Todo régimen totalitario crea víctimas, célebres o no. Y es en la sistemática destrucción de la naturaleza humana, a través de un poder político, que aparece lo que podríamos definir como “una hagiografía del disidente”.
En la arquetípica lucha del bien contra el mal, ciertas cuotas míticas parecen inevitables. Medir en esa rivalidad la defectuosa psiquis del hombre, parece que vendría a determinar la naturaleza de las hegemonías políticas. La revelación provoca el magnetismo de la singularidad, separándolo de la masa que siempre actúa por debajo del umbral de conciencia, y que sólo existe para recordarnos que, efectivamente, el hombre es el lobo del hombre.
Los totalitarismos son la encarnación de un mal de raíz emocional. Es decir, hacen del hombre un ser debilitado que tiene en la angustia la sensación definitiva de su existencia. Y la angustia es una culpa hereditaria; una culpa que hace mella hasta en las conciencias de las mentes más libres, como lo hace la noción judeocristiana del “pecado original”.
Archipiélago Gulag es una obra angular en la historia crítica de las miserias humanas que provocan los regímenes totalitarios. Este anecdotario de las calamidades que acontecían en los campos forzados de la URSS, escrito por Alexander Solzhenitsyn, es el alegato de una verdad que ha sido sepultada por consignas y teleologías modélicas, y ha sido expresada en la anulación del hombre.
Es esa pena cíclica que ha acompañado a la rúskaya dúsha (alma rusa) y que se puede palpar en textos de otro siglo como Memorias de la casa muerta, de Fiódor Dostoyevski. Y que hoy sigue latiendo en textos como El fin del Homo sovieticus[1] y El siglo soviético: arqueología de un mundo perdido[2].
Es en la persona de Alexander Solzhenitsyn donde se concreta la imagen arquetípica del disidente contemporáneo, el hombre que da voz al horror silente, el hombre que articula el relato de los que yacen en fosas comunes.
Es esa figura del disidente que revela el genocidio, el que se enfrenta a la concepción dialéctica de esa ebriedad del logos como fin último de la historia. Un hombre que logra criticar al poder total descubre que, detrás de la razón emancipada, que Descartes ubicó en una centralidad metafísica, habita una sinrazón cuando la misma se trasmuta a razón de Estado.
Pero si advertíamos que el hombre que enfrenta, desde su malestar personal, a un régimen totalitario, interrumpe el criterio teleológico del poder, aun así, persiste esa voluntad “naturalista” de arribar a la modélica unidad humana. Una aspiración que llega a un interregno donde extrañamente confluyen la antropología cristiana y la antropología racional humanista, donde la idea del perdón es el corsé ético que suplanta todo, incluso la sórdida criminalidad.
La comprensión fenoménica del disidente como sujeto, supone poner en justa medida el valor y sacrificio de sus acciones. Sin embargo, si este prototipo de sacrificio está a merced de un fin histórico, entonces puede devenir en neurosis que sustituye lo necesario por lo aparente. Es decir, la imperiosa necesidad de reconciliación antes que la comprensión verídica de la libertad y la restitución del ser individual, anulado por la dominación externa.
Aquí habita un tipo de voluntarismo que emparenta el disentir político con ciertos rasgos de esa filosofía moderna que podemos rastrear hasta John Duns Scotus. Como la voluntad no quiere al bien, dado que este es una construcción de la voluntad ―las cosas son buenas porque son queridas y no son queridas porque son buenas―, este giro a la inmanencia genera una percepción de la libertad como “potencia absoluta”. Es decir, una libertad que va a estar sujeta a su propia subjetividad indeterminada, una libertad que para “ser” puede relativizarlo todo por alcanzar sus propios contenidos.
¿Y cómo son estos contenidos? Pues resulta que son indeterminados en tanto que la ética, en su lenguaje prescriptivo de lo que “debe ser”, queda a la deriva de una voluntad actualista determinada por el hecho que acontece. Así se puede entender cierta propensión, en ocasiones, al diálogo o a la conformidad del hombre disidente con su verdugo. Una libertad indeterminada puede terminar en los predios de la ingenuidad, y esto bien lo sabe el déspota, que sabe cuándo hacer del yugo una paloma blanca para ganar tiempo.
En 1973, Archipiélago Gulag recorre Occidente como aquel fantasma advertido por Karl Marx, pero no era el fantasma comunista. Eran los restos escritos de una ideología modélica y fracasada. Exiliado y despojado de su ciudadanía, Alexander Solzhenitsyn se convierte en la antítesis del Hombre Nuevo. De la profecía a la frustración a veces media un paso.
En 1994 él regresa a una Rusia despojada de sus siglas soviéticas pero enquistada por el trauma autoritario. El recorrido del disidente, que en el exilio preserva una idealidad patriótica como recurso de sobrevivencia, suele estar afectado por una extrema preservación del sentido histórico que, al decir de Nietzsche, termina haciendo de la historia un recurso sin vida: es decir, un relato momificado.
Contener los fragmentos de la memoria en favor de una idea de destino, provoca en la voluntad de olvidar la garantía de una taimada continuidad. Finalmente, el célebre escritor terminará siendo premiado por Vladimir Putin, el futuro nuevo dictador enfundado en traje de tecnócrata.
Solzhenitsyn entra en la oficina presidencial en silla de ruedas, envuelto en una vejez frágil. No es la vejez solemne de algún apóstol pintado por José de Ribera, es la vejez próxima a la muerte.
El autor de Archipiélago Gulag, con mirada subalterna, mira y le brinda la mano a Vladimir Putin, que le devuelve el saludo con histriónica compasión, esa selectiva compasión que sustenta el don de vida y muerte que encarnan ciertas ideologías, en su delirio de sustituir a Dios.
Vladimir Putin saluda al despojo de la historia, Alexander Solzhenitsyn saluda a una utopía muerta que sigue soñando con hacerse futuro.
¿Es necesario para el disidente el perdón espectral de su victimario? ¿Es para el disidente útil ceder ante una insistente sensación de arribo mesiánico del olvido?
Posiblemente, estas interrogantes son las que habitan detrás de la necesidad delirante de concretar un relato de supuesta ejemplaridad que se empeña en relativizar la verdad de los hechos ante la mirada teatral de la historia.
[1] Aleksiévich, S. (2003) El fin del Homo sovieticus. (Vol. 324). Acantilado..
[2] Schlogel, K. (2021) El siglo soviético. Arqueología de un mundo perdido. Galaxia Gutemberg.
Del Estado demiurgo al Estado de las tinieblas
La Revolución Cubana, eso que se entiende desde la alquimia historiográfica oficialista como un tiempo capsular de consumación teleológica, trajo consigo al Estado de las tinieblas.