La cultura de consumo, una sentencia de muerte

Mientras el río Colorado se seca, se rompen récords de altas temperaturas e incendios alrededor del mundo y se inundan las calles de Miami en días soleados, los humanos continuamos nuestras actividades económicas de costumbre. Según la mayoría de los científicos, estas son las principales causantes de cambios medioambientales como el calentamiento global y la contaminación.

Al mirar más allá de la promesa de la energía renovable, los carros eléctricos y el reciclaje, nos damos cuenta de que un cambio tecnológico no nos salvará; necesitamos un cambio en nuestra cultura de consumo. Los paneles solares y las baterías eléctricas contienen metales difíciles de minar que pueden ser tóxicos, la cantidad de plástico que se recicla en Estados Unidos es menor a 10% y se espera que su producción, basada en el petróleo, se triplique en los próximos veinte años, cuando el desperdicio de plásticos en el mar superará la cantidad de peces.

A la luz de estas circunstancias, el periodista J. B. MacKinnon comprueba en su libro El día que el mundo deje de comprar (Ecco, 2021) que la mayor amenaza a la vida en la tierra es nuestro uso insostenible de recursos. Esta obra ofrece evidencia sobre nuestros hábitos de consumo, como el hecho de que seis de cada diez prendas de ropa que se producen terminan en un basurero a menos de un año de su manufactura. O que la cantidad anual de desperdicio producido en Norteamérica puede llenar una caravana de camiones que le den la vuelta al ecuador doce veces.

La abundancia no garantiza la felicidad.

Así, MacKinnon narra la historia de Phoebus, el cartel corporativo compuesto por empresas como Phillips y General Electric en 1924, que decidieron diseñar bombillos eléctricos con apenas unos meses de vida útil para poder vender más, creando la obsolescencia planeada —que hoy en día es ubicua en casi todas las industrias.

MacKinnon envuelve historia y datos técnicos en una exploración especulativa sobre qué podría pasar cuando el mundo sea capaz de reducir su consumo en 25%. Para comprobar que esto es posible, se sumerge en comunidades contemporáneas y en el pasado que han logrado llevar vidas dignas y satisfacer sus necesidades sin un crecimiento perpetuo.

Por su parte, el padre del capitalismo, Adam Smith, alertó que el materialismo no es una virtud, sino un vicio, y llamó a la humanidad a buscar un significado más allá del “desenfreno de la abundancia”. La abundancia no garantiza la felicidad. Algunos de los países más ricos tienen índices de suicidio y depresión elevados; las personas trabajan más y comparten menos con sus familias. En muchos de esos países, la principal fuente de satisfacción es el consumo, a pesar de ser efímera la alegría que reporta.

“Nuestra creciente demanda entra en conflicto con los recursos disponibles”.

Sin embargo, durante los años 70 y 80 existió en Estados Unidos un movimiento de simplificadores: personas que redujeron sus gastos, sus horas de trabajo, y decidieron vivir con menos, buscando la satisfacción en actividades cotidianas como una caminata con la familia. En esos tiempos, el presidente republicano Richard Nixon reconoció que los estadounidenses, junto a 6% de la población mundial, consumían en siete días la energía que el resto del mundo gastaba en un año. 

“Nuestra creciente demanda entra en conflicto con los recursos disponibles”, dijo, pidiéndole entonces al país que redujera su consumo de energía para superar la crisis de petróleo que atravesaba en ese momento. En la actualidad, parece impensable que un presidente le pida ahorrar a la población. 

Para encontrar a simplificadores contemporáneos, MacKinnon viajó a países como Ecuador, Japón y Finlandia. En la isla de Sado, en Japón, encontró una comunidad que ha dejado de crecer demográfica y económicamente. Su principal producto de exportación es el sake, pero se produce solo lo necesario para que los habitantes satisfagan sus necesidades básicas; esto significa muy poca ropa nueva y adoptar un modo de entretenimiento comunitario. 

Si dejamos de ser consumidores todo el tiempo, crearemos espacio para encontrar mejores propósitos humanos.

Los residentes trabajan menos y pasan más tiempo juntos en espacios comunes construidos por ellos mismos. Uno de ellos, incluso, había huido de la vida acelerada de Tokio, la ciudad más grande del mundo. Según él: “La vida en Tokio se siente como una trampa: llegas ahí, quieres cosas, tienes que comprarlas. Aquí en Sado no hay nada. Debes crear tus propias cosas. La alegría no viene del consumo, sino de ser un creador”.

Durante quince años mi trabajo consistió en crear nuevos productos para vender en empresas como Procter & Gamble, fabricante de Tide, Gillette y Charmin, entre otras marcas. Los productos en los cuales trabajé generaron crecimiento, riqueza y un sentido de prosperidad, pero no garantizaron el progreso humano genuino. Un nuevo producto de cuidado personal produce crecimiento, pero los químicos sintéticos usados en la fórmula y el empaque terminan acumulándose en nuestros cuerpos y el medio ambiente, causando efectos que aún no comprendemos del todo. Incluso, varios estudios han demostrado que los seres humanos tenemos microplásticos en nuestro organismo.

Agotado de la manera lineal de extraer, usar y desperdiciar recursos, decidí explorar modelos de negocios que priorizaran el desarrollo humano genuino. Ahora soy consultor de productos y modelos sostenibles. La economía circular y colaborativa ofrece no solo formas de reducir nuestro consumo, sino de conectarnos más entre nosotros y con nuestros objetos, de diseñar productos que duren y puedan ser reparados, para que nos acompañen durante décadas en lugar de ser programados para la obsolescencia. 

La cantidad anual de desperdicio producido en Norteamérica puede llenar una caravana de camiones que le den la vuelta al ecuador doce veces.

En el caso de la economía circular, se busca que los recursos extraídos se queden en el sistema económico, ya sea reusándose o reciclándose. Entretanto, la economía colaborativa persigue que las personas y empresas compartan productos como automóviles, equipos médicos o de construcción. Si dejamos de ser consumidores todo el tiempo, crearemos espacio para encontrar mejores propósitos humanos.

Ya lo dijo Robert F. Kennedy durante su campaña presidencial, apenas tres meses antes de su asesinato en 1968, “nuestra pobreza es de satisfacción, propósito y dignidad. Por mucho tiempo parece que hemos reemplazado la excelencia personal y los valores comunitarios por la acumulación de bienes materiales”. 

Asimismo, expresó que la métrica de crecimiento económico conocida como Producto Interno Bruto incluía los anuncios de cigarrillos, ambulancias, gastos de seguridad doméstica, cárceles, destrucción de bosques, expansión urbana, napalm, hojillas nucleares y vehículos blindados utilizados por la policía en varias ciudades del país. Sin embargo, no incluía “la belleza de nuestra poesía o la fuerza de nuestros matrimonios, la inteligencia de nuestros debates públicos o la integridad de nuestros funcionarios públicos. No mide nuestro ingenio ni nuestro coraje, ni nuestra sabiduría y educación, ni nuestra compasión, ni la devoción a nuestro país. Mide todo, en resumen, menos aquello que hace que la vida valga la pena”.

¡Pensemos en ello!


© Imagen de portada: Gil Ribeiro.


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