Desde siempre la gente se ha ido. Desde que tengo memoria, digo.
Cuando estaba en 5º grado, el muchacho del que llevaba enamorada toda la primaria se fue para Canadá con sus padres y su hermano. De un día para otro, tuvimos que acostumbrarnos a su asiento vacío, al silencio cuando pasaban los números de la lista y tocaba el suyo.
Lo mismo pasó con uno de mis mejores amigos cuando estábamos en 6º grado, pero a él le hicimos fiesta de despedida y le dimos muchos abrazos. No lo extrañé casi, hasta que llegó el verano y me vi marcando su número de teléfono para autoinvitarme a su casa, en el ya desaparecido edificio Tabel.
A mí no me sucedió como a mis padres, educados con la idea de que irse era una “alta traición”. Ya para mi generación emigrar era algo, digamos, “aceptado”.
Aun así, quienes emigraban eran unos pocos. Dos o tres elegidos por el destino, gente con familia en el exterior, los “hijos de…”.
Quienes emigraban eran los que llevaban las meriendas de paquetico y refresco de lata, los del PlayStation, los de los mejores juguetes, mochilas brillantes y tenis nuevos.
De esos tiempos, recuerdo pensar: ¿por qué se habrán ido, si es que aquí estaban de lo más bien? Para mí, en ese entonces, estar bien era tener las necesidades básicas cubiertas, todo un lujo en Cuba, en cualquier momento.
Quizás por eso se iban, pienso ahora. Porque podían ver más allá de lo elemental de un plato en la mesa o una muda de ropa.
Sin embargo, la migración de antes no se compara en nada con la surgida en noviembre de 2021, cuando el gobierno de Nicaragua estableció el libre visado para ciudadanos cubanos. Desde ese momento, escapar fue el único objetivo de los jóvenes de mi generación. Incluso el de muchos otros que no eran jóvenes ni tenían las fuerzas para empezar de nuevo en un entorno desconocido.
Antes de toda la debacle, la idea de emigrar no me hacía mucha ilusión. Viajar, sí, conocer el mundo. Pero siempre pensé en regresar y seguir mi vida en el lugar donde nací.
Emigrar significaba alejarme de mi hogar, de mis padres y de toda una red de personas de confianza que me habían apapachado durante mi crecimiento.
Emigrar era alejarme de mis mejores amigos, los de mi infancia, los del Pre y los de la universidad. Emigrar era no volver a los lugares en los que había sido feliz.
Me gustaba caminar por El Vedado y encontrarme con amigos, antiguos vecinos o conocidos de mis padres. Ellos me conocían, sabían mi nombre, me preguntaban por la familia, por mi carrera de “artista”, por la vida en general. Se sentía bien saber que había personas o caras conocidas.
Sin embargo, todo se ha transformado. Radicalmente.
En WhatsApp a cada rato me aparece la notificación de que un nuevo contacto ha cambiado de número de teléfono. O sea, se fue. Cambió su +53 por cualquier otra denominación: Estados Unidos, España, México, Brasil, Uruguay, Alemania. Cualquier lugar, menos Cuba.
Miro uno de los grupos de WhatsApp con mis mejores amigos, veo cuántos somos y me percato de que más de la mitad están fuera. Tenemos de portada una foto vieja de todos juntos. Los que quedamos nos entretenemos haciendo teorías sobre esa foto, sobre cómo nuestras posiciones se relacionan con el orden de las migraciones pasadas y futuras.
Poco a poco, de la foto quedan menos en Cuba. Y los que quedan, están esperando el parole, la reclamación o la ciudadanía española. Pronto no quedará nadie aquí, solo la foto.
Ya el país en el que fui feliz no existe, pienso.
Ahora camino por la calle y es como ir por un museo, un museo de recuerdos y lugares.
“Ahí vivía Diana”, y en su casa hicimos las fiestas de fin de curso de la secundaria. “Por la otra cuadra vivía Olivia”, y en su fiesta de quince probé por primera vez la sangría. “En esa azotea vivía Camila”, y ahí filmamos un videoclip en el que yo hacía de Miley Cyrus y ella de Katy Perry. “Ese portal era el de casa de Ana”, recuerdo pasar toda la noche sentada con el grupo de siempre.
Mis amigas se fueron y dejaron sus casas vacías. A veces pienso que solo quedo yo para recordarlas, que solo yo sé que vivieron ahí, que allí fuimos felices, aunque no lo supiéramos.
Los amigos de mis padres que me vieron crecer tampoco están. Sigfre y Pedro fallecieron en la pandemia. La gran mayoría se ha ido poco a poco, o están cada vez menos aquí.
Mis padrinos viven solo dos meses en Cuba, el resto del tiempo están fuera. Sarita, que desde niña me enseñó el mundo del teatro, emigró con su esposo Guille. La amiga de la infancia de mi mamá se fue “por los volcanes”, a pesar de que en ese momento llegaba casi a los sesenta años. Lourdes, gran amiga de mi papá, también vive hace tiempo en Estados Unidos.
Yo los extraño a todos, mucho, sobre todo en los cumpleaños y fechas importantes, cuando la casa se llenaba y siempre había algo para brindar, una comida de mi papá, una botella que llevaba mi padrino o una panetela hecha por Sarita.
Ahora pasa algo importante (un cumpleaños, una muerte, un premio) y sólo somos mis padres, los gatos y yo en la sala de mi casa.
Los lugares de antes son distintos, o no existen. El edificio Tabel, donde jugaba de niña, lo terminaron de derrumbar hace seis años. Talaron incluso el árbol del portal en el que nos reuníamos a jugar güija y tratar de contactar con los espíritus del más allá.
Arrancaron muchos bancos del Parque G, entre esos el banco donde me sentaba de adolescente con mis amigos y en donde le declaré mi amor a un muchacho que tocaba la guitarra.
El Ten Cents de 23 y 10, a donde iba con mi papá a tomar helado, ahora está inundado de mipymes. El pan con perro de frente a Coppelia ya no cuesta 10 pesos. La cafetería matahambre de 23 y E lleva cerrada desde la pandemia. El Sylvain frente al Parque Mariana, en donde compré millones de chupa-chups de 10 centavos, se convirtió en otra mipyme.
Tampoco existe el pasillito al costado del preuniversitario Saúl Delgado, ni el señor flaquito que nos vendía unas rosquitas inmensas llenas de azúcar por 3 pesos cubanos.
Nada de eso existe. Es otra época. Otro mundo. Es como si hubiera pasado una vida entera de por medio, cuando en realidad solo han sido cuatro años.
Siento como si yo también hubiera emigrado, pero sin salir de Cuba. Vivo en un lugar que ya no reconozco, que me es completamente ajeno. No pertenezco aquí. Soy un fantasma, una museóloga en un cementerio.
Ya mi país-hogar, tal como lo recordaba, se esfumó. También emigré, aunque mi cuerpo permanezca.
Algunos de mis amigos me escriben de vez en cuando y recordamos juntos los momentos y lugares. Ellos me dicen que extrañan a Cuba y creen que si vienen de visita todo podría ser igual.
Ellos no saben, o no quieren saber, que eso que extrañan ya no existe.
Yo también extraño a Cuba, les digo.
Yo también quisiera ir de visita a esa Cuba en la que estábamos un poco menos jodidos.
© Orlando Luis Pardo Lazo, Iglesia.
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