Casi todas las ciudades tienen sus hitos distintivos. Su marca, puede decirse: algún monumento, edificación o su conjunto, que las caracteriza.
París sería inimaginable sin su grácil torre Eiffel y su pesado Arco de Triunfo; Londres, sin el puente de la Torre, el campanario del Big Ben y la enrejada Rueda del Milenio; New York, sin la estatua de la Libertad y su antorcha en alto, el empinado Empire State y el verde pulmón verde del Central Park…
¿Y La Habana? Desde luego, sin el Capitolio, el Morro, el obelisco de la raspadura, en la Plaza de la Revolución, y el Malecón, no sería la misma urbe que conocemos.
Por eso cuesta trabajo pensar que, durante más de tres siglos, de los poco más de cinco que lleva existiendo la “capital de todos los cubanos” (así es, al menos, como se refiere a ella el Canal Habana, en su presentación), esa avenida y ese muro de seis kilómetros no existieron. Que la costa era, apenas, una abrupta línea de arrecifes cársicos, el llamado “diente de perro”. Roca viva en la que muchos canteros, algunos esclavos, horadaron con paciencia y sudor, a pico y barreta, decenas de pocetas cuadradas, para que la población de la entonces colonia española pudiera disfrutar de los terapéuticos y refrescantes baños de mar, sin correr el peligro de ser arrastrados por las imprevisibles olas. Porque casi nadie sabía nadar entonces. Ni los marineros.
Hubo que esperar hasta el fin de la dominación ibérica y la primera de las dos breves intervenciones militares norteamericanas para que, a principios del siglo XX, el gobernador Leonard Wood diera la orden de comenzar los trabajos de tendido de la avenida paralela a la línea de la costa y la erección (sin referencias sexuales, por favor) del muro que la flanquea en todo su recorrido.
Aunque todavía iban a pasar algunos años más para que esta espléndida valla de hormigón armada alcanzara su longitud actual, desde la Avenida del Puerto hasta el torreón de La Chorrera, a la entrada del Túnel de Quinta Avenida.
Por cierto, y permítanme la pequeña digresión arquitectónico-política: en tanto que nacido y criado en La Habana, siempre me pareció un tanto paradójico que los grandes hitos arquitectónicos de mi amada metrópolis se debieran, en su aplastante mayoría, precisamente a ese mismo pasado colonial y seudorrepublicano del que tanto renegaba la Revolución.
Las fortalezas de La Fuerza y La Punta, el Morro y La Cabaña, españolas; lo mismo que los palacios de los Capitanes Generales y el Segundo Cabo, la Catedral y las cuatro grandes plazas de la Habana Vieja.
El Capitolio, todo el complejo de la Colina Universitaria, el monumento a José Miguel Gómez en G y 27, el Palacio Presidencial (hoy Museo de la Revolución, que sólo le añadió esa verruga de estilo soviético que es el Memorial Granma), el Obelisco de Marianao, el Hotel Nacional y hasta la mismísima e histórica Plaza de la Revolución, inaugurada como Plaza Cívica en 1958 (igual que el Cristo de La Habana): todos deben agradecerse a la gestión y voluntad de inmortalizarse de uno u otro primer mandatario tiránico, como Gerardo Machado y Fulgencio Batista.
Durante años, algunos de mis mayores me susurraron que la causa de que La Habana estuviera así, como congelada en el tiempo, bien podría ser que Fidel y su clan odiaban no muy en secreto a la altiva capital. Porque la ciudad nunca se les rindió incondicionalmente, como sí lo hizo Santiago.
Por eso una urbe es Ciudad Héroe y reducto seguro de la ortodoxia gubernamental, al que la que le toca soportar estoica todos los apagones y escaseces. Y por eso la otra fue casi abandonada a su suerte. Tal vez para ver si se derrumbaba sola… Y va por buen camino, diría yo.
Si bien, incluso así, a la conflictiva Habana aún no se atreven a dejarla a oscuras o sin víveres por mucho tiempo: será por su condición de vitrina del país, donde más periodistas extranjeros residen. Quizás por miedo a otro Maleconazo como el del 5 de agosto de 1994. O a una protesta popular mejor organizada, como la del más reciente 11 de julio de 2021.
Personalmente, no creo que La Habana fuese objeto de ningún odio especial del régimen entronizado en 1959. Más bien diría que, dado que el socialismo ha demostrado de sobras ser muy bueno para redistribuir la riqueza que ya existía al triunfar, pero no tanto, a la hora de crear otra riqueza nueva, lo que pasó es que, incluso con el sustancioso y constante aporte financiero de la URSS y el CAME, había cosas mucho “más urgentes” que hacer (como fortalecer el ejército, por ejemplo), antes que construir monumentos significativos.
Ahora bien: lo innegable es que, si Santiago tiene que agradecer a la Revolución algunos hitos imposibles de ignorar, como su gigantesco monumento a Antonio Maceo, con su estatua ecuestre del Titán de Bronce y su séquito de enormes machetes, La Habana apenas si le debe a la gestión del actual gobierno un montoncito de edificios significativos, casi todos al estilo brutalista o similares. Y no me refiero sólo a la monstruosidad arquitectónica de Alamar, que conste.
Es más, y para volver al tema: dejando aparte al redondo Coppelia, al edificio del CENIC, con su aire de galera eslava vista desde arriba, y al Palacio de las Convenciones; una buena parte de las demás edificaciones, tales como el hospital Hermanos Ameijeiras, el edificio Girón, entre E y F (feo pero sólido, en tanto que construido con tecnología polaca de losas pretensadas), la estrella de G frente al Parque Martí, que sustituyó a la estatua ecuestre de Calixto García (trasladada hace pocos años a la rotonda del paradero de Playa para protegerla de las constantes penetraciones del mar que la estaban corroyendo), y los recientes hoteles Grand Ashton y Paseo del Prado (de momento, mayormente vacíos de turistas, lo que hace que mucho se pregunten si no serán una estrategia gubernamental para lavar dinero: ¿de la mafia rusa, quizás?), están dispuestos a lo largo del malecón.
Todos le están discutiendo protagonismo al monumento al Maine, despojado personalmente por Fidel en 1961, como represalia por la frustrada invasión mercenaria de Bahía de Cochinos, del águila imperial de bronce que se alzaba orgullosa en la cúspide de su doble columna. Aunque nunca fue demostrado que los yanquis lo hicieran estallar como coartada para meterse en la guerra entre Cuba y España, como dice la placa que le agregaron, también entonces.
Como la recorro trotando, ida y vuelta, al menos tres veces por semana, me consta que la calzada y el muro del malecón tienen poco más de seis kilómetros de longitud, y bordean los municipios de Centro Habana y Plaza de la Revolución, sobre todo El Vedado.
El Vedado es el barrio donde vivo y que ¡disculpen, otra digresión! debe su nombre justo a que, durante la colonia, ocupaba el sitio un tupido bosque, cuyos árboles estaba prohibido cortar, lo mismo que edificar allí. La idea era que funcionara como barrera natural contra el acceso de los piratas, que tantas veces acosaron a la capital, dado que precisamente en su amplia y abrigada bahía se reunían los galeones iberos, cargados de tesoros del Nuevo Mundo, antes de marchar, en nutrida flota, a engrosar las arcas reales de la distante y peninsular metrópoli europea.
Pero eso fue hace tremendo tiempo, antes del malecón. Que hoy es muchas cosas, para los capitalinos.
Ante todo, también tiene sus horarios: de día, los turistas extranjeros son casi los únicos que, indiferentes al riesgo de quemaduras solares, o protegidos con bloqueadores de factor +50, se pasean por la avenida que bordea las aguas, disfrutando del very typical tropical sun.
No obstante, en los amaneceres y crepúsculos, ya se vuelve pista gratuita para todos los que quieren ejercitarse para mantener a raya los achaques de los años, ¡como yo!, y/o bajar de peso, corriendo sudorosos. Aunque, por tramos, la superficie se vuelva demasiado irregular para que cualquier calzado deportivo la soporte. Y entonces hay que bajar al asfalto, a riesgo de ser atropellado por algún auto.
Si en algún lugar del mundo nadie discute la realidad del cambio climático, es en el Caribe: el aumento del nivel del mar y de su oleaje son notorios. El peso de las aguas (¡cada metro cúbico una tonelada, no lo olviden!), durante los cada vez más frecuentes temporales, como en las igual de numerosas penetraciones del mar, no sólo ha corroído de forma innegable el hormigón de la acera y el muro, sino que, incluso, opinan los más pesimistas, amenaza, en un futuro no muy lejano, con engullir toda la línea de la costa y dejarnos sin malecón.
Ojalá y no suceda. Aunque, considerando la magnitud de los trabajos necesarios para evitarlo, que incluyen diques a varios metros de distancia del muro actual, hay que preguntarse de dónde va a sacar tanto dinero para tales obras nuestro empobrecido Estado. El mismo que no tiene plata ni para reparar las cada vez más agrietadas aceras del malecón.
Al caer la noche, mientras los últimos corredores vespertinos se marchan, llega la verdadera invasión: huyendo de la oscuridad y el aburrimiento sin electricidad, o sólo del omnipresente calor caribeño, al muro acuden a sentarse miles de cubanos.
En los peores momentos del Período Especial (¿los años 90 o acaso el hoy es más duro?, ¿cómo saberlo?) no faltaban los que aparecían con almohadas y sábanas, para dormir sobre el fresco cemento. Pero todavía no hemos vuelto a eso. Quizás porque, tras los casi dos años de cuarentena y confinamiento, en los que hasta los corredores habituales teníamos prohibido el tránsito por el malecón, todos somos más conscientes de que el gobierno puede vetarnos casi cualquier cosa. Porque los que hacen la ley también pueden cambiarla a su antojo, si lo creen pertinente.
Mientras muchos se sientan en el muro, otros prefieren mantenerse en movimiento. Para ellos, la ancha acera del malecón deviene idónea pasarela, por la que caminar disfrutando de la fresca brisa que espanta el calor. Mientras ven y se dejan ver con sus mejores ropas, en el cotidiano y latino galanteo.
El malecón también es magnífico sitio de pesca para todos esos optimistas que sueñan regresar a casa con un buen pargo, o al menos un par de ronquitos, e invierten su dinero en calamar o alguna otra carnada de primera, lo mismo que en buenas varas spinning y carretes del mejor nylon. Son esos los que, a cada rato, hacen girar sobre su cabeza el anzuelo sujeto a la plomada, como improvisados honderos, para que llegue bien lejos y así les permita enganchar un peje más grande. Y son ellos los que también recurren a trucos incluso más ingeniosos, como atar el extremo a varios condones inflados (¡he visto hasta quienes usan papalotes!) para que así el viento lo arrastre a la máxima distancia.
¡Miren que el cubano inventa!, ¿no?
Los pescadores maleconeros tienen sus propias castas: además de los estáticos y meditabundos de la orilla, están los más dinámicos. Esos arriesgados que, amparados en la oscuridad, cada noche se acercan al muro con su balsa de poliespuma a cuestas, que ellos llaman corchos, y la echan al agua. Toda vez allí, impulsándose con remos artesanales o aleteando pausados con las patas de rana que calzan, se alejan de la línea de la costa, a veces hasta un par de kilómetros. Para llegar allí donde apenas se distingue la luz distante de la ciudad. Y en ese silencio casi tenebroso echan sus anzuelos al mar.
Pescar en La Habana, lo mismo desde el muro del malecón que en un corcho aguas adentro, es, sobre todo, una forma de zen. Más que atrapar algo (¡que nunca viene mal, con lo cara que se ha puesto la comida en Cuba!), lo que de veras importa es la tranquilidad, el fresco, la sensación de libertad.
Por último, hay otra categoría de pescadores: los auténticos audaces, expertos de la apnea, que día a día se sumergen, con patas de rana, careta y snorkel, escopeta de arpones en mano, con o sin traje isotérmico… y a menudo salen con pesadas ristras de presas, orgullosos de su desempeño atlético.
Es un buen negocio pescar en el malecón. Siempre lo ha sido. Las capturas de todos las compran paladares y restaurantes gubernamentales. Pero, en especial, la gente desesperada. Porque, dado que las aguas servidas de tres municipios se vierten en el malecón, la abundancia de bacterias coliformes fecales (o sea, y para información del lego, similares a la Eschericia coli que medra en el intestino humano) vuelve un tanto arriesgado, no sólo consumir peces capturados muy cerca de la costa, sino hasta el nadar en esas aguas.
Por supuesto, los miles de muchachos que por años nos hemos zambullido impunemente desde el muro en las refrescantes aguas maleconeras, al igual que todos los que día a día consumen con gusto el pescado que de ellas sale, podríamos alegar que nunca nos ha pasado nada por hacerlo. Pero hay más que suficientes casos documentados de enfermedades cutáneas y ciguateras como para que valga la pena ser precavidos. Porque tanto va el cántaro a la fuente… que al final se rompe. Si no construyen antes un acueducto, claro.
Los que se sientan de noche en el muro hablan y hablan, hoy y siempre. De pelota o de lo mala que está la situación. De cómo suben y bajan caprichosamente el dólar y el euro, y de cuánto se demora en llegarles el ansiado parole. Bebiendo ron y cerveza que trajeron o le compran, junto con panes con jamón, dulces, chiviricos y otras chucherías, a los vendedores que circulan entre los grupos. Aunque luego tengan que evacuar las vejigas sobre los arrecifes, porque sólo en tiempo de carnavales se colocan baños públicos.
Un minuto de silencio por el carnaval habanero, con sus carrozas y muñecones, su Estrella y sus Luceros, sus comparsas arrollando, sus tribunas, sus pergas de cerveza y malta, y sus casquitos cuidando la disciplina a todo lo largo del malecón. Ya lo que queda, cuando hay, da más pena y miedo que ganas de participar.
Sentados o parados en el muro (¡ah, esos niños que, del brazo de los padres, quieren recorrerlo obstinadamente sin bajar a la acera!), la gente toca guitarras y canta, acompañándose con palmadas. Si no, hacen sonar, en las bocinitas, los estruendosos e inevitables reguetones. Y bailan, bailan.
Mejor tener en cuenta que, además de los vendedores de comida, bebida o flores encapsuladas en vidrio, también hacen el recorrido de punta a punta los músicos que “hacen sopa”. O sea, tocan por unas cuantas monedas de los generosos oyentes. José José o Ricardo Arjona son los más solicitados, aunque nunca falta algún mariachi que entone El rey… y hasta, con suerte, se puede topar con alguien que conozca algunos temas de Silvio Rodríguez o Joaquín Sabina.
Eso sí, siempre llegan a ti cuando más silencio necesitas, para estar a solas con tus preocupaciones o decirle, de una vez, a esa muchacha, lo mucho que te gusta.
Pero lo que más me ha llamado la atención, siempre, de toda la nocturna fauna maleconera y sus hábitos, es cómo la inmensa mayoría de los que se sientan en este sofá sin respaldo, quizás el más largo del mundo, lo hacen de espaldas al mar.
O sea, mirando hacia la acera y los que por ella circulan.
¿Será que únicamente les interesan los que pasan? ¿Será que vivir junto al océano reduce la hipnótica maravilla del movimiento perpetuo de las olas? ¿O acaso es que no quieren fijar los ojos en esa líquida y oscura inquietud que rodea a toda Cuba: en la maldita circunstancia del agua por todas partes, como escribió, profético, el irreverente Virgilio Piñera en su ineludible poema La isla en peso?
Quién sabe. Lo cierto es que, hasta hace un par de años, cada vez que encontraba a alguien sentado en el malecón con las piernas colgando fuera, del lado que da al mar, casi seguramente era extranjero. Pero hoy son cada vez más los cubanos que identifico, ya sin fingir pescar ni nada, con la vista fija en las olas y en el horizonte. Absortos.
Lo que me recuerda, inevitablemente, aquel chiste de antes del éxodo de 1980 por el puerto del Mariel:
Un policía, al descubrir a un chino muy callado y de cara al mar en el malecón, le pregunta, acusador:
—Oye, narra ¿y tú qué tás haciendo aquí, tan callaíto?
(Narra, por si da la casualidad de que esto lo lee algún no cubano, es como les decimos muchas veces a los de aspecto asiático. Y el “tás”, claro indicativo el origen oriental del policía… Bueno, como casi todos: porque prácticamente ningún nativo habanero ha ingresado nunca en la PNR, Policía Nacional Revolucionaria, por decisión propia, al menos.)
El chino, nervioso, le responde, hablando siempre con la l, como es lógico:
—¿Yo, oficial? Ná… ´Toy milando el mal.
A lo que el agente del orden, no del todo satisfecho, aún insiste:
—Ah, sí, chinito, el mar, perfecto… Pero, ven acá: ¿y tú sabes lo que hay más allá del mar?
—Clalo, policía, eso lo sabe tó el mundo: después del mal… está el bien.
Así, cuando un pueblo acostumbrado a dar la espalda al mar se queda mirándolo con ansias, ¿qué indica antes de 1980, en 1994, ahora?
No diré más, pero a buen entendedor…
Lecturas Jennifer Aniston
Suena un poco turbio, y hasta recreativo, pero son experimentos controlados. Nada de qué preocuparse.