P
Preescolar
Es la mañana inaugural de un mes de septiembre y te ves con short rojo oscuro y camisa blanca, el uniforme modificado por tu madre hace una semana para remediar una talla mucho mayor de la que tu cuerpo demanda. Calzas unas botas lustradas, colegiales, y aunque has olvidado cómo llegaron a tu casa, sabes ya que no te durarán mucho, como ha sentenciado tu padre luego de probártelas. Ha sido un amanecer de ritual, tu primer curso escolar.
Hay una excitación palpable, empiezas la escuela y es un comienzo añorado, porque casi todos a tu alrededor te han convencido de que te gusta estudiar. Aún desconoces lo que eso significa; no obstante, lo intuyes como lo próximo en esta nueva etapa de la vida. Reconocerás pronto tu preferencia por la instrucción, así, a secas, no el estudio. Tal decisión no te la formularás en la escuela primaria, tendrás que asumirla por tu cuenta, con la ayuda de varios consejos útiles que te dará un profesor sensato del futuro.
Pero es 1977 y entras de la mano de tu madre a la escuela tras una corta travesía, les ha bastado caminar media cuadra para llegar. Estás en un grupo de niños de aspecto similar. Son el centro de las miradas de quienes continúan en grados superiores, un detalle que presagia una tradición previsible cada noveno mes, pues al final, ustedes son los principiantes.
Es tu primera experiencia social y esperas que sea la menos difícil de las conocidas. Ya tienes bastante con la más peliaguda, la de pertenecer a la pandilla del barrio en la que, a pesar del esfuerzo, no has podido alcanzar el reconocimiento suficiente como el más veloz o el más sanguinario en las sesiones vespertinas de juegos a los escondidos y a los tiros. Quizás tu destino ya está marcado como pacifista; mas, ¿quién logra vanagloriarse de semejante actitud con apenas siete años?
Tu aula de preescolar es una de las mayores de esa escuela, nombrada como un héroe de las guerras de independencia, con mesas enormes, redondas o hexagonales. Los chiquillos mayores ocupan sillas de paleta o pupitres de a dos. Por ahora no sientes la presión de elegir un compañero y tampoco hay puestos fijos o es lo que te dice la memoria desde la distancia de los años transcurridos.
Sí recuerdas que los días iniciales se suceden rápido. Hay poco para hacer, salvo jugar, cantar y aprender adivinanzas. Los predilectos son los que incluyen modelar con plastilina. Tal habilidad ya la habías adquirido en casa; sin embargo, prefieres desarrollarla en tu clase, donde la maestra distribuye ese material industrial, con mejor acabado, que uno puede extender fácilmente para formar interminables serpientes lisas.
De la maestra solo sabes que vive cerca, porque te lo ha señalado tu mamá en uno de los paseos habituales de las tardes de domingo, en las que los adultos van al centro del pueblo a ver las tiendas, dicen, y dan una vuelta a la única manzana comercial, aunque a ti te parezca un recorrido de kilómetros. O quizás haya sido tu papá, en ruta hacia el Cuartel de Bomberos, donde trabaja tu tío, su hermano, en las tantas veces cuando pasan por allí a saludar.
Te han asegurado que tu tía, también educadora, la conoce y por tanto pertenecen ambas a un mundo tan reducido como la extensión del pueblo, o de todo el municipio.
Sin embargo, eso no te concierne demasiado o no lo intuyes, pues la elección escolar la han hecho tus padres por ti y sospechas que la cercanía se ha impuesto a cualquier otra consideración. Ni siquiera es necesario “cruzar la calle”, una de las arterias de más tráfico y peligros en la década, esa 4ª del Oeste a la que muchos siguen llamando la Carretera de Fomento.
A medida que pasan los días empiezas a descubrir señales de alerta. Te desagradan los gritos de la mujer, pero no es un rasgo atípico entre tus compatriotas. Obedece a una estrategia personal para imponerse, piensas, aunque tú y tus colegas, que apenas levantan un metro del suelo, disten mucho de parecer seres amenazantes.
Quienes sí asustan son los de Sexto Grado, tan enormes y escandalosos, tan irreverentes, niños todavía que huyen despavoridos a la hora del timbre de salida, desaliñados, con las camisas sucias y las pañoletas al revés.
Comparada con las hordas de Sexto, la maestra luce inofensiva, o eso imaginas hasta ese día cuando ha llovido y, ante la imposibilidad de salir al patio, ha decidido entretenerlos con ciertas lecturas. Antes, les ha dado plastilina a todos, y tú y los demás han puesto manos a la obra para modelar figuras y animales.
Ha sido una idea genial, supones o quieres recordar que lo pensaste, todos se concentraron entonces en estirar la pasta gris hasta convertirla en creaciones extraordinarias y ninguno se interesó por nada más, ni por el aguacero afuera ni por la maestra, quien desde su mesa alta, avasalladora, empezó a leerles algo de un libro de tapa dura.
Y recuerdas haber escuchado dos veces la misma interrogación: “¿De qué trata la adivinanza?”. Primero, con el tono casual de quien espera una respuesta rápida que aparecerá en cuestión de segundos. Y después con la voz casi desgarrada de quien ha perdido la paciencia a la misma velocidad. Nadie responde, todos están muy concentrados en la masa gris, en las formas.
Desde tu memoria, el recuerdo te esclarece tu posible intención de aparecer como el salvador, al menos al inicio, en ese justo momento luego de las preguntas; pero tanta diversión con la plastilina te había impedido reparar en el texto un tanto hermético, como para haberte dignado a contestar y haber evitado el desastre.
Porque en ningún momento imaginaron que al silencio le seguirían la sorpresa, el desconcierto y el dolor, cuando la maestra se levantó a procurar la regla grande, una tabla delgada pintada de azul celeste que colgaba de la pared, a un costado de la pizarra, muy útil en las clases de matemáticas del futuro.
Tal vez dicho implemento no tenía aún su uso bien definido en un aula de preescolar. De cualquier manera, nunca se te hubiera ocurrido el de aquella mañana en la que tú y tus colegas, pequeños escultores, fueron golpeados a mansalva por no haber seguido atentamente la lectura.
Por supuesto, los reglazos dolieron, no duelen tanto ya en la remembranza, y la escena resultaría aterradora para cualquier niño de seis o siete años. Pareció que de pronto el día entero se había llenado de sollozos. Tuvieron que aprender de golpe a reprimir vuestros gritos o, de lo contrario, la mujer podría haber vuelto a la carga, o eso temieron.
Y, a pesar del tiempo, no puedes desprenderte de la imagen de uno de tus colegas, el más chico del grupo, que agachó la cabeza entre los brazos cruzados y lloró y lloró hasta formar un charco en su parte de la mesa. De no haberlo visto, jamás habría creído que alguien pudiera soltar tantas lágrimas.
La maestra volvió a su pedestal, ajena a los llantos, volvió a abrir el libro y a leer la dichosa adivinanza, esta vez —al menos tú— le prestaste toda tu atención. De nuevo preguntó, sin ganas: “¿De qué trata esta adivinanza?” “¡Del circo!”, dijiste, todavía entre lagrimones. “Del circo”, repitió ella, tratando de imitar tu voz, en son de burla y desprecio.
Minutos después, sonó el timbre de salida. Y no podrías asegurar si aquel suceso terminó en escándalo. Ignoras si hubo reclamos, si tus compañeros o si tú mismo se lo contaste a tus padres, si estos encararon a la maestra o exigieron un trato más compasivo hacia quienes empezaban en la institución que aseguraban sería la forjadora del hombre nuevo.
Lo cierto es que al cabo de unas pocas semanas reiniciabas el preescolar en otra aula más al norte, donde empezarías las clases con una nueva educadora, toda una especialista de Kindergarten, según tu madre; toda una institución —comprenderías al cabo de los años—, pues bajo su tutela nunca hubo golpes ni tardes de aburrimiento, y porque además de las lecciones elementales, aquella, por siempre tu primera maestra de verdad, te enseñó el valor de la empatía y la importancia vital del cariño.
Con tales armas, creías entonces estar mejor preparado para identificar y enfrentar a los próximos abusadores que aparecerían en tu camino.
Hijo del norte: la historia de un cubano en Islandia
Hasta Islandia llegó Yandy Núñez Martínez, The Cuban Mountaineer, que ansía convertirse en el primero de nuestra isla en escalar el Monte Everest: “Quien tenga ganas de desarrollarse, alcanzar sus metas, sentirse pleno, tiene que buscar eso fuera de Cuba. No por eso dejo de sentirme cubano, solo que tengo ambiciones en la vida, quería más”.