la búsqueda de dinero y notoriedad.
A simple vista, sus ambiciones eran inocuas y hasta loables. Entonces Tolstoy comienza a darle al lector señales como la siguiente: “con sus mayores ingresos todo fue muy agradable, aunque descubrieron, como siempre sucede, que otros quinientos rublos habrían hecho toda la diferencia”.
La causa de la muerte de Iván Ilich fue su propia vida. Su mal fue la forma casi impecable en la cual persiguió la misma meta cuya luz deslumbra a Miami y a gran parte de la humanidad. Nos cuesta darnos cuenta de nuestro error porque sufrimos de claustrofobia en nuestras propias mentes.
Cada vez es más difícil la introspección y la autocrítica, la meta ya está planteada: ganar más; cualquier desviación carece de sentido y nos produce incomodidad.
Iván Ilich se encontró con el vacío de su existencia y se enfermó de su propia vida. Su médico sentenció “el sufrimiento físico de Iván Ilich es terrible, pero peores son sus sufrimientos mentales, esos son su principal tortura”.
Días antes de su muerte, el enfermo recordó la única época en la que fue realmente feliz, la niñez aun no contaminada por los desvíos de la sociedad.
Luego tuvo su epifanía, y resignado al hecho de haber desperdiciado su vida, murió.
“¿Y si en realidad toda mi vida ha estado mal? Lo que antes le parecía completamente imposible podría ser cierto, pensó; quizás no había vivido su vida como debería haberlo hecho. Se le ocurrió que aquellas inclinaciones suyas apenas detectadas a luchar contra lo que la gente de más alto rango consideraba bueno, esos impulsos apenas perceptibles que había reprimido de inmediato, podrían haber sido la realidad y todo lo demás falso. Y sus deberes profesionales, y el ordenamiento de su vida, y su familia, y todos sus intereses sociales y oficiales podrían haber sido falsos. Trató de defenderlo todo para sí mismo. Y de repente se dio cuenta de la debilidad de lo que estaba defendiendo. No había nada que defender.”
El mal de Iván Ilich nos hace construir narrativas, mitos e instituciones para anestesiarnos. Es tan profundo que combatirlo es poner en riesgo nuestro bienestar psicológico. Nos hace olvidar que la libertad trasciende las guerras políticas que antagonizan a las comunidades aprovechándose de sus sufrimientos.
La batalla por el alma humana está siendo ganada por quienes quieren que prioricemos prevalecer sobre nuestros adversarios. Y la búsqueda desenfrenada del dinero es su droga.
La libertad es poder cuestionar aquello que parece inapelable, como la civilización y sus paradigmas. Esta tarea no es sencilla. Un espectador de mirada superficial puede verlo a uno como adversario de su propia comunidad, o alguien que ha perdido el contacto con la realidad. Wendell Berry nos alertó del riesgo que se corre al intentarlo: “estar cuerdo en tiempos insensatos / es malo para la mente, peor / para el corazón”.
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He tenido la oportunidad de viajar a algunos países. En Tailandia visité ciudades budistas milenarias y sentí tranquilidad. En Perú pretendí subir a las alturas del imperio Inca, pero sólo llegué a la cumbre de una montaña y sus ruinas, que ahora pertenecen a la industria del turismo. En Londres me perdí entre calles zigzagueantes y llegué a la estructura reparada del Teatro Globo. Esos caminos han sido útiles, me han inspirado y ofrecido otras perspectivas.
Sin embargo, pocos viajes suelen tener un impacto tan duradero en mí como recorrer mi propia ciudad. Es ahí donde reconozco mis dolores, miedos, y sospechas.
En las calles desforestadas de Hialeah, en los remiendos arquitectónicos de la Pequeña Habana, o entre las nuevas casas que los desarrolladores miamenses han estado construyendo para acelerar el crecimiento y la gentrificación, los llamados Sugar Cubes (cuadrados de azúcar), fabricadas con desenfreno para renovar barrios y vender bienes raíces de lujo.
Todo lo que puede estar bien en mí, está aquí, en forma de semilla o de un tronco mutilado que reverdece. Y todo lo que está mal, también, en la basura sobre las calles y los accidentes de tránsito.
La memoria de lo que hay que hacer para salvarnos habita en los gestos de quienes despachan el café, la mala educación de algún joven recién llegado, o la ternura de una anciana que fue niña Pedro Pan y quiere contarnos su historia.
“Cuando comprendes, no puedes evitar amar. No te puedes enojar”, dijo Thích Nhất Hạnh.
No hay que ir lejos para conocer nuestros males, ni para establecer las relaciones que nos ayuden a cuestionar nuestros paradigmas. Ahí están los primeros pasos hacia nuestra felicidad.
Sentir Miami. Deuda de calor
¿Vivir en Miami o vivir entre jaulas? Si no fuese por los aires acondicionados, no existiría la gran ciudad de Miami sobre esta tierra profanada.